El mariscal Al Sisi se enroca en Egipto

A pesar de una evidente caída de su cuota de popularidad, el presidente Abdelfatá Al Sisi detenta aún un férreo control sobre Egipto y sus instituciones. Tanto el duro programa de ajuste económico aplicado por el Gobierno como los cíclicos zarpazos de los grupos yihadistas han suscitado un amplio malestar entre los egipcios. En lugar de ofrecer concesiones a la oposición, la respuesta del régimen ha sido intensificar la represión de toda forma visible de disidencia para evitar cualquier conato de protesta en las calles. La preparación de las elecciones presidenciales, cuya primera vuelta se desarrollará entre el 26 y 28 de marzo y en las que Al Sisi buscará la reelección, ha puesto de manifiesto el endurecimiento de la dictadura. Mientras cuatro años antes las autoridades permitieron la candidatura de Hamdin Sabahi, un conocido político opositor, en esta ocasión han encarcelado o disuadido de sus ambiciones presidenciales a todos aquellos candidatos de cierta talla política a través del acoso. Habida cuenta del apoyo internacional del que goza y de la aparente fidelidad del aparato estatal, no se vislumbra un final a la “era Al Sisi”.

Represión política y farsa electoral

Aunque el mariscal Al Sisi no declaró su intención de presentarse a la reelección hasta el último momento, pocos observadores políticos dudaban de que lo acabaría haciendo, y de que renovará fácilmente su mandato presidencial. En una dictadura las elecciones nunca son libres, ni democráticas, ni transparentes. La oposición era consciente de ello, pero también de que la celebración de los comicios, con la consiguiente atención que suelen despertar en la prensa internacional, representaba una oportunidad de hacerse oír. E intento no desaprovecharla. A diferencia de 2014, cuando Al Sisi se hallaba aún cerca de la cima de su popularidad y tan solo un candidato osó saltar al ruedo electoral, este año varios políticos opositores anunciaron sus aspiraciones presidenciales.

El régimen podría haber aprovechado la existencia de diversas candidaturas para ofrecer al mundo una falsa imagen de pluralismo político. No obstante, temía que las críticas de los candidatos opositores durante la campaña desnudaran las mentiras de la propaganda oficial. En la campaña anterior, Al Sisi apeló al espíritu de sacrificio de la ciudadanía durante los dos años siguientes, el periodo que, en teoría, necesitaría para sacar al país de la crisis económica. Sin embargo, cuatro años después, la situación de las clases media y baja es aún más precaria. Ahora bien, ningún periodista de un medio egipcio de masas explicará estas realidades. Los cuerpos de seguridad e inteligencia no solo controlan a la prensa, sino que en los últimos años incluso han adquirido de forma indirecta algunos influyentes medios de comunicación (1) .

La única forma de evitar que la oposición dispusiera de una plataforma con la que hacer llegar sus mensajes y críticas al gran público era impedir que presentara candidatura alguna. El ácido abogado Jaled Alí, conocido por haber liderado la batalla legal contra la impopular cesión de dos islas del Mar Rojo a Arabia Saudí, fue el primero en anunciar sus ambiciones presidenciales. Poco después, fue procesado y condenado a tres meses de cárcel en un extraño proceso por haber realizado un gesto obsceno a la salida de un juzgado, algo que siempre ha negado. Por su parte, el político liberal Anwar Sadat, sobrino del expresidente con el mismo nombre asesinado en 1981, retiró su candidatura ante los arrestos y amenazas que habían padecido varios miembros de su campaña. El régimen incluso encarceló a Ahmed Konsowa, un desconocido coronel con improbables sueños presidenciales.

Más peligroso era el desafío que representaban Ahmed Shafiq y Sami Anan, ambos militares de alto rango retirados. A diferencia del resto de hipotéticos adversarios, sus proyectos políticos apelaban a los mismos sectores conservadores de la sociedad y el “establishment” sobre los que se apoya Al Sisi. Es decir, con el tiempo, se podían convertir en una alternativa al mariscal si su popularidad continúa desplomándose. Shafiq, último primer ministro de Mubarak y perdedor por escaso margen contra Mohamed Morsi en las presidenciales de 2012, fue deportado de Emiratos Árabes en diciembre, poco después de anunciar su candidatura. Tras varias semanas bajo una especie de arresto domiciliario sin cargos en un lujoso hotel de El Cairo, hizo pública su renuncia.

