El mejor fin del mundo

En el periodo entre guerras, Europa revivió al compás de fecundas aventuras estéticas. Una de las más curiosas fue emprendida por el productor ruso Vladislav Leschenko. He tomado los datos de El hueco que deja el diablo, cantera de sucesos en la que Alexander Kluge encuentra «el mundo fantástico de los hechos objetivos».

En 1921 las potencias que definirían el siglo XX mostraban, como siempre lo han hecho, intereses afectivos distintos: Estados Unidos idolatraba la felicidad y la Unión Soviética la tristeza.

Para el público norteamericano, el cine era una oportunidad de reconciliarse con la vida; para el público ruso, una oportunidad de llorar desde 20 minutos antes de los créditos.

Luego de estudiar estas reacciones, Leschenko alquiló unos sótanos lúgubres en Berlín y los convirtió en estudios cinematográficos secretos. Para que las películas norteamericanas tuvieran éxito en Rusia, entristeció el final como si la guionista fuera Ana Karenina. Para que las cintas rusas triunfaran en Estados Unidos, creó desenlaces donde los héroes, hasta ese momento trágicos, silbaban al caminar y adoptaban un cachorro.

La tarea se facilitaba porque eran los tiempos del cine mudo y un letrero podía alterar la historia. Como era imposible contratar a los mismos actores, los protagonistas aparecían de espaldas en la última secuencia y contemplaban su destino.

A base de efectos de iluminación, música de fondo, una escena sugerente a la distancia y carteles explicativos, el productor lograba revertir el sentido original de la historia.

El público solía aceptar la enmienda. Kluge recoge esta reveladora cita de Levschenko: «El espectador perdona. Acompaña. Completa». Esto sugiere que los finales eran reconocidos como falsos, pero se agradecía el truco.

Cuando Scarlett Johansson le preguntó a Woody Allen qué motivación debía tener para representar cierto personaje, el director le contestó: «Tu salario». También la motivación artística de Levschenko fue el dinero. La urgencia de exportar lo llevó a una intervención cercana a la vanguardia.

El productor dejó la Unión Soviética en 1937 y se mudó a Hamburgo, donde adaptó películas italianas y rumanas para el público sueco, agregando «escenas pornográficas de valor artístico».

Nunca actuó movido por la censura. Abundan los ejemplos de películas alteradas por causas políticas o morales. Durante el franquismo y el fascismo, el doblaje permitió hacer caprichosas modificaciones a las tramas que se veían en España e Italia. A veces eso daba lugar a una perversión mayor. Un ejemplo: para adecentar triángulo amoroso, el protagonista no visitaba a su amante sino a su hermana; las escenas eróticas se suprimían, pero las miradas revelaban que algo había entre ellos, transformando la visita familiar en un incesto.

Las soluciones de Levschenko nunca fueron tan burdas. Su objetivo era satisfacer al espectador, a tal grado que lo consideraba un recurso estético. Al respecto, escribe Kluge: «No creía que sus adaptaciones fuesen falsificaciones o engaños. Hablaba de una INERVACIÓN, como si el espectador mismo fuese un celuloide que se ha de exponer a la luz.»

No es casual que haya interesado a Alexander Kluge, escritor, filósofo, cineasta y asistente de Fritz Lang. El hueco que deja el diablo pertenece a un proyecto que lleva el título general de Crónica de los sentimientos. Levschenko se postulaba, precisamente, como un adaptador del sentimiento. El artista puede tener toda la originalidad que quiera, pero las costumbres y las emociones de los pueblos son estables. Los norteamericanos quieren fuegos artificiales; los rusos, melancolía.

Durante casi un siglo el mundo estuvo a punto de llegar a un desenlace atroz a causa de dos potencias incapaces de coincidir en su idea de los finales. Quizá hubiera sido posible que un adaptador como Levschenko ayudara a traducir las emociones de los enemigos.

Hubo otros atisbos de que esto era posible. En La segunda voz, Ved Mehta traza un perfil de George Sherry, intérprete de Nikita Krushov en la Asamblea de las Naciones Unidas.

Virtuoso del lenguaje, Sherry era capaz de encontrar equivalentes instantáneos para las expresiones más complejas. Si el premier ruso citaba a Pushkin, encontraba una frase de Shakespeare que decía exactamente lo mismo. A la capacidad de esa «segunda voz» para traducir no solo las palabras sino el misterio de los afectos se debió, al menos parcialmente, que el planeta no estallara bajo una nube nuclear.

Como en las películas de Vladislav Leschenko, lo mejor que puede pasarle al mundo es que tenga un falso final.

Juan Villoro, escritor.

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