El mayodormo o la dignidad de servir

Hay películas que trascienden los perfiles estéticos del séptimo arte para adentrarse en la complejidad del alma humana, en una labor de introspección personal no exenta de la atención al orteguiano entorno. Esto sucede con El «Mayordomo» («The Butler»), el último trabajo de Lee Daniels, donde sobresale la interpretación de Forest Whitaker en el papel del afroamericano mayordomo jefe de la Casa Blanca (Eugene Allen, Cecil Gaines) quién, desde su privilegiado observatorio, narra sus peripecias personales –su azarada pero irrenunciable vida con su mujer, interpretada por una soberbia Oprah Winfrey–, al hilo de los acontecimientos políticos de los últimos setenta años de la historia norteamericana. En particular, los años del apartheid, con la terrible escena inicial del asesinato a sangre fría de su padre por un terrateniente algodonero en Georgia en 1926, y la lucha contra la segregación y por el reconocimiento de los derechos civiles. Ya lo apuntaba Julián Marías ( Antropología filosófica): «El cine es el arte más representativo de nuestra época».

La historia del cine está repleta de mayordomos que reclaman un lugar en la cinematografía. Es el caso del pragmático mayordomo (Richard Carle) de «Ninotchka», que se niega a cambiarse por su señor, el diletante León Dolga (Melvyn Douglas), so pena de perder, con absoluta seguridad, todos sus ahorros. Del arrogante Cliftton Webb en el exitoso papel de Mr. Belvedere. Del exigente primer mayordomo de la residencia de Darlington Hall, encarnado por Anthony Hopkins (señor Stevens) en «Lo que queda del día», que ni siquiera abandona sus obligaciones por el fallecimiento de su anciano padre. Del refinado, como atestigua su gusto por Shakespeare, John Gielgoud, en «Arthur, el soltero de oro». Del fidelísimo mayordomo interpretado por Michael Caine (Alfred) en« Batman». O el surrealista mayordomo del excéntrico hermano de Sherlock Holmes, a punto siempre de verter, ante los atónitos ojos de Robert Downey Jr., los vasos y platos. Sin olvidar a Glenn Close en «El secreto de Albert Nobbs», un mayordomo de un hotel en la Irlanda del siglo XIX, que esconde una sorpresa: ¡no es un hombre, sino una mujer que habrá de ocultar su condición tras unas altas camisas de cuello blanco y largas corbatas! Aunque para muchos de ustedes el perfil de mayordomo se halla en el imperturbable Hudson (Gordon Jackson), de la serie «Upstairs, downstairs», al frente de la casa de los Bellamy en Eaton Place. ¡Y eso que Hudson no era inglés, sino escocés!

Pero dejemos el repaso a algunas de las mejores interpretaciones del cine, pues nada se construye, incluido el mundo de los sueños, sobre la nada –«Todo lo que no es tradición, decía Eugenio D’Ors, es plagio»– para detenernos en la reseñada película de Cecil Gaines. De ella deseo resaltar tres consideraciones.

Primera: la dignidad del trabajo, de cualquier trabajo, incluido el de servir. Una dignidad que trasciende a los merecimientos del señor, aunque éste sea el mismísimo presidente de Estados Unidos. Como decía Lope de Vega ( El perro del hortelano), «Oh, bien haya (¡amén mil veces!) quién sirve a señor discreto». Hablamos del gusto por el trabajo bien hecho, del compromiso, la exigencia y el buen hacer. Del servicio silente y eficaz. Un Forest Whitaker que se encuentra pues en las antípodas del ambicioso mayordomo de «Operación Cicerón», llevado a la pantalla por James Mason (Diello), dispuesto a traicionar al embajador británico y hacerse con secretos de interés durante la II Guerra Mundial. Y lejos del taimado mayordomo interpretado por Dirk Bogarde (Hugo Barrett) en «El sirviente» que, tras una serie de maquinaciones, arrincona a su señor, y ocupa su puesto. Eso sí, como nos recuerda Cecil Gaines, servir («Mírales a los ojos; adelántate a lo que quieren»), sí; servil, no. Gaines no habría leído a Baudelaire, pero sí habría asumido su opinión: «El hombre que no acepta las condiciones de la vida, vende su alma» ( Les Fleurs du mal).

Segunda: el servicio, incluido el de mayordomo, no implica ausencia de valores y principios personales, de defensa de las convicciones propias. Así se constata cuando nuestro hombre, crítico con el activismo político de su hijo en defensa de los derechos civiles tras su incorporación, primero, al grupo de las Panteras Negras, y, después a la vida pública, da un paso al frente, y deja su puesto, cuando la administración respalda el apartheid en Sudáfrica. Tras muchos años de pensar que poco se puede hacer contra las injusticias del sistema, y que lo debido es cumplir con el trabajo y sacar adelante a su familia, Cecil Gaines nos da otra lección al final de su vida: la dignidad es irrenunciable. Tampoco leería Gaines a nuestro Ángel Ganivet, pero estaría de acuerdo con él: «La ciencia primera y fundamental de un hombre es la de saber vivir con dignidad, esto es, ser independiente y dueño de si mismo» (Los trabajos de Pío Cid).

Tercera: a través de sus ojos se nos muestra la reciente historia de Estados Unidos (la conquista de los derechos civiles, el asesinato de Kennedy y Luther King, los movimientos de los Freedoms Riders y las Panteras Negras, la guerra de Vietnam, el caso Watergate y, en particular, la personalidad de los últimos ocho inquilinos de la Casa Blanca, desde Truman hasta Ronald Reagan (1952-1986). Una reseña no exenta de cierta dosis de iconoclasia: los extraños hábitos de Kennedy por su enfermedad de Addison y el ensangrentado traje de Channel de Jackie el día de su asesinato, el estreñimiento de Johnson, la sudoración de Nixon o la sensibilidad por los necesitados de Reagan. Para llegar a lo que era impensable en el reseñado año de 1926 cuando su padre era asesinado. Barack Obama, un presidente de color, llegaba a la Casa Blanca. Fin de la historia.

De una historia en la que la dignidad del poder se encuentra en las manos de un servidor negro que finalmente toma conciencia de su condición, tras muchos sinsabores, de hombre libre. ¡ La cabaña del tío Tom era ya sólo una novela!

Pedro González-Trevijano, magistrado del Tribunal Constitucional.

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