El marketing de lo trans

Ayer hablé con un amigo que está en tránsito. Sentí en Antonio, ahora Pilar, lo mismo de siempre. Un parecido humor amargo, similar sufrimiento y hasta un parecido timbre de voz, aunque afinado "en femenino" por la ingestión de hormonas.

Si todo va bien, Pilar será pronto el ser humano de siempre, con semejantes dudas, parecida angustia y similar humor, entre jovial y negro. Algún día morirá, como todos nosotros. Es un deber moral amar su eternidad mortal, su modo de ser, su manera manantial.

Al margen de la piedad obligada hacia todos los seres que sufren, es difícil no vincular la mercadotecnia del nuevo cuerpo trans con nuestra vocación contemporánea de liquidar todo lo que sea referencia natural o herencia natal.

Se dijo ya hace tiempo que la nuestra es una cultura del tránsito y el desarraigo, del aplazamiento perpetuo y la deconstrucción. Le ha llegado el turno al propio cuerpo. ¿Estamos ante un trasunto secular del peregrinaje cristiano por este valle, aunque hoy no sea de lágrimas, sino de sonrisas enlatadas? Ahora aplicado al cuerpo, primer templo de una tierra antigua que odiamos.

Para la generación que defendió a los homosexuales ridiculizados en la mili de Francisco Franco puede hoy importar un comino la orientación sexual de cada quien. Si a uno le gustan las mujeres, los hombres o cualquier otra cosa, es asunto suyo y algunos no necesitamos que nos lo cuenten.

Esta manía actual de que el prójimo se pase el día saliendo del armario y publicitando después sus opciones sexuales elegidas no deja de ser otra pesada versión del puritanismo norteño que nos ha penetrado sin vaselina. Antes estaba mal vista la confesión indiscriminada de tus miserias íntimas. Ahora es obligada.

Pero seguimos en el mismo proceso inquisitorial que no puede dejar en paz al cuerpo. Hasta Santo Tomás se asombraría de nuestro delirio político con lo impolítico de los cuerpos.

En cierto modo, el revuelo provocado por lo trans se inscribe en nuestro culto a lo minoritario. Un regodeo en la rareza con el cual podemos acusar a cualquier otra cultura de despótica, insensible, homofóbica o negacionista.

Además de alimentar el supremacismo de Occidente, esta "trampa de la diversidad" (el término es de Daniel Bernabé) tiene entre nosotros el fin de atomizar a la comunidad humana con toda clase de polémicas secundarias.

Al margen de esta insólita presión estatal, todos sufrimos y siempre hemos sufrido. Todos estamos atravesados por un involuntario proceso de tránsito que dura la vida entera y al que le costará mucho ser reconocido.

Esta histeria de la visibilidad y el empoderamiento, siempre grupales, es también muy puritana, pues parte de la base de que puede haber una sociedad que descienda por fin a la vida y la salve del trauma de sus contingencias individuales.

Creer en una sociedad que sea transparente, providencial y no represiva es el ideal del despotismo democrático, de nuestro estatismo continuo. Hemos cambiado un dios por otro, no menos omnipresente.

No obstante, a diferencia de la antigua religión, estamos ante una ilusión muy elitista, pues convierte la exquisitez de las rarezas metropolitanas en nueva norma para la humanidad de las afueras. Esa inmensa y fea mayoría que, luchando por vivir, nunca entiende de qué hablan las vanguardias urbanas.

Aunque esto no importa, pues lo que interesa al sistema es que haya una norma (antes hetero, ahora homo, trans y queer) que nos desarraigue. Que descienda a los intersticios vitales y acabe con la antigua autonomía.

No es tan extraño que esta fascinación elitista por lo minoritario constituya un caudal de votos para una extrema derecha que se presenta como populista. Incluso cercana a los restos de una clase obrera cuya preocupación no es la felicidad, sino vivir.

"No es sólo la desaparición de la clase obrera lo que amenaza en este capitalismo alternativo. Es la desaparición de lo común a la especie"

En realidad, fuera de las comedias estadounidenses nadie ha demostrado que la felicidad sea obligatoria. Nadie ha demostrado siquiera que sea posible. Tal vez lo máximo a lo que podemos aspirar es a cierto temple de ánimo ante la dureza de existir.

No es sólo la desaparición de la clase obrera lo que amenaza en este capitalismo alternativo. Es la desaparición virtual de lo común a la especie. También, la ocultación del maltrato mayoritario del que somos objeto.