Según fuentes castrenses, Sami Anan, Jefe del Estado Mayor entre 2005 y 2012, también recibió presiones del régimen para que desistiera de sus ambiciones presidenciales. Sin embargo, se mantuvo firme, y terminó siendo arrestado a finales de enero. La candidatura de un peso pesado como Anan, número dos de la Junta Militar que pilotó el inicio de la transición tras la caída de Mubarak, podría haber abierto la primera grieta relevante en el estamento militar, que ha mostrado un apoyo granítico a Al Sisi desde el golpe del 2013. ¿Cometió Anan un tremendo error de cálculo, o bajo una fachada de conformidad, existe en el seno del Ejército sectores contrarios a Al Sisi? Imposible de saber qué se cuece en una institución tan opaca. En todo caso, el veterano general aún constituye un dilema para el régimen, que deberá escoger entre hacer de él un ejemplo con un severo castigo, arriesgándose a alienar a sus seguidores en las Fuerzas Armadas, o bien mostrar clemencia, y perder capacidad de disuasión.

La represión no se ha limitado a los candidatos presidenciales, y amenaza de extenderse a aquellos pequeños partidos o líderes opositores que habían gozado de un cierto margen de maniobra política en forma de libertad de expresión, como el islamista moderado Abdel Moneim Abulfutuh. Después de haber firmado junto a otras personalidades un manifiesto llamando a la ciudadanía a boicotear los comicios, Abulfutuh fue detenido en febrero por “mantener contactos con los Hermanos Musulmanes”, movimiento del que se desvinculó siete años antes. La Hermandad, calificada de “grupo terrorista” por las autoridades, era el único verdadero partido político de masas en Egipto, por lo que fue el primer blanco de la represión post-golpe. Habrá que esperar algunos meses para saber si esta oleada de detenciones significa que las líneas rojas se han movido, o si simplemente se trata de unas medidas temporales, vinculadas a la elevación del tono crítico de la oposición durante el periodo pre-electoral.

Sea como fuere, estos más de cuatro años de trayectoria del régimen sugieren que la conclusión que extrajo el “Estado profundo” de la caída de Hosni Mubarak es diametralmente opuesta a la de la mayoría de periodistas y académicos occidentales. Mientras éstos últimos asumieron que Egipto ya no se podía gobernar en el siglo XXI a través de una dictadura, el “establishment” militar y securitario dedujo que el problema fue el contrario: haber permitido un margen de libertad demasiado amplio. Aún con sus líneas rojas, las críticas de la oposición tolerada, de algunos medios de comunicación y de la sociedad civil habrían erosionado la legitimidad del sistema, abonando el terreno para la revuelta. Actualmente, se impone una política de “tolerancia cero” hacia la disidencia.

En una sorpresa de última minuto, el presidente del pequeño partido Gad, Musa Mustafá Musa, presentó los requerimientos necesarios a la Junta Electoral para convertirse en el único adversario de Al Sisi en los comicios. No obstante, su candidatura resulta poco creíble, y hay un consenso entre la prensa internacional en considerarlo un aspirante de “paja” colocado por el propio régimen para dar una imagen de pluralismo. Y es que no solo el partido de Musa forma parte de la mayoría pro-gubernamental, sino que dos semanas antes de lanzar su campaña, en su página de Facebook había colgada una fotografía de apoyo a la reelección del presidente. Según el diario electrónico Madamasr, uno de los pocos independientes no clausurados, la presencia de un contendiente fue una petición tardía de la administración Trump, lo que explicaría una actuación más bien chapucera.

