El «mayo español»

El mito del 68 es inagotable. Sirve para explicarlo todo: la pérdida de valores en nuestra sociedad, las recientes revoluciones en los países árabes, los males de la educación y del trabajo… Todo eso y mucho más se le atribuye, sin apenas pestañear, al Mayo francés. Y es, además, un mito que no se acaba nunca. Cohn Bendit aconseja en su última obra el olvido. Con buen sentido del «marketing» la tituló «Forget 68»: vendió miles de ejemplares, pero parece que nadie le hizo el menor caso. Nadie olvida el 68. En cuanto un grupo numeroso de estudiantes ocupa la calle para protestar o hacer ruido, o alguien echa mano del viejo eslogan sesentayochista de pedir lo imposible, el 68 renace como si lo de París hubiera sido ayer. No hay quien acabe con los mitos.

En los días previos a las elecciones municipales y autonómicas se produjo en nuestro país, especialmente en Madrid, pero también en algunos otros lugares, una serie de manifestaciones y acampadas que casi inevitablemente ha provocado el recuerdo de los sucesos de la Sorbona. Muchos de los participantes del Movimiento del 15 de mayo han invocado el 68 francés, y algunas fotografías tomadas en la Puerta del Sol con los «indignados» enarbolando banderas sobre las bóvedas del Metro podían evocar las imágenes tópicas de la calle Gay Lussac o del Odeon. Toda la iconografía de las revueltas juveniles, del descontento con el «sistema». Las formas recuerdan, en cierto modo, a aquellos días del mayo parisino del 68, pero el fondo y la magnitud de lo que está aconteciendo en España tienen poco que ver con aquello.

Es cierto que los insurgentes de París y los de Madrid hacían y han hecho gala de su carácter apolítico, más los de aquí que los de allá, dado que no tienen en estos momentos en España un general De Gaulle que llevarse a la boca. Hay que advertir también que la «toma de la palabra» y la creatividad de los eslóganes brilló con mucho más fulgor en La Sorbona que en la Puerta del Sol. Por si todo eso fuera poco, nuestros rebeldes no han tenido, que yo sepa, un Sartre que los iluminara y estimulara ni un Raymond Aron que les cantara las cuarenta con aquello de «la revolution introuvable». En este «Mayo español» todo ha sido un poco plano y desvaído, un poco soso, digamos, porque también les ha faltado, o no —¿quién puede saberlo a día de hoy?—, un Cohn Bendit o un Glucksmann que personificaran la revuelta y se erigieran en portavoces de las reivindicaciones y propuestas, si es que tales cosas existen. La influencia que haya podido tener el libro de Stephane Hessel que ha circulado de mano en mano entre los manifestantes, con el prólogo apasionado de nuestro José Luis Sampedro, está por ver, pero la indignación, por sí sola, ni es un programa ni es una alternativa.

Conviene recordar que lo que dio un carácter singular y propio al «Mayo francés» frente a los acontecimientos que se produjeron aquel mismo año y más o menos en las mismas fechas en México, Berckley, Roma, Berlín o Pekín, fue la unión del movimiento estudiantil con una larga y profunda crisis social, y eso nada tiene que ver, afortunadamente, con el movimiento del 15 de mayo. A la inicial agitación universitaria, que comenzó en la Sorbona, más profunda y extendida que en otras ocasiones, se sumó una oleada de huelgas de dimensiones no conocidas en Francia desde 1936, que llegó a paralizar la vida económica y social del país y a poner en peligro la existencia misma de la V República. Algo, en definitiva, muy serio que los franceses no han olvidado todavía. Es más que evidente que a nadie se le ha ocurrido pensar en algo así en las asambleas y en las discusiones de la Puerta del Sol. Es lógico, en cierto modo. No está hoy España para esas aventuras. Con millones de personas en paro no podemos permitirnos el lujo de una huelga general, ni menos todavía de una revolución. Pero el «mito» del 68 campa por sus respetos y no atiende a razones: aquellas imágenes estimulan a unos, irritan y atemorizan a otros, como si estuvieran agazapadas en el fondo mismo del subconsciente colectivo, como si tuviésemos la extraña sensación de que todo en un momento se pudiera poner patas arriba. Y realmente no estamos ahí, a pesar de todo. El «mayo social», el que no se conoce, el único que produjo transformaciones reales en la vida social y política de Francia, no interesa a nadie y es más que probable que sea totalmente desconocido para nuestros indignados.

Este «Mayo español» ha sido otra cosa muy diferente. Quizá sea el germen de algo, pero por ahora nada más. No se trata, sin embargo, de una algarada de cuatro indocumentados. Quien piense así se equivoca. Había motivos y sigue habiendo motivos, como dice algún eslogan. Por eso, quizá, mucha gente de todos los colores y edades se ha acercado a las plazas, y otros que no lo han hecho han contemplado las acampadas con evidente simpatía. No nos podemos permitir el lujo de ser pesimistas, pero sí de expresar civilizadamente nuestro desconcierto y nuestro descontento. La dimensión que ha alcanzando este movimiento de protesta, pacífico e indefinido, tiene que ver con un amplio y sordo descontento entre un número creciente de ciudadanos que no están contra el «sistema» pero que cada vez se fían menos de él, por ineficaz, por incompetente, por opaco. También, naturalmente, tiene una estrecha relación con la inmediatez de las elecciones. Eso les ha dado el altavoz que necesitaban. No sabemos qué recorrido tendrá esta protesta en los próximos meses, pero ya el mismo domingo de las elecciones comenzó a desvanecerse. Dicen que sus quejas nada tienen que ver con unos u otros resultados electorales. Pero, ahora, cada día que pasa lo tienen más difícil si no logran canalizar sus propuestas por los cauces que el propio «sistema» les (nos) ofrece: cambiar el sistema desde dentro del propio sistema. Eso es siempre lo más complicado.

Con todo, del «Mayo español» —seguiré llamándolo así para no separarme del mito— hay que reconocer que ha sido hasta aquí un éxito evidente por el impacto que ha logrado alcanzar. Se trata de una llamada de atención considerable, de una pacífica y civilizada escenificación de revuelta callejera con la que muchos españoles, hayan votado o no, o votaran en blanco —y muchos lo han hecho—, se han visto, de alguna forma, identificados. Después, cada uno le sacará la punta que le interese, eso es casi inevitable.

Están los que dicen que esto tenía que haber empezado antes. Están los que dicen que esto no lleva a parte alguna. Están los que recelan, los que creen que detrás de todo hay una mano oculta que maneja los hilos. Sus razones tendrán. Yo creo que la mayoría de los españoles conforman una sociedad madura, sensata, moderada, que no se deja manipular ni engañar por nada ni por nadie. Lo ocurrido vale ya como un aviso, como una advertencia de que hay gente que no se conforma con los partidos políticos y las instituciones públicas que tenemos. Y eso, en sí mismo, ya es mucho. No debería caer en saco roto…

Pero todos tendremos que sacar conclusiones. Algo ha pasado este mes de mayo además del triunfo del Partido Popular y de la irrupción de Bildu. La gente, finalmente, se ha movido para mostrar su indignación por lo que pasa. No debería sorprendernos. Pero esto no ha sido el «Mayo francés».

Antonio Sáenz de Miera, escritor.

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