Dios nos libre de estar en contra de ningún trans, de ningún ser que sufre o de ninguna minoría discriminada. Lo que incomoda es esta dimensión urgente y mundial de lo minoritario, que no deja de ser sospechosa de un genial ardid político. La sensibilidad extrema hacia las minorías, por exiguas y raras que sean, es una cortina de humo para tapar el desprecio mayoritario y correcto, sin sangre a la vista, del que todos somos víctimas por parte del sistema.

A mayor perversidad en el maltrato popular, como ocurre en los Estados Unidos, más corrección formal y lingüística en las élites.

Es tal el desprecio al que se somete a unos pueblos exprimidos económica, social y simbólicamente, que hemos encontrado en lo minoritario, desde la corrección en el lenguaje hasta el cuidado de la imagen y los animalitos, la disculpa perfecta para que sea invisible nuestro modo polimorfo de odio. Una indiferencia democrática a la verdad de la cual algunos populismos llevan tiempo sacando partido.

Vayamos a la disforia de género. Este célebre sentirse-a-disgusto con el propio cuerpo, con la biología heredada y con el sexo en el que se ha nacido.

Recordemos primero que el cuerpo sólo es un signo de todo lo que no hemos elegido. El cuerpo nunca le pedirá permiso a la conciencia, a la autopercepción. Tener un cuerpo no es poseer un instrumento, sino un continente de influencias que hemos de escuchar y en el que con frecuencia (aunque seamos blancos, varones y heterosexuales) nos sentiremos extraños.

¿Disociados del cuerpo? Claro. De algún modo, nos ocurre a todos, aunque seamos deportistas de élite. Tener cuerpo, y no precisamente glorioso, implica no estar jamás plenamente de acuerdo con él. El cuerpo es una prisión para el alma, pero también el alma es una prisión para el cuerpo.

Además, cada vez que nos intentamos emancipar del cuerpo heredado, del alma heredada, caemos en manos de otra prisión todavía peor: la opinión pública y el mercado social, que nos promete una solución final al tormento de vivir. Nunca en tarifa plana, dicho sea de paso.

Como se suele decir, cuando la oferta es gratuita es que el precio eres tú. Un material humano que el capitalismo financiero ha convertido en la primera mercancía.

Reasignación de género. ¿Decidida por quién, si el joven está hundido? En ausencia de inconsciente, de ecos del deseo, ni siquiera de tiempo para pensar, las modas se convierten en dios. Y a la carrera. De algún modo tortuoso, nadie nace en un cuerpo equivocado. Y no hace falta leer a Friedrich Nietzsche para saber esto.

Si desde siempre soy bajito, mi inconsciente y mi conciencia están configurados por esa estatura. Igual que el tono de mi voz y el color de mis ojos, que no he elegido, esculpen mi espíritu. La anatomía es un destino que hay que descifrar a lo largo de un análisis interminable. En realidad muy antiguas, todas las intervenciones en el cuerpo, del peinado al maquillaje y los tatuajes, tienen la función de revelar, de encontrar el sentido real que late en una fisionomía.

Lo otro, entender las elecciones estéticas sobre el cuerpo como una forma de transformarlo con la ayuda de una élite de expertos, es el invento de un totalitarismo ilustrado que no soporta lo dado y natal, el difícil imperativo anímico de "llegar a ser lo que ya eres".

Si la anatomía es una tarea interminable, esto significa que siempre hay que estar atento a ella, sudando en su laberinto. El cuerpo no se parece a un avatar manejable. A algo que se pueda escoger y manejar a voluntad.

Los casos patéticos de tantos ídolos de culto (no solo Michael Jackson) que se sometieron a un tratamiento corporal multimillonario para acabar convertidos en muñecos atormentados, que ya ni pueden morir dignamente, deberían advertirnos de adónde lleva esta fiebre contemporánea por elegir un cuerpo.

Ilusión que no está lejos, digámoslo de paso, del sueño de una selección nacionalsocialista que no nació precisamente en el extrarradio. El cuerpo, como el alma, es precisamente lo que no se elige. Igual que no se elige haber nacido. Ahí estriba el riesgo y la grandeza de ser humano, atendiendo a la parte de noche que nos toca.

Nadie se corresponde con su biología, pues lo heredado es siempre un dédalo complejo, plagado de minotauros. Tampoco el pasado está escrito, sino que se reescribe conforme vivimos.

Así pues, no deja de ser una extensión del desarraigo capitalista, personalizado y extendido milimétricamente a la masa corporal, este imperativo actual de intervenir en los órganos para clonarlos en no se sabe qué recipiente adaptado a la voluntad consciente y su narcisista autopercepción.

Adaptar tu cuerpo según la identidad pensada y después sentida es segregación personalizada, apartheid corporal. Transfilia subvencionada por una cultura que no soporta la primera tarea humana de atender a lo no elegido, empezando por la sucia existencia.

