Rodríguez Zapatero no sólo ha dado la medida de su alcance personal y político -tan limitado- durante la gestión del llamado proceso de paz, sino que también lo ha desvelado descaradamente tras la ruptura explícita por ETA del «alto el fuego permanente». Su entrevista con Iñaki Gabilondo el pasado jueves mostró que a su fragilidad ética y a su indigencia estratégica el presidente añade uno de los peores defectos para triunfar en la política: la soberbia. Pese al fracaso de su mayor apuesta -en realidad, la única de la legislatura- el presidente ha tratado de reventar cualquier acuerdo con el PP, al que atribuye, con más énfasis que a la propia banda terrorista, la responsabilidad de su hundimiento político. Un dirigente inteligente se habría comportado de modo distinto: asumiendo el error, pero defendiendo su buena fe y obviando el ataque a quienes, a la postre, los hechos han dado la razón, es decir, a los dirigentes del PP, que desde el principio no se sumaron a su iniciativa, impulsada más por unas visionarias «ansias infinitas de paz» que por un diagnóstico razonable de la situación que planteaba la organización terrorista.
Aunque Rodríguez Zapatero parece haber rectificado -están en la cárcel De Juana y Otegi-, se trata sólo de un golpe de efecto. Porque el presidente no puede rectificar, ya que hacerlo sería dictar un veredicto contra sí mismo que requeriría de ejecución inmediata. Si rectificara se convertiría en un Miguel Sebastián o en un Rafael Simancas de la política, y su propio partido lo pondría en el brete de la dimisión. Por eso ha roto los puentes con Rajoy y por eso no va a tomar las medidas que permitan comprobar una política antiterrorista que busque -sólo y exclusivamente- la derrota de ETA. Rodríguez Zapatero no se apea de su apuesta en lo que él denominó «proceso de paz», aunque ahora su única utilidad sea -perdida cualquier baza de que los terroristas dejen de serlo- la de convertirlo en un ariete contra el Partido Popular. Se inaugura así una nueva etapa en este rampante «zapaterismo» que nos carcome: el victimismo, esto es, Rodríguez Zapatero como presa, al alimón, de ETA y del PP, que, en su planteamiento dialéctico, alcanzan una simetría de buena venta para ignorantes y viscerales.
Si el proceso estaba diseñado como un instrumento de victoria electoral, su inviabilidad debe seguir sirviendo para el mismo objetivo, si bien representando la tragicomedia de un hombre traicionado por los terroristas y constantemente zaherido por la oposición. Nace ahora una versión diferente -aunque en el muestrario puede que haya más aún- de Rodríguez Zapatero. Entre éste y el anterior, la diferencia es mínima porque su hechura política no ha cambiado. El estómago presidencial es el mismo: digiere con idéntica facilidad a De Juana Chaos dando paseos por San Sebastián que en la cárcel de Aranjuez y a Otegi recluido en Martutene que tomando potes por Elgóibar. Tampoco le inmuta que esos personajes hayan pasado de «estar por el proceso» -el uno- y de ser «un hombre de paz» -el otro- a reclusos por delitos varios. La realidad para Rodríguez Zapatero es una pura virtualidad, como lo es el derecho para el ministro de Justicia -vigente en función de las circunstancias-, o las declaraciones de la vicepresidenta primera del Gobierno después de los consejos de ministros: un mantra que no busca convencer sino aburrir.
El presidente -he aquí el peligro de la situación- pretende convertir el fracaso del llamado proceso de paz en un triunfo táctico que le permita encarar las elecciones generales como el adalid de los pretendidos valores de su encarnación política: buena fe, talante, tolerancia... Es el momento, en consecuencia, de descargar las dosis más fuertes de buenismo, de ingenuidad, de sufrimiento intenso -tanto por la terquedad de ETA como por la incomprensión del PP-, transformando la debacle del proceso de paz en eso que tanto le gusta al inquilino de La Moncloa: el sainete de una serie de TV producida por sus asesores mediáticos, que, aunque fallaron en sus consejos a Miguel Sebastián en su confrontación con Ruiz-Gallardón, le asesoraron con acierto en su comparecencia televisiva con Gabilondo.
Y es que, visto lo visto, casi todo en Rodríguez Zapatero es o ignorancia o impostura. Y soberbia, porque pretende que los demás le sigan en la una o en la otra, aduciendo la condición de presidente del Gobierno de una forma que recuerda al despotismo menos ilustrado o, quizás, a una suerte de populismo continental que es el que le distancia irremediablemente de sus pares europeos. Un hombre que conduce a su país a un referéndum para respaldar la vigencia de un Tratado Constitucional en la Unión Europea, y que deglute sin indigestión la decisión popular española después de una conversación de circunstancias con el nuevo presidente de la República Francesa, no merece demasiadas consideraciones semánticas a la hora de enjuiciar su solvencia política.
Sus silencios -por ejemplo, tras el fracaso electoral en las municipales, pese a la presencia en la liza de personas de su entorno a las que ha destrozado políticamente- o sus afirmaciones torpes en los peores momentos -léanse las abochornantes declaraciones institucionales con ocasión del atentado de Barajas el día 30 de diciembre o de la ruptura de la tregua por ETA- remiten a un personaje inconsistente que ha encendido la crítica más descarnada en los medios internacionales y es tratado por los dirigentes extranjeros con un desdén que llega, en ocasiones, al desprecio. Vienen y se van a la velocidad del rayo, cumpliendo un trámite más o menos engorroso.
Rodríguez Zapatero -y lo viene demostrando toda la legislatura que ahora le ha reventado ETA- hace políticas viejas, superadas, a conveniencia de parte, relativistas, de coyuntura y, sobre todo, inconscientes de sus consecuencias. Todo aquello que cae en sus manos termina en la inhabilitación: el Estatuto catalán, su relación con los nacionalistas de CiU, el proceso de paz, la memoria histórica, la carrera de Miguel Sebastián, el referéndum constitucional de la UE, las relaciones con los EE.UU., la suerte electoral de Ségol_ne Royal, el «fracaso» de Angela Merkel, el PSOE de Madrid y de Valencia, la Oficina Económica de La Moncloa, el porvenir político de Alfredo Pérez Rubalcaba, la unidad interna en el Partido Nacionalista Vasco y, como traté de argumentar el pasado domingo, la misma existencia del propio Partido Socialista.
Callan, sin embargo, aquellos que debieran hablar en el PSOE, con lo cual -que nadie se engañe- el silencio en este caso otorga de manera clamorosa, pese a que el desastre político sea de proporciones históricas. Y de dimensiones trágicas, especialmente para los vascos que, rehechos en la esperanza de una ETA-Batasuna vencidas hace unos años, contemplan con desolación que van a volver -han vuelto- los años de plomo, aquellos en los que unos fueron héroes y otros villanos, esos en los que lo normal era el sobresalto, el miedo y la inquietud, y que regresan como muertos vivientes resucitados por el más grave error que un presidente -José Luís Rodríguez Zapatero-ha cometido en estos treinta años de democracia.
José Antonio Zarzalejos, director de ABC.