El matarife de la historia

Ha sido una mala idea la de los grandes diarios que han liquidado a su personal más veterano y han incorporado savia barata y nueva –o eso dicen– para rejuvenecer los periódicos, más viejos hoy que nunca. Quizá en el fondo esa haya sido la razón del cese de Miguel Ángel Aguilar como columnista de El País; sabía demasiado y se le notaba. El silencio casi sepulcral con el que no se ha recogido la noticia y su valor simbólico, la ausencia total de solidaridad frente a la machada, marcan el pálpito moribundo de un gremio nacido para la pelea, es decir, la verdad periodística. Y bien saben algunos que Miguel Ángel Aguilar y yo dejamos de hablarnos desde 1977 por asuntos que conciernen a la ética periodística, pero una cosa es un enfrentamiento y otra una impunidad que afecta a la dignidad y a la libertad de expresión.

Digo lo de mantener al menos a un veterano con una cultura no simulada para que se haga cargo de los obituarios. Los grandes diarios internacionales aún se distinguen por su página necrológica. Es un género nada fácil donde lo más sencillo es que se te vea el plumero si no estás preparado para ello y te limitas al copia y pega. Baste decir que el plumilla que firma en El País, J.R.M., que es el modo en el que desde hace algunos años se designa de manera anónima a los delincuentes, titula su necrológica “Muere el historiador franquista Ricardo de la Cierva a los 89 años”, y que se despacha en apenas dos columnitas de nada y una foto de 1980. Pero no se dice ni una sola palabra o referencia a que Ricardo de la Cierva fue el columnista más leído y seguido y adulado de El País desde su nacimiento, bajo el gobierno de Arias Navarro, hasta las elecciones del 1977.

Sus Crónica provisionales, publicadas los domingos en El País, constituyeron un éxito y merecerían un estudio. No porque fueran buenas de prosa y de ideas, sino porque eran golfas e interesadas. Bastaría con citar dos: aquella en la que abominó del nombramiento de Adolfo Suárez con el inolvidable “Qué error, qué inmenso error”. O aquella otra que propugnaba la legalización del Partido Comunista cuando nadie de su especie osaba hacerlo en público.

Hay mucho de canalla en la personalidad de Ricardo de la Cierva para que un plumilla ose traspasar las corazas de impudor, desvergüenza, corrupción y cinismo del que todos hacemos siempre nacer en Murcia, por eso de la vinculación histórica de la familia De la Cierva con Murcia –él llegó a ser diputado por la provincia– cuando la verdad es que había nacido en Madrid, en la calle Alfonso XII, tan aristocrática que sólo tiene números pares; los impares corresponden al parque del Retiro. Se inició como jesuita en los años más duros del nacionalcatolicismo, con un padre fusilado en Paracuellos y un abuelo que siempre creyó que la Guerra Civil debía haber empezado el 14 de abril de 1931. Ministro de Alfonso XIII, jamás habría concedido “a la chusma” republicana el derecho a gobernar. En verdad que la Compañía de Jesús, tan poco estudiada, aportó tres hombres a la historia reciente: De la Cierva, Santos Juliá y Fernando García de Cortázar.

No fue un franquista al uso, complaciente y baboso, sino un perillán dispuesto a sacarle los dineros al régimen, y a quien se pusiera delante, de la manera más descarada. Así, por ejemplo, es el único caso en la historia editorial de Occidente que firmará un contrato según el cual cobraba en función de lo que se imprimía, no de lo que se vendía. Como daba la feliz casualidad que el libro se titulaba Francisco Franco. Un siglo de España (1972-1973), dos volúmenes, profusamente ilustrados y con tapas en piel, el beneficio no tiene precedentes en el mundo editorial español.

Conseguida ya la fortuna se coloca bajo el palio político de Pío Cabanillas en el Ministerio de Información y Turismo como director general del Libro –¡qué no sabría él del libro!”–, tapadera de la vieja censura. De él es esta perla del año 1974: “Había quien decía que cuando oía la palabra intelectual echaba mano de la pistola, nosotros cuando oímos la palabra intelectual echamos mano al corazón”.