La herida abierta del Sinaí

El Ejército egipcio lanzó el pasado 9 de febrero su mayor ofensiva antiterrorista en la península del Sinaí, base de una tenaz insurgencia yihadista liderada por Wilaya Sina, la filial local del autodenominado Estado Islámico. Tras 40 días de operaciones, y según la versión de las propias Fuerzas Armadas, la “Operación integral Sinaí 2018”, el balance es de 157 presuntos militantes muertos, más de 3.000 personas arrestadas (aunque muchas de ellas fueron puestas luego en libertad), y decenas de escondites destruidos. Para el Ejército, el coste en vidas humanas se cifra en 22 soldados muertos. Habida cuenta de que la zona se halla sellada a periodistas e investigadores, es imposible verificar los datos. Los medios oficialistas utilizaron un tono triunfalista a la hora de valorar la ofensiva, en la que participaron fuerzas terrestres y aéreas. Esta no es primera vez que el entorno del Gobierno presume de haber asestado un golpe definitivo a las milicias yihadistas, pero hasta la fecha no ha sido capaz de neutralizar los grupos yihadistas del Sinaí.

La amenaza terrorista es un arma de doble filo para el régimen. Por un lado, le permite recabar el apoyo de las potencias occidentales y, a nivel interno, justificar la aprobación de medidas restrictivas de las libertades, que luego aplica contra todos sus adversarios, violentos o no. Por ejemplo, el mariscal Al Sisi decretó el estado de emergencia en abril del 2017 al rebufo de un doble atentado suicida contra dos iglesias ortodoxas coptas durante la celebración de Pascua, y todavía no lo ha levantado. Pero por otro lado, cada atentado terrorista de envergadura pone de manifiesto su incapacidad de cumplir las promesas que hizo a la ciudadanía de devolver la seguridad al país cuando accedió al poder. Fue muy significativo que horas después de algunos de los atentados más brutales contra la comunidad copta, convertida el último año en blanco prioritario del Estado Islámico, decenas de coptos se reunieran en el lugar de los hechos y corearan eslóganes antigubernamentales. Los cristianos egipcios fueron uno de los grupos sociales que apoyó de forma más decidida el ascenso de Al Sisi, pero muchos se consideran actualmente desprotegidos por el Estado.

Los sangrientos atentados yihadistas han ocultado el éxito de las fuerzas de seguridad en sus esfuerzos por desarticular buena parte de los grupos armados que operan fuera del Norte del Sinaí, y sobre todo en el área metropolitana de El Cairo. La mayoría son de inspiración islamista, pero no yihadistas, como Liwa al-Thawra o Hassm, y se reclaman defensores de los ideales de la Revolución de 2011. De acuerdo con los datos recopilados por el think tank TIMEP (2), mientras los ataques registrados en la franja norte del Sinaí representaban cerca de un 40% del total en el año 2015, ascendieron a más del 80% en 2016. En 2017, el porcentaje fue de casi el 90%. Ahora bien, es necesario tomar estos datos con cierta cautela, pues podría haber una relación de vasos comunicantes entre los diversos grupos armados. Además del acoso policial, que parece haber incluido el uso de asesinatos extrajudiciales (3), los golpes espectaculares de la insurgencia en el Sinaí probablemente han atraído a decenas de jóvenes radicalizados del resto del país, privando a otras organizaciones de nuevos reclutas con los que reemplazar a los milicianos arrestados o muertos.

En todo caso, la fortaleza y resistencia de la insurgencia en el Sinaí, y sobre todo del Estado Islámico es notable. Aunque es cierto que en los últimos años se ha reducido el número de sus atentados, la tendencia no es la misma con la cifra de sus víctimas mortales, pues acciones han sido más mortíferas y no se han limitado su base de operaciones en la Península. Además de las tres masacres contra objetivos cristianos que reivindicó el año pasado, en diciembre cometió el ataque más sanguinario en la historia contemporánea del país norteafricano: más de 300 personas murieron en el asalto a una mezquita sufí de al-Rawda, en el Sinaí. Precisamente, fue en respuesta a ese atentado que Al Sisi dio un plazo de tres meses a la cúpula militar para lanzar una ofensiva en la zona, que tomó cuerpo con la Operación Integral Sinaí 2018.