Todo vale con tal de experimentar una huida de lo real, pero esta vez arraigada en lo más íntimo de la carne. Al individuo acosado por todas partes, que ya no es libre de dar ningún paso sin papeles (hasta el suicidio tiende a estar legislado en eutanasia), se le permite a cambio una batida en sus propios órganos. Sería delicioso escuchar a Michel Foucault, a Ivan Illich (El género vernáculo) o a Pier Paolo Pasolini disertar sobre este uso policial de una identidad cerebral empoderada.

La felicidad obligatoria, decíamos. El derecho a no sufrir y a sentirse autorrealizado. Toda esta apoteosis de la percepción depende de una legión de expertos que nos dictan cómo sentir y pensar.

Esta hilera de disparates es el índice de la oferta inmensa de una libertad de expresión que debe tapar nuestra nula libertad de decisión. Al ciudadano controlado por todas partes, que ni puede decidir su salud sin atender a la normativa vigente, se le concede el privilegio narcisista de sentirse como quiera. Sólo a condición de que solicite el correspondiente certificado oficial a un estado maternal e interactivo cuyo poder ha dejado en pañales al antiguo capitalismo fordista. A su denostado heteropatriarcado.

El padre expulsado por la puerta entra, con semblante de madre, por la ventana. No obstante, igual que nuestras mascotas, Blancanieves puede transformarse en un ser despótico, una Cruella de Vil armada de sonrisas y dentadura perfecta. Goza, sé quien quieras ser. We can.

Es la perfidia de un poder que se presenta con un hedonista "tú puedes" en vez del clásico y aburrido "tú debes". La disciplina heteropatriarcal era ingenua, fácilmente sorteable. El control flexible de la diversidad, casi un líquido amniótico, es más sibilino.

Encontrar un género reasignado. La identidad de género es una disculpa genial para ignorar la existencia. Para reprimir la soledad común a que nos obliga el hecho inconsciente de haber nacido, de haber sido concebido.

Debíamos sospechar del prefijo -auto. La percepción nunca es "auto", pues percibir significa siempre la entrada de una alteridad (no pedida) en nosotros. De otro modo no es percepción, sino la típicamente occidental aplicación de modelos cognitivos, también heredados, a la alteridad real.

Nuestro odio a lo terrenal nos obliga a vender a toda prisa mágicas soluciones "científicas", caras o subvencionadas por el Estado, a un sufrimiento que suele ser encarnizado y obedecer a una causalidad muy compleja.

No deja de ser significativo que gran parte de los adolescentes que se someten a tránsito estén también inmersos en serias patologías paralelas: anorexia, depresión, abusos, autismo.

En ese caldo de cultivo adolescente, incluso contra la opinión de los padres, es donde cierta medicina puntera, cara y transhumana hace su agosto y convierte a los jóvenes, que tal vez padezcan un sufrimiento propio de la edad (de cualquier edad) en enfermos de por vida. En pacientes crónicos de un tratamiento que los hace eternamente dependientes.

Trastorno rápido de disforia de género (ROGD). Hormonas y cirugía, amputaciones e implantes. Pero ni las unas ni las otras son fácilmente reversibles. Ni siquiera la medicina, que difícilmente ha estado a la altura del reciente virus, ha encontrado un método inocuo para deshacer un simple tatuaje.

El tormento creciente de los numerosos casos de detransición es un fenómeno del cual en muchos países avanzados ni se puede hablar.

Mientras tanto, pues, tratamiento hormonal para toda la vida.

Y bloqueadores de pubertad, cuyos efectos son desconocidos a largo plazo.

¿El corazón, el plano cognitivo, la osteoporosis? No importa. Lo que cuenta es el cortoplacismo de siempre. La imagen elitista de la corrección. La foto rápida del impresionismo informativo y sus impactos virales.

Y además, ya se sabe, los jóvenes no piensan en mañana. Así que se los utiliza, a veces con el acuerdo de sus padres, como carne de cañón y cantera experimental.

Si la eugenesia antigua, y toda clase de pruebas con medicamentos dudosos, se cebaba en pobres e inmigrantes, en delincuentes "voluntarios", homosexuales o alcohólicos, ahora utiliza a la adolescencia como un fácil banco de pruebas.

Liberados de sus padres, que quizá padezcan oscurantismo familiar, caen en manos de las corrientes de opinión. Y de un acéfalo Estado que, más que el antiguo Dios, no tiene nadie ante quien rendir cuentas.

Ignacio Castro Rey es escritor, filósofo y crítico de arte.

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