El mayor riesgo de la próxima década

¿Conocer los riesgos a los que nos enfrentamos nos hace ser más prudentes y actuar para evitarlos? Parece lógico que así sea, pero no estoy muy seguro. La naturaleza humana tiende a utilizar un pensamiento mágico que nos lleva a creer que si no pensamos en los riesgos, no ocurrirán. Es la táctica del avestruz. Los psicólogos tienen un concepto para definir esta ceguera voluntaria. Es el de evitar la “disonancia cognitiva”, que consiste en no querer ver aquellas cosas que nos obligarían a cambiar nuestra conducta o nuestra visión del mundo.

En cualquier caso, cada día es más intensa la presión para que identifiquemos los riesgos. Sucede así con la salud, cuando se nos persuade de la conveniencia de hacer chequeos médicos regulares. Y lo mismo en el campo de la empresa y las finanzas, en el que una regulación cada vez más exigente de buen gobierno corporativo obliga a los administradores a identificar los riesgos que pueden amenazar la vida de la empresa.

No ocurre lo mismo, no obstante, con la vida política. Y, sin embargo, sería muy importante que los gobiernos identificasen los riesgos que amenazan a nuestras sociedades. Algunas instituciones privadas tratan de cubrir esta carencia. Un ejemplo es el estudio Global risks 2015, elaborado por el Foro Económico Mundial y patrocinado por la aseguradora Zurich.

El estudio utiliza dos mapas muy ilustrativos. Uno es el de los riesgos, 28, agrupados en cinco categorías: económicos, geopolíticos, medioambientales, tecnológicos y sociales. Otro es el de las tendencias que están detrás de esos riesgos: el envejecimiento, el cambio climático, la urbanización, la desigualdad económica, la polarización social, y así hasta trece tendencias.

Llega a dos resultados muy relevantes. El primero es que el riesgo más probable en la próxima década es el geopolítico. Es curioso que 25 años después de la caída del muro de Berlín, que, según el celebrado título del libro de Francis Fukuyama, significaba El fin de la historia, el conflicto geopolítico vuelva a nuestras vidas, como muestra, entre otros, el caso de Ucrania.

Pero el riesgo más inquietante al que nos enfrentamos es el de la “profunda inestabilidad social”. El lector podrá observar en los mapas como los flujos de interconexión entre los 28 riesgos y las 13 tendencias confluyen en hacer de la estabilidad social el aliviadero adonde van a verter sus consecuencias negativas.

A la hora de buscar respuestas a esos riesgos globales, el informe propone la cooperación, tanto entre naciones como dentro de cada país. Pero en este terreno surge lo que llama “la paradoja” de la estabilidad social. Por un lado, para hacer frente a esos riesgos globales, se necesita estabilidad social, pero, por otra parte, la inestabilidad social mina la confianza y la colaboración necesaria para esa cooperación. Una estabilidad social que está, además, amenazada por el legado que dejan la crisis y las políticas económicas. Un dilema de no fácil salida.

En todo caso, ¿cuál es dentro de nuestras sociedades el grupo más sensible al riesgo de inestabilidad? En mi opinión, los jóvenes. En este sentido, el mayor riesgo de la próxima década es la pobreza de los jóvenes y su carencia de oportunidades. Hace cien años, en un escenario similar al actual, el riesgo social venía de la pobreza de los mayores. Si una persona tenía la desgracia de perder el empleo, caer enferma o dejar de trabajar –por edad o cualquier otra circunstancia–, se encontraba en la pobreza y la marginación, a no ser que sus hijos pudiesen hacerse cargo de ella.

Ese riesgo de pobreza de los mayores se resolvió después de la Segunda Guerra Mundial mediante la creación de una red de seguros sociales –de paro, de enfermedad y de jubilación–. Fue la mayor innovación social del siglo XX. Y funcionó muy bien. Dio estabilidad social y económica y favoreció el crecimiento y el progreso. Aún hoy nuestras sociedades no tienen un problema de pobreza de los mayores.

El problema de inestabilidad viene ahora del riesgo de pobreza de los niños y jóvenes. No están cubiertos por los esquemas de seguros de los mayores. Las prestaciones de paro no les cubren porque no han trabajado. Y la posibilidad de acceder a una pensión decente es altamente improbable. Y eso sin contar el deterioro de la enseñanza pública, que merma sus oportunidades.

¿Es posible encontrar una solución a este riesgo? A mi juicio, sí. Para ello se necesitan dos cosas. Primero, tomar conciencia de este riesgo y evitar la táctica del avestruz. Segundo, poner en marcha un nuevo sistema de seguros sociales que cubran a los jóvenes. Hay que hacerlo mientras la economía aún puede soportar mecanismos de este tipo. Sería la mayor innovación social del siglo XXI. Ese es el principal reto de la industria aseguradora en la próxima década.

Antón Costas, catedrático de Economía de la Universitat de Barcelona.

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