Habrá que esperar diversos meses para comprobar hasta qué punto la ofensiva ha minado la capacidad operativa de Wilaya Sina. Las anteriores operaciones “Águila” y “Derechos de los mártires”, así como sus diversas secuelas, no fueron capaces de asestar un golpe decisivo a la organización, si bien es cierto que fueron de menor envergadura que esta última. Además, el Ejército egipcio podría haber contado esta vez con una mejor información de inteligencia a causa del horror que causó la masacre de al-Rawda entre la población local, y de su creciente colaboración con Israel. Según un reportaje de The New York Times, existe una cooperación secreta entre las Fuerzas Armadas de ambos países que ha permitido a Israel llevar a cabo más de un centenar de bombardeos con drones contra posiciones yihadistas durante los últimos dos años.

Los expertos en seguridad insisten en que la solución al desafío que plantea la insurgencia en la estratégica Península, nexo de unión entre África y Asia, no puede ser solo securitaria. Es necesario un plan integral de desarrollo de la región, cuyos habitantes se consideran discriminados por el Estado desde hace décadas. Gracias a la existencia de estos agravios, los grupos yihadistas han mostrado una notable capacidad de regeneración tras cada ofensiva militar. La política de tierra quemada del Gobierno, que se ha traducido en numerosas violaciones de derechos humanos, ha estimulado el alistamiento de centenares jóvenes beduinos de la zona, a los que se han sumado islamistas radicalizados venidos de otras partes del país y milicianos extranjeros.

Ahora bien, ni tan siquiera el éxito en la lucha contrainsurgente en el Sinaí acabaría probablemente con el terrorismo en Egipto. Al Qaeda ha dado algunas señales de vida en el Desierto Occidental, y podría ser el principal beneficiado de la caída de Wilaya Sina. Al ilegalizar y reprimir con gran violencia a los Hermanos Musulmanes y grupos afines, el mariscal Al Sisi declaró la guerra a la ideología que profesa al menos un 30% de la población egipcia. Por esa razón, las fuerzas de seguridad pueden debilitar la amenaza terrorista, pero difícilmente erradicarla por completo. Los grupos armados gozan de un amplio caladero en el que pescar.

Un duro ajuste estructural

En la historia económica reciente de Egipto, una fecha está bien marcada en el calendario: el 3 de noviembre de 2016. Aquel día, el Gobierno de Egipto decidió dejar de sostener el valor de la libra egipcia y permitir su flotación. En menos de una semana, se había depreciado más de un 50% con el dólar y el euro. Acompañada de otras medidas, ese fue el inicio de un duro ajuste estructural pactado con el Fondo Monetario Internacional (FMI) a cambio de un crédito de más de 12.000 millones de dólares que agudizaría de forma considerable la precariedad de millones de familias. Como declaró el académico Amr Hamzawy en una entrevista en el diario El País: “Nunca en Egipto tanta gente había sufrido tanto para llegar a final de mes”.

La súbita decisión vino provocada sobre todo por una caída sustancial de las reservas de divisas desde 2011 que amenazaba con provocar una devaluación más brutal y desordenada, así como la toma de conciencia de que el mantenimiento de déficits anuales de alrededor de 10% del PIB era insostenible. Después del golpe de Estado, varias petromonarquías del Golfo Pérsico con Arabia Saudí a la cabeza mantuvieron a flote la economía egipcia con el objetivo de consolidar el nuevo régimen egipcio, a quien les unía contar con un mismo enemigo: los Hermanos Musulmanes. Se calcula que, entre mediados de 2013 y 2016, Egipto recibió más de 20.000 millones dólares en ayudas. No obstante, el desplome de los precios del petróleo puso un límite a la generosidad del Golfo y obligó el Ejecutivo a cambiar de rumbo.

Para la población, la principal consecuencia del ajuste, que ha incluido un recorte a los subsidios a la energía y un aumento de los impuestos indirectos, ha sido que se ha disparado la inflación. En 2017, los precios crecieron por encima del 30%, afectando a la entera sociedad egipcia, pero sobre todo a las clases media y baja en un país que ya tenía antes más de un 40% viviendo con menos de dos dólares al día. Esta situación provocó algunas protestas sociales, sobre todo en el mes de marzo del año pasado debido a algunas disfunciones en el sistema de subsidios del pan. No obstante, las autoridades reaccionaron con rapidez para solucionar el problema, y no hubo una escalada. En todo caso, el desasosiego es amplio.

