El melodrama mexicano

Cuando los ciudadanos mexicanos encendieron sus televisores el primero de diciembre, día señalado para la investidura de Felipe Calderón como presidente de la República, no sólo comprobaron la crisis que azota al país, sino que observaron las condiciones en que habrá de continuar el melodrama en que se ha transformado nuestra vida política. Desde las primeras horas, en cuanto se rompió la tregua pactada entre las fracciones del Partido Acción Nacional y el Partido de la Revolución Democrática, el Congreso de la Unión volvió a ser escenario de trifulcas y denuestos. Más que en una arena de lucha libre especialidad nacional, la Cámara de Diputados se convirtió en el plató de una suerte de Big Brother político: las imágenes del Canal del Congreso mostraban, de manera ininterrumpida, a los legisladores que permanecían voluntariamente encerrados en el recinto a fin de defender sus trincheras. Decididos a no ceder en centímetro de terreno, los diputados del PAN y el PRD se enfrentaron una y otra vez, en rounds cada vez más burdos, y por fin decidieron pernoctar en el salón de sesiones. A fin de pasar aquellas horas de la manera más agradable, nuestros representantes no dudaron en encargar pizzas y tacos, prepararon sus sacos de dormir y, en los momentos más aburridos, se atrevieron a entonar rancheras al modo de Pedro Infante y Jorge Negrete en Dos tipos de cuidado. Nunca el rating del Canal del Congreso había sido tan elevado, y los espectadores sólo podían echar de menos la imposibilidad de expulsar a los diputados menos carismáticos.

Más allá de la náusea que provoca, el zafarrancho protagonizado por los legisladores ha de ser visto como la quintaesencia de nuestra democracia: un espectáculo vacuo e intrascendente, desprovisto de contenido, en el que se imponen las posiciones más radicales. Una democracia cada vez más risible y patética, en donde el desprecio hacia los ciudadanos sólo es comparable con la vulgaridad de un reality show.

Tras las elecciones de julio pasado, el país no ha dejado de estar sometido a este alud de vejaciones por parte de su clase política. Como el propio Tribunal Federal Electoral reconoció, la intervención ilegal del presidente y de los empresarios llegó a poner en peligro la validez de la elección, y aun así el PAN y los sectores afines al Gobierno no han cesado de continuar su campaña de odio. El propio Vicente Fox, en el colmo de la insensibilidad, se atrevió a presumir que él había ganado dos elecciones consecutivas. Felipe Calderón, por su parte, también pareció ignorar el significado real del 2 de julio y, sometido a presiones de toda clase, integró un Gabinete mucho más conservador que el de su predecesor (con sus peores ejemplos en las secretarías de Gobernación y Salud). Andrés Manuel López Obrador, por su parte, continuó su feroz campaña contra la izquierda, protagonizando actos tan irresponsables y delirantes como su particular "toma de posesión" y sus constantes amenazas a la estabilidad institucional.

El primero de diciembre se abrió, pues, con las peores expectativas. Fue entonces, cuando los legisladores del PAN y el PRD mantenían su enfrentamiento frente a un PRI más divertido que escandalizado cuando, como deus ex machina, Felipe Calderón hizo su mágica aparición en el Palacio Legislativo, acompañado por el fantasma de Vicente Fox. Apenas la noche anterior, en una maniobra que muchos celebran ya como muestra del temple del nuevo presidente, éste le había entregado ya la banda tricolor. De pronto, sin que nadie supiese cómo, la ceremonia dio inicio en medio de un impresionante griterío, sólo minimizado por los conductores que se hicieron cargo de la transmisión oficial.

Gracias a la eficacia del Estado Mayor, Calderón pudo jurar su cargo en sólo cinco minutos, dejando claro que su Gobierno no será tan timorato como el de Fox. Pero, más que demostrar su firmeza repentinamente avalada por toda la opinión pública, esta aparición súbita demuestra que Calderón está dispuesto a batirse contra López Obrador en el terreno que éste ha hecho suyo a lo largo de los últimos meses, el de los símbolos. Es allí, en ese México etéreo e inmaterial, construido por las dos fuerzas políticas antagónicas, donde habrá de continuar la feroz guerra que mantiene en vilo al México real, al de esos espectadores que han vuelto a quedar fuera de las prioridades de unos y otros y que han de contentarse con aplaudir o abuchear a sus representantes en virtud de su talento histriónico.

Por si esta batalla simbólica no hubiese quedado demostrada, vale la pena destacar cómo, en un retroceso a la peor época priísta, los comentaristas de la transmisión oficial se referían a la "tranquilidad" con que se había llevado a cabo la ceremonia mientras atrás se escuchaban los insultos perredistas, o cómo Diane Pérez se atrevió a loar la "mano dura" del nuevo presidente, sólo para ser corregida por su colega. No se trató de un simple descuido, sino un insulto a la inteligencia ciudadana. Un ultraje que se prolongó con el silencio que la televisión tuvo, a lo largo del día, hacia la marcha encabezada por López Obrador. Porque, si bien éste no hace sino perseverar en su autodestrucción mientras también inventa su México privado, los medios de comunicación no pueden suprimirlo sin más.

El primero de diciembre representó, pues, el triunfo de la ficción. O, en otras palabras, el disparo de salida del feroz combate por los símbolos que protagonizarán Calderón y López Obrador en los próximos meses. Por el bien del país, esperemos que uno y otro terminen por sepultar esta querella y, desde sus respectivos campos, se preocupen más por ese México real, cada vez más humillado, cuyo bienestar dependerá en buena medida de sus decisiones.

Jorge Volpi, escritor mexicano.