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El mapa de una Cuba posible

Un anuncio estatal en La Habana a favor del voto al sí al nuevo proyecto de constitucional, que se sometió a referendo el domingo 24 de febrero de 2019. Crédito Yamil Lage/Agence France-Presse — Getty Images
Un anuncio estatal en La Habana a favor del voto al sí al nuevo proyecto de constitucional, que se sometió a referendo el domingo 24 de febrero de 2019. Crédito Yamil Lage/Agence France-Presse — Getty Images

Luego de 43 años, un referendo constitucional ha vuelto a celebrarse en Cuba. Según los resultados preliminares de la Comisión Nacional Electoral, el 84,4 por ciento de los electores acudió a las urnas. El 86,85 por ciento votó a favor del nuevo documento y el 9 por ciento se opuso. Los votos en contra, las boletas en blanco, los votos nulos y quienes no votaron suman casi dos millones y medio de cubanos sobre más de nueve millones de votantes. Este nivel de disenso reconocido por el gobierno no tiene precedentes en el país.

En los ómnibus de La Habana el número de las rutas fue sustituido por carteles luminosos de “Yo voto sí”, un eslogan que igualmente podía leerse en los comprobantes de pago de las tiendas estatales o que aparecía en boca de algún deportista o artista medianamente famoso o reconocido a través de los medios de comunicación públicos. Si en el conteo de votos de las últimas horas hubo algún fraude directo a favor del sí, sería un fraude menos decisivo que el fraude constante del proselitismo ilegal de los últimos meses y este, a su vez, otro mal menor en comparación con el fraude incrustado en el corazón del sistema.

La burbuja totalitaria ha adoctrinado durante décadas a decenas de miles de cubanos, cuyo voto ha corrido siempre en dirección de la obediencia, convencidos de que cualquier cosa que piensen u opinen no tiene ningún tipo de incidencia sobre el presente o el porvenir de la nación. Lo que el gobierno no pudo prever cuando convocó al referendo —o quizá creyó un mal menor, y no lo ha sido— fue el debate sustancial que parece haberse dado entre las distintas fuerzas de la sociedad civil que han cuestionado o se han opuesto al proyecto constitucional.

La opción del no fue estigmatizada en la medida en que adquirió fuerza. Gerardo Hernández —espía preso en Miami en 1998 y devuelto al país en diciembre de 2014— acusó a los partidarios del no de ser “enemigos tradicionales de Cuba”, gente que ha “apoyado históricamente el bloqueo criminal, el terrorismo” y que ha “causado tanta muerte y tanto dolor en nuestro país”.

Esa virulencia es comprensible. No viene solo de la prepotencia, sino también del miedo. El sí, aunque mayoritario, es uniforme y monocromático, y nadie podría encontrar diferencias realmente significativas entre las convicciones de uno u otro votante que se haya adscrito a esta corriente. El no, en cambio, es beligerante y diverso, visiblemente rico en contradicciones, y muchos cubanos arribaron a esa conclusión por vías muy distintas entre sí.

Se trata de un espectro amplio que incluye figuras de la izquierda intelectual, artistas y prensa independiente, distintas generaciones del exilio y opositores políticos partidarios del embargo que prefirieron no votar y que, sin embargo, salieron a las calles un día antes de las elecciones y llamaron activamente al boicot.

Incluye artistas que protestan contra un decreto —el 349— que actualiza el ejercicio de la censura en espacios públicos y privados, grupos de minorías sexuales cuyos derechos legales más básicos siguen convenientemente pospuestos, empresarios cuya prosperidad económica muchas veces es vista como un delito penal, opositores políticos que por cualquier cosa terminan en la cárcel un día sí y otro también, evangelistas reaccionarios cuya ideología es también una expresión cabal de la pobreza material del país y voluntarios civiles que ofrecieron ayuda inmediata en los barrios de La Habana destruidos por el tornado de enero.

La coexistencia de esas formas de participación ciudadana, que han encontrado oxígeno fuera del cerco estatal, prefiguran las reglas del escenario democrático que más adelante Cuba debería permitirse.

La última vez que hubo un referendo constitucional en el país fue en 1976. En ese entonces participó el 98 por ciento del padrón electoral y la constitución socialista alcanzó el 97,7 por ciento de los votos. Aquel concilio comunista demolía formalmente el antiguo sistema burgués e institucionalizaba, entre vivas, la unanimidad, religión oficial de la revolución totalitaria.

Todo eso parece haberse resentido ahora como nunca antes. La nueva constitución mantiene intacto en su artículo 5 el papel del Partido Comunista como la única fuerza dirigente de la sociedad y el Estado, pero restaura en sus artículos 29 y 30 el reconocimiento de la propiedad privada. Se puede concluir entonces que la desmesurada campaña a favor del sí por parte del gobierno en los espacios públicos del país no buscaba tanto mantener lo que ya estaba, sino reinstaurar en el cuerpo legal nacional algo del viejo mundo suprimido.

Esta constitución recoge el espíritu ideológico del postcastrismo. Hay un interés genuino de una casta de funcionarios y herederos militares del régimen por disfrazar el creciente capitalismo de Estado bajo el ropaje retórico de los manuales socialistas. Hay una mayor inversión de empresas extranjeras en sectores como la hotelería y el turismo, pongamos, pero las libertades civiles y la autonomía individual siguen secuestradas por el autoritarismo político.

Siguiendo esa misma lógica de encubrimiento, el referendo del domingo ha sido un episodio de participación ciudadana vaciado de cualquier capacidad democrática. Hay un largo túnel de oscuridad y tergiversación entre el comienzo y el final del proceso constitucional; es decir, entre la consulta y el voto, las dos únicas instancias en las que la ciudadanía intervino de manera directa.

Se establecieron asambleas de discusión del proyecto constitucional, pero el gobierno cubano oyó lo que quiso y luego exigió que agradecieran que al menos había permitido hablar. Alrededor de nueve millones de personas participaron en los debates del anteproyecto de las que salieron casi diez mil propuestas. El 50,1 por ciento de estas fueron aceptadas por la Comisión Redactora y la Asamblea Nacional, quienes se encargaron luego de incluir en el documento definitivo los planteamientos que menos socavaban o que más fácilmente podían insertarse en la lógica del poder político.

Por ejemplo, se incorporó de nuevo la palabra “comunismo”, un añadido que tuvo casi seiscientas peticiones en las asambleas, pero se rechazó la elección del presidente por voto directo, una demanda propuesta más de 11.000 veces. El artículo 68 del anteproyecto, que reconocía el matrimonio igualitario y que levantó una ola de rechazos en la creciente comunidad evangélica cubana, fue reconvertido en un vago artículo 82 que no reconoce nada, a pesar de que una encuesta publicada tardíamente por la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI) señalaba que el 77 por ciento de la población entre 15 y 74 años creía que las personas homosexuales debían tener los mismos derechos legales que cualquiera.

Incluso dentro del pragmatismo totalitario de una elección previamente arreglada, estas diferencias marcadas entre gobierno y país nos permiten vislumbrar las formas imaginarias de la república futura. No es nada aún, pero podría serlo todo. Contrario a sus más férreos propósitos, el referendo puede haber trazado el mapa de un territorio posible por primera vez.

Carlos Manuel Álvarez es periodista y escritor. Es autor de La tribu, un conjunto de crónicas sobre la Cuba después de Fidel Castro. Su novela más reciente es Los caídos.

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