El maridaje más peligroso

El comienzo de esta historia se sitúa en 1945, cuando el general Juan Domingo Perón se encuentra con la enorme comunidad italiana en la Argentina y les confiesa: «Yo me propongo imitar a Mussolini en todo, menos en sus errores». El final acontece alrededor de 1975, cuando la guerrilla peronista, inspirada en la doctrina de su rancio caudillo y a la vez en la flamante revolución cubana, institucionaliza como metodología el crimen político y desata un baño de sangre. Es en medio de aquella gran tragedia, y de la meteórica transformación de jóvenes ultracatólicos en revolucionarios militaristas y sacrificiales, bruscamente inflamados por la lucha de clases y el culto a la muerte, que un lúcido testigo presencial sugiere para ellos una definición reveladora: 'Fascistas de izquierda'. En su clásico ensayo 'Montoneros: la soberbia armada', el brillante periodista Pablo Giussani añade de paso otro momento crucial: durante su confortable exilio franquista en Madrid, el viudo de Evita y vecino de Ava Gardner le dice a un célebre historiador que seguía subyugado por el experimento de Mussolini. Ese experimento se denominaba 'el socialismo nacional'. No confundir con el nacional socialismo, o sí: el orden de los factores no afecta el producto.

Aunque se negaba a cambiar Puerta de Hierro por La Habana, como le pedían sus nuevos acólitos (casi todos ellos eran renegados del Partido Comunista), Perón permitía que nacionalismo y marxismo –eternos rivales en el Viejo Continente– se mezclaran naturalmente en las venas de las nuevas generaciones latinoamericanas. En principio, porque era un oportunista y la 'hazaña' del Che Guevara estaba de moda, y en segundo lugar, porque esa mixtura recordaba los mismísimos orígenes del fascismo, donde aparecían grandes coincidencias entre fascistas y socialistas de diversa cepa, todos unidos en su amor por el Estado total y corporativo, y en su aversión congénita a la 'democracia burguesa'. Este singular matrimonio, que tiene una profusa genealogía en América Latina, no termina de ser reconocido ni comprendido cabalmente por Europa, que sigue atada a las viejas divisiones y categorías surgidas de las dos guerras mundiales y de la Guerra Civil española. Los enemigos irreconciliables de ellas se hicieron buenos amigos al otro lado del océano y especialmente en Cuba, como lo demuestra el profesor Loris Zanatta en su libro 'El último rey católico', donde revela que el régimen de Fidel Castro le debe mucho menos al marxismo leninismo que a la cultura jesuítica.

Castro era mucho más un nacionalista católico con tintes izquierdistas que un estalinista caribeño. Perón, como Vargas en Brasil y tantos otros caciques nacionalistas de la época, también se habría apagado si no fuera porque supo adaptarse con ambigüedad, astucias y peligrosos embustes al nuevo 'socialismo nacional', que alcanzó su paroxismo violento con la organización Montoneros y que es el antecedente más fiel del llamado 'socialismo del siglo XXI': el comandante Hugo Chávez siempre se sintió heredero de Fidel y de Perón. El nacionalismo y el marxismo unidos explican otras formas de la izquierda latinoamericana y, sin ir más lejos, define a la perfección el núcleo duro del kirchnerismo en la Argentina y el siniestro régimen de los Ortega en Nicaragua.

Cuando se mezclan esas dos bebidas, solo presuntamente incompatibles, se te suben a la cabeza, te marean y suelen tornarse muy riesgosas para la salud y la estabilidad de la democracia. Un ideólogo del nacionalismo de izquierda –Ernesto Laclau– hizo mucho por propiciar ese maridaje, y a su influencia se debe en parte que distintas facciones rompieran con la centroizquierda europea, se consideraran orgullosamente populistas, reivindicaran los regímenes bolivarianos y adoraran a Eva Perón como 'una revolucionaria de las mujeres', aunque fue justamente ella quien alguna vez escribió: «¿El mejor movimiento feminista no será tal vez entonces el que se entregue por amor a la causa y a la doctrina de un hombre?». Al contrario del modo en que los escritores marxistas la retrataron, Evita era una servidora acrítica de su amo, el General, y también una reina de la dádiva, una notable intolerante y una machista de corazón. Lo cierto es que crece el culto a Eva en la frívola progresía europea: recordemos que la prosperidad también puede aturdir.

Algunos denominan a todo este vasto y novedoso fenómeno como el 'europeronismo'. Entonces no solo Vladímir Putin, a través de su filósofo de cabecera, Aleksandr Dugin, y el Papa Francisco, cuya escuela política fue Guardia de Hierro (organización de la derecha peronista) tienen influencias de quien pretendía llevar a cabo el experimento de Mussolini «aunque sin sus errores». También gracias a esta ensaladilla ideológica, los militantes de Mélenchon en Francia y de Podemos en España muestran sus simpatías por el enemigo más perdurable de la 'democracia liberal'. El nacionalismo, en tiempos de globalización, no solo es un insumo tóxico para las izquierdas; también lo es para la Nueva Derecha, que se reconoce a sí misma como 'patriótica', para no decirse simplemente 'proteccionista' y contraria al 'cosmopolitismo dirigido', como Trump planteó a su hora en el territorio real de la política. Todos están ansiosos por responder de manera 'soberana' y 'emancipatoria' al 'orden mundial', y por jubilar lo antes posible el centro y la democracia representativa: qué homenaje a Perón.

Pero volviendo específicamente a ese híbrido llamado 'socialismo nacional' digamos que provoca distintas secuelas: la más profunda es que marxismo y nacionalismo unidos buscan siempre la división entre probos y réprobos –pueblo y antipueblo–, agitan para ello conflictos regionales, sociales y familiares; buscan crear un régimen y una hegemonía y, en su forma terminal o maximalista, pretenden imponer por la fuerza las ideas de la 'patria'. Porque en los portadores sanos de esta extraña enfermedad se notan latencias autoritarias, pero en los pacientes más graves aparecen directamente rasgos de totalitarismo. Deben tener mucho cuidado los socialdemócratas de no dejarse seducir por este relato, que desnaturaliza su esencia y que, al menos en América Latina, ha formado a auténticos 'fascistas de izquierda'.

Jorge Fernández Díaz es escritor.

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