A nivel macroeconómico, desde el 2015, el país ha conseguido registrar un crecimiento alrededor de un 4% del PIB, pero las estimaciones del FMI apuntan a que podría acercarse al 6% en 2020. En cambio, la mejora en cuanto a las reservas de divisas es más evidente gracias a un aumento de la inversión extranjera. Actualmente, ascienden a más de 36.000 millones de dólares, prácticamente el doble que a finales de 2016. Igualmente, la bolsa se muestra pujante y reina el optimismo entre los inversores. No obstante, evolución de la tasa de paro oficial no es tan halagüeña, pues solo se ha reducido en poco más de punto en el último año y medio hasta el 11,3%. Varios indicadores sugieren que la recuperación económica está beneficiando solo a las clases acomodadas, y que la desigualdad se dispara en un país donde la brecha entre ricos y pobres ya era enorme antes del programa de ajuste.

Recientemente, el Gobierno ha anunciado a bombo y platillo la inauguración de la extracción de gas natural en el yacimiento de Zohr, considerado uno de los mayores del Mediterráneo. Su expectativa es que, en un corto plazo de tiempo, el país será autosuficiente en el consumo recurso natural, lo que reduciría de forma notable la factura energética para las arcas públicas. Los cálculos erróneos en las previsiones de los beneficios de otros “grandes proyectos nacionales”, como la ampliación del Canal de Suez, aconsejan cierta prudencia. De momento, la política de desarrollo basada en proyectos faraónicos no ha conseguido generar un desarrollo inclusivo que beneficie a las clases humildes. De ahí que algunos economistas argumenten que es necesario un cambio en el modelo de desarrollo que favorezca a aquellas industrias que requieren una mano de obra abundante, y que el Estado aplique políticas de redistribución de la riqueza.

Contexto internacional

Las potencias occidentales han otorgado al régimen carta blanca para reprimir con dureza a la disidencia, pues sus líderes evitan cualquier tipo de censura pública a El Cairo. Por ejemplo, el pasado mes de octubre, el presidente francés Emmanuel Macron, desde El Elíseo y flanqueado por Al Sisi, afirmó que Francia no pretendía “dar lecciones” de democracia o derechos humanos a Egipto. No obstante, sí hubo un periodo, justo después del golpe de Estado, en el que las nuevas autoridades fueron tratadas con frialdad por la comunidad internacional. A partir de 2015, se impuso la “realpolitik”, y el mariscal Al Sisi ya fue recibido con honores en las capitales de todos los grandes países europeos, al igual que sucedía con Hosni Mubarak.

El único que se resistió a extender la alfombra roja al nuevo faraón fue Barack Obama. Pero las relaciones entre Washington y El Cairo dieron un giro con la elección de Donald Trump, cuya feroz retórica antiterrorista, y a menudo también antiislamista, le sitúa en la misma línea que el presidente egipcio. Su ascenso al poder no podía llegar en mejor momento para Al Sisi, pues le apuntaló justo en el momento en el que su popularidad se empezaba a desplomar. Trump no sólo le invitó a la Casa Blanca, sino que le ha dedicado repetidos elogios. Por esta razón, resultó toda una sorpresa que el Gobierno estadounidense anunciara el verano pasado que recortaría la ayuda a El Cairo en 90 millones de euros y congelaría otros 175 condicionados a una mejora del respeto a los derechos humanos en el país. Más que un bofetón a su aliado, la medida se trataba más bien un guiño al Congreso, siempre más preocupado por consideraciones relativas a la promoción de la democracia. Asimismo, varios analistas sugirieron que la verdadera razón, no admitida públicamente, era presionar a El Cairo para que cortara sus relaciones con Corea del Norte.

