'El mártir'

Ya sabíamos que eran la última empalizada en esta legislatura convulsa, en la que las cosas principales que trenzan, o trenzaban, la convivencia entre españoles han sido lanzadas al aire, y a saber lo que será de ellas cuando vuelvan a caer al suelo. Sabíamos que de su resistencia a los embates mas duros iba a depender el destino de este país.

Contra la empalizada que son los tribunales ya han venido a morir las olas del Estatuto de Cataluña, que algunos dicen que va a destrozar la Constitución por dentro, como uno de esos golpes que no dejan huellas visibles. Hasta esa empalizada ha llegado la pretensión de que todos los juicios militares bajo el franquismo sean declarados nulos por ilegales, una consecuencia del espíritu inicial de esa ley de Memoria Histórica que ha terminado por ser rechazada por quienes realmente fueron sus inspiradores. Y a la playa de los tribunales ha venido a someterse también, era inexorable, la viabilidad de la fórmula del presidente Zapatero para la desaparición definitiva del terrorismo.

No sabemos si los enviados del Gobierno prometieron alguna vez, a sus interlocutores de ETA, o de Batasuna, que los delincuentes de sus mundos, terroristas en grado callejero o directamente asesinos consumados, iban a recibir un trato más flexible por parte de los jueces. No sabemos si sólo se limitaron a dejar que los etarras lo creyeran así. Sea como fuere, se trataba de una idea imposible.

«Toda operación que incluya algún tipo de promesa de impunidad ante los tribunales está destinada a fracasar porque el Gobierno no tiene forma de controlar al Poder Judicial», explica un jurista con muchos años de ejercicio a sus espaldas. Ya lo estamos viendo. Y lo que nos queda por ver.

Para eso se inventó la independencia judicial, para que a los jueces, a la mayoría de los jueces por lo menos, no tengan que importarles las consecuencias políticas de torcer la voluntad de un justiciable. Ni siquiera si el justiciable es un terrorista capaz de poner al país patas arriba porque está intentando consumar su muerte ante la vista de todos para que los tribunales se plieguen a sus exigencias. Ni siquiera si ese hombre es de ETA y el periódico que le hace de portavoz llame a rebato diciendo que esto no es justicia sino venganza y publique los nombres y apellidos de los magistrados que han decidido que la ley no está para que nadie se la pase por el arco del triunfo.

Pero lo realmente sorprendente, lo más sobrecogedor de lo sucedido en esta última semana es que se ha producido una coincidencia extraña, sospechosa, casi increíble, entre la interpretación que el mundo de ETA ha hecho de la decisión de los jueces y la que han hecho destacados políticos nacionalistas y destacadísimos periodistas socialdemócratas. ¡Ha sido por venganza! clamaban unos y otros al unísono en periódicos y radios en lo que constituía una escandalosa, inaudita, convocatoria a la represalia por parte de los asesinos. Deliberado o no, consciente o no, todo el desgarramiento de vestiduras que desde sectores de la izquierda y del nacionalismo se ha representado esta pasada semana, sobre resultar un esperpento, ha supuesto una gravísima irresponsabilidad.

Ha sido una gravísima irresponsabilidad porque la experiencia no permite olvidar cómo actúa la banda. Sabemos que cuando en Gara se señala y acusa a alguien con nombres y apellidos, ese alguien puede estar corriendo peligro de muerte. Y sabemos también que imputar deseos de venganza, no de justicia, a unos jueces que acaban de tomar una importante decisión sobre el destino de un preso tan sanguinario como éste y del que ETA ha acabado haciendo bandera y reivindicación, es tanto como dar a la banda, y a quienes la apoyan de cerca o de lejos, un pretexto para consolidar su vieja y empecinada voluntad de muerte. Con su decisión, estos magistrados han apuntalado el respeto al Estado de Derecho pero, no nos engañemos, también se han puesto en el punto de mira de los asesinos. Por eso no es comprensible de ninguna manera que, desde el lado de los demócratas, se atreva nadie a insistir en señalarles con el dedo como parcialmente culpables de lo que le pueda ocurrir al terrorista en huelga.

Si hemos quedado en que de los atentados de ETA sólo ETA tiene la culpa y nunca jamás el Gobierno, cosa que es indiscutible, no es moralmente admisible sugerir que del destino final de este hombre que chantajea al Estado vayan a tener alguna culpa -ni poca ni mucha ni ninguna- los 16 magistrados que han ordenado mantenerle en prisión durante una semanas más, hasta que el Tribunal Supremo se pronuncie sobre el recurso que él mismo ha presentado. Y no otra cosa que culparles es el afirmar irresponsablemente que han actuado, no para impartir justicia, sino para buscar venganza.

Y ha resultado un esperpento porque no sabemos si el mártir vivo está realmente a las puertas de la muerte. Si nos atenemos a la fotografía que ha servido para empapelar de carteles las paredes del País Vasco, el mártir ofrece un aspecto mucho más vigoroso del que correspondería a un ser en estado crítico. Por razones ¿tácticas, políticas? se ha ignorado que las atenciones médicas que recibe el mártir, cierto que contra su voluntad, están siendo extraodinariamente intensas y precisas, infinitamente más frecuentes que las que obtiene cualquier ciudadano en condiciones normales. Y que, si alguna posibilidad tiene de seguir en este mundo, la tiene en la medida en que está atendido al segundo, en un hospital de referencia, rodeado de los mejores equipos médicos y de los más punteros aparatos hospitalarios para mantenerlo vivo, cosa que todos buscan denodadamente por una razón muy explicable: ni los profesionales de la medicina que le atienden, ni los profesionales de la política que le soportan, están dispuestos a que se les muera el mártir. Así que se está haciendo un esfuerzo sostenido, y eficaz, por conservar su existencia.

Y otra cosa: la idea de que una sentencia de prisión atenuada habría resuelto todo este problema es falsa: aunque los jueces hubieran atendido la petición del fiscal, el Estado habría seguido teniendo responsabilidad sobre el mártir, lo cual le obligaba a seguir atendiendo a su salud. Y, en ese caso, ¿qué mejor lugar para cuidarle que un buen hospital? Ni siquiera llegados al límite, el de que el chantaje de la huelga de hambre le hubiera dado la libertad provisional, habríamos evitado lo que el Gobierno quería evitar: que su muerte le convirtiera en el mártir que ya es, sentado en la cama, con su pijama azul hospitalario. Porque, de regreso a su casa, vivo y encima libre, el mártir habría pasado a ser, además, un héroe.

Victoria Prego