El mejor acuerdo posible

Cuando se hacen más evidentes las distintas concepciones sobre el Estado de las autonomías es al hablar de dinero. Es una lástima, ya que se reduce el análisis del desarrollo autonómico a cuánto dinero consigue cada cual, pese a haber otros aspectos también importantes para una vertebración territorial efectiva. Una vez más estamos entrampados en esta ceremonia de valorar un nuevo acuerdo de financiación, tras más de un año de retrasos que han acabado aburriendo a los ciudadanos y crispando las posiciones políticas.
De entrada, querría remarcar algunos aspectos. El acuerdo no es, a mi entender, hijo directo del Estatut, ni rompe totalmente el viejo modelo de financiación autonómica español. Incorpora nuevas ideas promovidas desde hace tiempo por algunos economistas catalanes, pero sigue manteniendo una elevada discrecionalidad en el modo en que asigna los recursos. Ahora, igual que antes, se entiende el Estado como Administración central, que mantiene los derechos sobre la totalidad de los impuestos que pagan los «españoles que viven en Catalunya».

Este Estado se compromete, en el futuro y en varios periodos, a asignar un porcentaje de estos recursos a las comunidades autónomas o de régimen común, con el fin de que financien las competencias que tienen otorgadas. No es el resultado de un pacto entre dos partes que tienen, cada una, derechos sobre los impuestos pagados por los ciudadanos; ni tampoco es un sistema de concierto en el que la recaudación la tiene la otra parte, la autonomía, que concierta pagar un cupo por los servicios que la Administración central hace a su territorio (Navarra y País Vasco). Los ingleses dirían que lo que hace el Estado con Catalunya o La Rioja es un tipo de padrinaje. Con el fin de mostrar un comportamiento justo y razonable, establece varias compensaciones, a veces con dinero pasado por debajo de la mesa para esconder agravios, o para silenciar a los más rebeldes, y arropa a los más queridos, pese a que también aplica lo de com més cosins més endins, como ahora en las islas.
Quien esperaba un modelo totalmente nuevo surgido del Estatut se equivoca. En parte, porque el Estatut no supo precisar suficientemente este modelo, si bien tampoco esto era importante, ya que el Estado no lo entiende como vinculante, sino como una carta de reclamaciones de los catalanes. Así, cuando el Estatut de Catalunya habla de distribución de recursos bajo unas determinadas variables, el Estado entiende que esto no excluye otras que discrecionalmente quiera añadir. Tampoco otorga las claves de los impuestos y las asignaciones tributarias, que son mayoritariamente transferencias.
Por otro lado, el Estatut determina la limitación a la nivelación y quería asegurar que la financiación guardara el orden de las capacidades contributivas de las distintas autonomías, pero aún hoy no sabemos cómo se hace efectivo, pese a las proyecciones del conseller Castells. El Estatut establece la bilateralidad y el Estado ordena cumplir, pero desvirtúa el mismo concepto haciendo general lo pactado bilateralmente. De modo que sin entender esto no podemos analizar el acuerdo que ha ofrecido el Estado al Consejo de Política Fiscal y Financiera de las autonomías de régimen común.
Valga decir que, en comparación con el modelo anterior, estamos ante el mejor acuerdo de entre los que son de esta naturaleza, aunque probablemente para esto no hacía falta el Estatut. Por primera vez, los ajustes introducidos en el modelo pueden permitir que Catalunya reciba una financiación por encima de la media (pese a que considerada en términos de capacidad adquisitiva real, visto el diferencial de precios en cada autonomía, la cifra es más relativa). También se establece una mejor adecuación entre gastos e ingresos, mediante una mayor participación en impuestos, permite más capacidad normativa y, fundamentalmente, evita sobrenivelar.
Pese a ser un modelo que incluye las necesidades (sanitaria, social y educativa, según la estructura demográfica), tiene algunos elementos de los modelos de gasto más extendidos de capacidad fiscal, ya que deja de lado una parte de los recursos y los asigna a cada autonomía según su esfuerzo fiscal. En la financiación de la dependencia, pese a ser dudoso que se pueda considerar nueva –estaba comprometida por ley–, la cifra resultante es buena, y, si se consolida, será una clara mejora. Reconocido esto, hay que decir que la participación definitiva de la autonomía en los recursos consolidados no está aún clara, ya que el porcentaje depende de cómo el Estado aplique el resto de recursos. Y depende de cómo se gaste la parte correspondiente a sus competencias.

Por lo tanto, es innegable el avance que permite el nuevo modelo, tras un enrocamiento catalán sin precedentes y una negociación que de nuevo ha generado daños colaterales. Pero también es innegable que los recursos son insuficientes para enjugar el déficit actual de la Generalitat –no podía ser el objetivo con la crisis que tenemos–, de modo que se entiende que el reclamo de una cifra más elevada no haya encontrado el apoyo de los agentes económicos. Con todo, el Estatut ha pesado poco (y ya veremos cómo recoge el acuerdo la ley orgánica de financiación autonómica, la LOFCA), aunque por primera vez se han introducido en un acuerdo estatal algunas nociones típicas del federalismo fiscal. Eso sí, la asimetría y la bilateralidad siguen siendo un eufemismo.

Guillem López-Casasnovas, catedrático de Economía de la UPF.