Fue el rey del fascículo y así hizo rico al viejo Lara (Planeta) y de paso a él mismo. Su productividad era tal que apenas escribía; hubo de montar una industria en la que colocó a un cuñado, si la memoria no me es infiel, que se ocupaba de toda la parte gráfica, y a un plumilla, salido del seminario, de hablar quedo y mirada cándida, pero que con el tiempo se convertiría en un avieso trepador, Pérez Ornia, que entraría en RTVE –programas infantiles– y luego director de comederos locales, la Televisión de Madrid y luego la de Asturias; había nacido en Pola de Siero.

Los agradecimientos del viejo Lara (Editorial Planeta) no podían dejar al pairo a un hombre que quería seguir como supremo ganador en el mundo de las letras… de cambio. Y así le dieron un premio Espejo de España que provocó, por primera vez en la historia de tan venal galardón, que dos miembros del jurado, muy distintos –Enrique Múgica y Javier Tusell–, escandalizados ante la fascistada del tal De la Cierva, premiado, abandonaran el jurado.

Ahora bien, el momento estelar de la carrera de Ricardo de la Cierva fueron los años primeros de la transición, no sólo por su colaboración semanal en El País, que luego trasladaría al Abc. Quería hacer política y lo que menos esperaba él, discípulo de Pío Cabanillas y Fraga Iribarne, es que habría de hacerla con un tipo que no figuraba ni entre los miles de nombres del índice onomástico de sus dos volúmenes dedicados a Franco; cosa inaudita, porque están todos sin excepción. Calificar a Suárez de “inmenso error” exigía un acto de contrición a la altura del gesto.

Con rubor debo admitir que yo le eché una mano sin saberlo. A finales de octubre recibí una llamada del editor Rafael Borrás (Planeta) para preguntarme si tenía algún inconveniente en cederle las galeradas de mi biografía sobre el presidente, Adolfo Suárez, historia de una ambición (1979), que iba a salir unas semanas más tarde. Confieso que caí en la trampa y consentí que le dieran las galeradas a Ricardo de la Cierva.

Días más tarde, y bastante antes de la aparición del libro, Ricardo de la Cierva se sacaba la espina del “error, inmenso error”, haciendo una defensa desmesurada y lacayuna del presidente Suárez en la Tercera del Abc a costa de mi libro, del que decía las cosas más brutales. (Lo conté ya en Adolfo Suárez, ambición y destino –Debate, 2009–, última versión del personaje.) Como el descaro de la operación era demasiado manifiesto, el 25 de octubre de aquel inefable 1979, exclamó en Abc para justificar la estafa: “No ostento cargo alguno, ni aspiro a él”. Dos semanas más tarde Suárez le nombraba ministro de Cultura. Duraría apenas siete meses. Luego se pasó al PP e inició un descenso a los infiernos. Se obsesionó con los masones y los judíos que, al parecer, controlaban España. Confieso que ahí le perdí la pista hasta que el otro día me enteré de su muerte en unos obituarios que parecían querer sólo cubrir el expediente.

La historia de la Guerra Civil y del franquismo estuvo hasta fechas muy recientes en manos de auténticos matarifes de la realidad, de los que quedan algunos y bastante influyentes. ¿Cuántos veteranos del gremio histórico deben su cátedra a Ricardo de la Cierva? Sin su nihil obstat no era posible acceder a las universidades fundamentales de España. Pero sería un error que despacháramos a un tipo así con una frase tópica, “el historiador franquista”, porque fue uno más de los historiadores franquistas, que eran muchos y con notables sinecuras, que en algunos casos heredarían sus hijos o albaceas. Lo importante en Ricardo de la Cierva es que por el acojonamiento de una población y la arrogancia del poder y la desvergüenza del negocio editorial, crearon la costra que tardaremos décadas en quitarnos de encima.

También hubo una burbuja de la historia, que explotó, pero que nadie aún le ha puesto nombres y responsabilidades. En algunos casos, penales.

Gregorio Morán

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *