La situación económica en Europa es verdaderamente desconcertante. La inflación anual en la eurozona ha alcanzado un pico récord de 7,4%. Sin embargo, los bancos siguen prestándose mutuamente a tasas negativas. En abril, la inflación interanual en Estonia estaba cerquísima del 20%, pero era sólo del 5,4% en Malta. La deuda pública como porcentaje del PIB está a niveles sin precedentes, pero los rendimientos de los bonos alemanes se mantienen significativamente por debajo de su promedio de largo plazo, y los diferenciales, aunque en aumento, todavía están contenidos. En todo el continente, los principales indicadores económicos están transmitiendo mensajes confusos.
La repentina transición de un entorno deflacionario a uno inflacionario encontró a los gobiernos y a los banqueros centrales con la guardia baja. Los mismos responsables de las políticas que en septiembre advertían que la deflación era cuando menos tan amenazadora como la inflación ahora dicen que hemos ingresado en una era de inflación estructural.
El Banco Central Europeo habla de “normalización”, como si repetir ese mantra pudiera transmitir alguna sensación de control, atemperar las expectativas de inflación y calmar a los mercados financieros. Pero poco es normal.
Existen tres razones para esta confusión. La primera es que de repente hemos ingresado en un nuevo mundo. Durante por lo menos los últimos 15 años, la estabilidad de precios y la estabilización de la producción habían sido prácticamente la misma cosa. No había nada natural en esta configuración, que los economistas Olivier Blanchard y Jordi Gali catalogaron de “divina coincidencia”. Más bien, resultó de una alineación particular de las fuerzas.
Como la competencia de una fuerza laboral de bajos salarios (consecuencia de la globalización) actuó como un freno poderoso sobre los aumentos de precios, la inflación estuvo controlada. Como el productor de energía marginal del mundo ya no era la OPEP, sino Estados Unidos (gracias a la revolución de la energía de esquisto), los precios del petróleo y del gas estaban bajos y la oferta parecía elástica. Y como el auge de los precios de las materias primas había terminado con la crisis financiera global, tampoco había presión inflacionaria de ese sector.
Todo eso terminó más o menos al mismo tiempo. La protección comercial de Estados Unidos y el desarrollo chino han debilitado el efecto deflacionario de la globalización. Un compromiso con el enverdecimiento del sistema energético ha reducido la inversión en combustibles fósiles, pero sin una inversión compensatoria conmensurable en renovables. Finalmente, la guerra en Ucrania ha provocado un mayor incremento de los costos de la energía y un alza repentina de los precios de los alimentos. Nadie sabe si estos cambios resultarán temporarios o permanentes. Si Estados Unidos, Europa y China entran en recesión a la vez, como ha pronosticado Kenneth Rogoff, la alta inflación de hoy de pronto amainará. Pero si éste no es el caso, tal vez persista.
La segunda razón para la confusión política de Europa es que el shock de los precios de la energía exacerba las diferencias económicas al interior de la eurozona. Las cosas ya serían complicadas aún si la eurozona fuera una zona económica homogénea con una única política fiscal. Pero la energía doméstica representa el 10% del índice de precios en Estonia, comparado con apenas el 4% en Portugal. Asimismo, la dependencia del gas natural (cuyo precio se ha cuadruplicado) es muy desigual entre los países.
Más allá de lo que puedan decir las autoridades, los estados miembro tienen una política energética común sólo en los papeles. Cada país tiene sus propias prioridades y el sistema energético de Europa, en verdad, está fragmentado. Es elocuente que España y Portugal anunciaran en marzo su retiro (temporario) de la red de electricidad de la UE.
Esta divergencia exige depender de medidas fiscales y de subsidios que ayuden a controlar los diferenciales de inflación y evitar que se acumulen las expectativas de inflación. En consecuencia, Estonia y Letonia, con su alta inflación, deberían depender agresivamente de palancas fiscales. Por el contrario, Francia y Portugal, donde la inflación es más baja, deberían mantener la cautela. Esto va en contra del manual de estrategia habitual, según el cual la tarea de controlar la inflación descansa en el banco central mientras que la política presupuestaria debería depender principalmente del alcance de los riesgos de sustentabilidad fiscal.
La tercera razón por la cual los responsables de las políticas europeos están desorientados tiene que ver específicamente con la guerra: las exportaciones de energía de Rusia representan un alto porcentaje de sus ingresos. Las medidas políticas introducidas por los gobiernos europeos para respaldar a los hogares, como subsidios y reducciones de impuestos, en verdad financian indirectamente el esfuerzo bélico del Kremlin. De modo que los responsables de las políticas deberían considerar un tercer objetivo más allá de respaldar los ingresos y controlar la inflación: el efecto de las decisiones domésticas en los ingresos de exportaciones rusos.
Como dije en un documento reciente que redactamos junto con Blanchard, esto se aplica especialmente al gas natural, porque el petróleo es una materia prima global. Los gobiernos deberían explorar maneras de aliviar la carga financiera de las compras de gas preservando al mismo tiempo los incentivos para reducir el consumo.
Todo esto sugiere un alejamiento radical de la prescripción de políticas estándar. La política fiscal debería ayudar a mitigar el desanclaje de las expectativas de inflación, los esfuerzos fiscales relativos deberían ser una función de la inflación relativa y los programas de apoyo de los gobiernos deberían estar diseñados de manera tal que eviten subsidiar la guerra de Rusia.
Para que se pueda implementar un conjunto de políticas de esta naturaleza en el entorno sumamente incierto de hoy, los gobiernos deberían confiar en que pueden asumir riesgos. Desde que el BCE lanzó el alivio cuantitativo en 2015, y aún más desde que inició el programa de compras de emergencia pandémica (PEPP por su sigla en inglés) en marzo de 2020, en respuesta al shock producido por el COVID-19, los gobiernos de la eurozona han estado protegidos por el control de facto por parte del banco central de los diferenciales de los bonos soberanos.
Es verdad, el BCE nunca se comprometió a una meta específica, pero dijo lo que hacía falta para convencer a los mercados de que las crisis motivadas por la especulación se podían evitar. Ahora que el BCE ha indicado que interrumpirá las compras de bonos netas, el interrogante es si los mercados se sentirán confiados de que, si las deudas se mantienen sustentables, los diferenciales de las tasas de interés estarán contenidos.
Desde 2008, la eurozona ha enfrentado una crisis financiera, una crisis de deuda soberana y una crisis de salud pública. Ahora, frente al alza de los precios de la energía, deberían prepararse para otra prueba: un shock de oferta adverso y profundamente asimétrico.
Jean Pisani-Ferry, a senior fellow at the Brussels-based think tank Bruegel and a senior non-resident fellow at the Peterson Institute for International Economics, holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute.