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El medioambiente debería dirigir todas nuestras decisiones sobre desarrollo

Una planta geotérmica en Chile Credit Meridith Kohut para The New York Times
Una planta geotérmica en Chile Credit Meridith Kohut para The New York Times

Turning Point: A landmark climate report from the United Nations described a world of worsening food shortages and wildfires, and a mass die-off of coral reefs as soon as 2040.

Por mucho tiempo se ha adoptado la actitud de que la naturaleza es un elemento estático al servicio de la humanidad. Sin embargo, aquellos más informados entre nosotros se han dado cuenta de que pensarlo así provocará nuestra ruina. El medioambiente no es una preocupación secundaria; de hecho, es el imperativo que debería dirigir todas nuestras decisiones futuras sobre el desarrollo a largo plazo.

A medida que las naciones industrializadas como Brasil y China siguen creciendo, con sus clases medias en expansión, y después del retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París, es más importante que nunca que países pequeños como Chile —aquellos que usualmente padecen de manera más directa los daños costeros por el cambio climático— trabajen para preservar el medioambiente mientras buscan mantener un impulso económico.

La buena noticia es que la urgencia resultante de los problemas ambientales ha incentivado que haya más conciencia. La mala noticia es que esto sucede cuando ya es muy tarde. Somos la última generación de tomadores de decisiones que puede actuar a tiempo para evitar una catástrofe planetaria. Las decisiones que tomemos hoy nos llevarán hacia un futuro con mayor resiliencia climática o resultarán en una seguridad alimentaria, de agua y energía socavadas para las siguientes décadas.

Comprender la importancia de los temas medioambientales para cualquier decisión sobre el desarrollo sin falla conduce a preguntas sobre los costos que implican esos temas. Se requiere de una distribución importante de recursos para la mitigación y, sobre todo, la adaptación y los procesos de transición desde modelos de producción anticuados. Ya que aceptamos que el crecimiento económico a corto plazo no debe ser el único principio rector, debemos preguntarnos: ¿cuánto queremos invertir? ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar?

No hay respuestas sencillas. La clave es entender que cualquier análisis económico debe tomar en cuenta el costo relativamente bajo de tomar este camino más consciente, sobre todo al tener presentes los efectos de que aumenten aún más los niveles de dióxido de carbono.

Cada día hay nuevos estudios con evidencia sobre el precio de no actuar: sequías, incendios forestales, tormentas severas o lluvias extremas, con los impactos de estas en los cultivos, el ganado o la infraestructura. El costo de no actuar también queda claro por el desplazamiento forzado de millones de personas y por sistemas de salud que enfrentan mayores presiones para atender escenarios epidemiológicos.

De acuerdo con el Banco Mundial, el impacto de los fenómenos naturales extremos equivale a una baja de 520.000 millones de dólares en el consumo anual global. De hecho, el cambio climático podría llevar a que cien millones de personas caigan en la pobreza extrema para 2030. Los expertos ya lo han señalado: si no gestionamos el cambio climático, terminaremos por deshacer el mismo desarrollo.

En Chile, al menos de manera parcial, hemos empezado a abocarnos a esta tarea. Gracias a una agenda ambiental agresiva establecida en 2014, durante mi segundo mandato como presidenta, triplicamos la cantidad de energías renovables que forman parte de la red y se redujeron con ello los precios de megavatio por hora, de 130 dólares a 32. Antes de 2014 dependíamos de energía importada, pero también estábamos a la merced de sequías duraderas. Desde entonces hemos aprovechado el poder solar y del viento en nuestros desiertos y nuestras zonas costeras, además de usar el vapor de nuestros volcanes para plantas geotérmicas. Aumentamos las áreas marinas protegidas con el fin de preservar los recursos de pesca y el ecosistema costero. Al trabajar en conjunto con el sector privado, también pudimos establecer áreas terrestres protegidas equivalentes al territorio de Suiza; así generamos grandes posibilidades para el desarrollo de un turismo sostenible. También invertimos en el futuro con los primeros impuestos verdes en la región y con la prohibición de las bolsas de plástico.

Demostramos que pueden evolucionar los modelos productivos. Como ya se ha descubierto en Islandia y en Costa Rica, dejamos claro que reducir las emisiones es bueno para los negocios. Y hemos demostrado que todos los países, grandes o pequeños, pueden impulsar soluciones relevantes a los retos ambientales.

Sin embargo, si realmente queremos una transformación global no podemos esperar que cada país haga lo mismo y que lo haga por cuenta propia. Debemos comprometer nuestras energías colectivas a defender un bien común y a encontrar un equilibrio entre el crecimiento económico, la creación de trabajos y las demandas ambientales. Fracasamos si es que seguimos haciendo las cosas como siempre. Esa continuidad es un camino fatal de cara al crecimiento explosivo de las poblaciones, la mayor demanda por energía y nuestros hábitos dañinos de consumo. La cooperación internacional, con esfuerzos como el Acuerdo de París y la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, nos dan un marco de referencia para coordinarnos, apoyar a naciones rezagadas y sugerir alternativas para el futuro.

Pero también es necesario impulsar una estrategia, similar a la del Plan Marshall de Estados Unidos —de ayuda económica a Europa para recuperarse de la Segunda Guerra Mundial—, que acelere el bien común, permita que sean viables las inversiones y, entre otras cosas, atienda los riesgos de hacer el cambio productivo que necesita haber en nuestras economías.

Hay un mundo de posibilidades inutilizadas si pensamos sobre la transformación energética. Project Drawdown, una coalición ambiental sin fines de lucro, estima que de aumentar 24,6 por ciento la producción global de electricidad eólica costera para 2050 reduzca las emisiones de CO2 por 84,6 gigatoneladas y signifique un ahorro de 7,4 billones de dólares.

Ha llegado el momento de ponerle un precio al tipo de desarrollo que sí generará cohesión y paz duraderas. Porque de esto se trata: de la supervivencia de la humanidad, de la manera correcta.

Michelle Bachelet fue la primera presidenta electa de Chile, cargo que desempeñó entre 2006 y 2010 y de nuevo de 2014 a 2018. Actualmente es la alta comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas.

Este artículo forma parte de la serie Puntos de inflexión, que analiza momentos críticos para este año y el próximo.

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