Durante todos estos años, el asunto que podría haber causado un mayor daño a la imagen y relaciones exteriores de Egipto fue la tortura y asesinato del doctorando italiano Giulio Regeni en febrero del 2016. Más de dos años después, apenas se conoce algún detalle concreto de aquel atroz y misterioso suceso, pero todos los indicios apuntan a que su autoría corresponde a las fuerzas de seguridad egipcias. El asunto soliviantó a la opinión pública italiana, obligando al Gobierno italiano a retirar a su embajador en El Cairo. Sin embargo, la solidaridad del resto de gobiernos de la Unión Europea fue muy limitada, por no decir nula. En otoño de 2017 y presionada por poderosos intereses empresariales, Roma decidió pasar página y envió un nuevo embajador a El Cairo. Así pues, a falta de alguna revelación incriminatoria, parece que la crisis ha sido desactivada sin apenas perjuicios para el régimen.

La centralidad de la lucha antiterrorista en el debate público de las democracias occidentales, que a veces ralla la obsesión, ayuda a explicar la ausencia de presiones sobre las autoridades egipcias, vistas como un baluarte frente a la amenaza yihadista. Pero esta no es la única razón del apoyo occidental. El otro gran miedo de las opiniones públicas europeas, una llegada masiva migrantes procedentes de países musulmanes, también juega a favor del régimen. La posibilidad de un colapso del Estado en Egipto, un país mediterráneo con cerca de 100 millones de habitantes de los que de un 40% vive con menos de dos dólares al día, genera escalofríos en las cancillerías occidentales. Así las cosas, el régimen siente que goza de una completa impunidad.

Perspectivas de futuro

La intensificación de la represión durante los últimos meses ha suscitado dos interpretaciones por parte de los analistas. La primera sostiene que constituye una muestra de pánico por parte de un régimen que ve cómo su respaldo popular cotiza a la baja, y teme el estallido de una nueva revuelta. La segunda defiende todo lo contrario: el régimen pretende visualizar que posee un control absoluto del país, desmintiendo la existencia de disensiones en su seno, y a la vez infundir un estado de terror y de desazón entre la oposición. Quizás, ambas tengan parte de razón.

De lo que no hay duda es de que a la “era Al Sisi” le queda cuerda para rato. El presidente se ha enrocado detrás del Ejército, y ha equiparado cualquier crítica a su régimen con una censura al estamento militar, el actor más poderoso del país y que ha gozado tradicionalmente de una alta estima por parte de la población. La Constitución de 2014 establece un límite de dos mandatos a la presidencia, pero ya antes de las elecciones los medios oficialistas empezaron a promocionar la idea de una enmienda para retirar el artículo en cuestión, el último obstáculo que separa al mariscal de una dictadura vitalicia. Es posible que el descabezamiento de la oposición tenga como objetivo no confesado debilitarla para que impedir que organice una campaña robusta contra la reforma constitucional. Y es que los millones de egipcios que salieron a las calles para forzar la caída de los Hermanos Musulmanes en 2013 no pretendían instaurar un nuevo dictador. Tampoco ese era el programa declarado de Al Sisi, que entonces prometió a la ciudadanía volver a situar al país en la senda de la transición democrática de la que se habría desviado el presidente islamista Mohamed Morsi.

A corto o medio plazo, la estrategia de la asfixia de todo espacio de oposición o crítica puede funcionar. Los miles jóvenes que lideraron la Revolución de 2011 se hallan deprimidos y desmovilizados, y probablemente no atesoren las energías suficientes para volver a rebelarse. Ahora bien, si el régimen no ofrece a las nuevas generaciones una vida digna, tarde o temprano volverán los aires de revuelta. Un lugar común entre muchos politólogos es condicionar la viabilidad del nuevo orden autocrático a su éxito económico. Ahora bien, con un crecimiento demográfico desbocado, un Estado corrupto e ineficiente, y unas élites egoístas sin ningún interés en compartir su riqueza con el resto, se hace difícil imaginar cómo la prosperidad puede alcanzar a la mayoría de la población. En consecuencia, el escenario de futuro más previsible es el de una falsa estabilidad, mantenida a base de una brutal violencia estatal.

Ricard González, politólogo y periodista

Notas:

(1) https://rsf.org/en/news/egyptian-intelligence-services-extend-control-over-media

(2) https://timep.org/esw/reports-briefs/quarterly-report-2017-q1/

(3) http://www.bbc.com/news/av/world-middle-east-35610351/human-rights-groups-warn-of-extrajudicial-killings-in-egypt

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