Uno de los rasgos del etnocentrismo que caracteriza a la cultura de Europa occidental es pensar que su secularización e indiferencia religiosa se extenderán inexorablemente por todos los lugares de la tierra. Todos no son como nosotros, pero acabarán recorriendo nuestro camino. Los sociólogos están de vuelta de este diagnóstico tan simple. La religión se encuentra en la raíz de muchos de los conflictos más graves de nuestro tiempo. La religión es el envolvente y la matriz de las diversas culturas. Más allá de las convicciones subjetivas e íntimas, la religión proporciona referencias últimas de sentido, vinculadas al proceso de socialización de los individuos y al mantenimiento de la identidad de las sociedades. La fe como decisión personal es absolutamente libre, pero como fenómeno social requiere ser civilizada; intentar eliminarla o recluirla en la esfera de lo privado es imposible y alienta sus rasgos más intransigentes. Estos días, que recordamos a Tarancón en el centenario de su nacimiento, vemos con pesar y preocupación cómo en España se está desandando estos últimos años buena parte de lo caminado durante la transición por esta delicada senda.
Con esta introducción pretendo subrayar lo mucho que está en juego en la V Asamblea del Episcopado Latinoamericano que se está celebrando estos días en el Santuario de Aparecida, en Brasil. Las conclusiones de esta Asamblea tendrán una importancia decisiva para la Iglesia, que reúne a casi la mitad de los católicos del mundo, y para la misma vida social del subcontinente dada la influencia del cristianismo. Los discursos pronunciados por el Papa con motivo de la inauguración del evento serán, sin duda, decisivos para el rumbo que tomen las deliberaciones.
Como existen clichés muy conocidos de su itinerario anterior, pocas veces se han seguido los primeros pasos de un Papa con tanta atención, quizá también con tantos prejuicios, como en el caso de Benedicto XVI. Como cabía esperar, su viaje a Brasil ha carecido de gestos populistas y de contacto directo con la gente, porque el 'estilo Ratzinger' es muy diferente al de su predecesor y porque se ha procurado, muy explicablemente, ahorrarle esfuerzos dada su edad y su estado de salud. Lo fuerte de este Papa son sus discursos: personalmente redactados, claros, directos y hondos ideológicamente. Las intervenciones claves han sido dos. Ante el episcopado brasileño y en la sesión inaugural de la V Asamblea del CELAM. Leeremos estos días interpretaciones muy diferentes y, a priori, podemos saber de dónde procederán los turiferarios y los críticos implacables. Tengo que decir que ser cristiano me parece incompatible con el culto a la personalidad, me azuza el espíritu crítico y también me invita a una gran receptividad de las palabras del Papa. Su mensaje ha sido diáfano, naturalmente con matices, y lo examino en tres pasos.
¿Qué diagnóstico ha hecho de la situación de la Iglesia y de la sociedad latinoamericana? Predominan los tintes sombríos. «Los tiempos de hoy son difíciles para la Iglesia. (...) La vida social está atravesando momentos de confusión desorientadora». Constata «un cierto debilitamiento de la vida cristiana del conjunto de la sociedad» y le preocupa especialmente el proselitismo agresivo de las sectas. En 1980, el 85% de los brasileños eran católicos y hoy lo son apenas el 70% de los 190 millones de habitantes. También lamenta la embestida del relativismo, el agnosticismo y el laicismo. Signos de la confusión desorientadora son el ataque a la santidad del matrimonio y de la familia, la extensión del aborto, todo ello favorecido por medidas legislativas; también menciona el desafío de la pobreza y de la miseria.
¿Qué actitudes debe adoptar la Iglesia en esta situación, que he presentado muy resumidamente? El discurso del Papa es netamente religioso y subraya la especificidad e irreductibilidad del encuentro con Dios. No hay ninguna polémica explícita con la teología de la liberación. La considera simplemente superada. Hace unos años participé como profesor en un curso de verano de la Complutense, en el Escorial, del que la gran figura era el cardenal Ratzinger. Eramos seis profesores, que comíamos en un reservado y las conversaciones de sobremesa fueron apasionantes. Los periodistas acuciaban al cardenal con la teología de la liberación, pero a nosotros nos decía que consideraba que había ya dejado de ser un problema, que el tema no tenía más recorrido, y que lo que le preocupaba realmente era el relativismo de la cultura occidental que había renunciado a la existencia de una verdad objetiva. En efecto, este pensamiento es un gran eje en el magisterio del Papa actual.
En el discurso a los obispos brasileños, en otro tiempo los más progresistas, las directivas del Papa fueron especialmente concretas: la tarea prioritaria es evangelizar a unas masas meramente bautizadas, los obispos deben vigilar la ortodoxia doctrinal y la disciplina eclesiástica, sacramental y ritual. Habló de «devolver a la liturgia su carácter sagrado», lo que parece suponer que se ha perdido. La «opción preferencial por los pobres», que se erigió en columna vertebral de la pastoral en Medellín, tras el Vaticano II, ha perdido su centralidad. Pero el Papa es bien consciente del desafío de la pobreza y de la miseria. «La evangelización ha ido unida siempre a la promoción humana y a la auténtica liberación cristiana» (evita hablar de 'liberación' a secas). También dice que hay que ayudar a «las personas en situación de pobreza», que la Iglesia tiene que estar cerca de ellas y defender sus derechos. Pero pone en guardia contra las ideologías que afirman que todo se arreglaría con un cambio de estructuras. Ratzinger, contundente pero matizado, reconoce que «las estructuras justas son una condición sin la cual no es posible un orden justo en la sociedad», pero pone todo el énfasis en que esto no basta, que es necesario una conversión de los individuos. Y las ideologías que han prescindido de esto -el marxismo y lo que vemos en occidente (a lo que no pone nombre)- han llevado a situaciones de deshumanización.
El Papa no niega que un no creyente «pueda vivir una moralidad elevada y ejemplar», pero también afirma que una sociedad en la que Dios está ausente se queda sin base para unos valores morales compartidos que pueden afectar, a veces, a los propios intereses inmediatos. Pienso que aquí se refleja una preocupación muy europea, concretamente el reconocimiento de la cultura cristiana si no se quiere desarbolar moralmente a la sociedad. En cualquier caso, el Papa deja bien claro que la Iglesia no se identifica con ninguna opción política y defiende una «sana laicidad», lo que le confiere autoridad para formar las conciencias y defender a los pobres. Los gobiernos venezolanos y bolivianos, sin embargo, han visto una injerencia política cuando el Papa ha aludido a «ciertas formas de gobierno autoritarias y sujetas a ciertas ideologías».
¿Qué pensar del mensaje de Benedicto XVI? Hago unas reflexiones sobre la función social de sus palabras y no sobre su contenido doctrinal. El Papa subraya con enorme fuerza la tarea de los obispos como garantes de las directrices romanas, y apenas habla de la necesidad de inculturar el mensaje y las formas eclesiales, ancestralmente eurocéntricas. Puede pensarse que uno de los factores de la expansión de las sectas es su agilidad organizativa, su capacidad de responder a necesidades de la gente más sencilla y de darles protagonismo y reconocimiento. La Iglesia católica es lenta de movimientos, muy jerárquica y clerical y poco participativa. Un gran reto es hacerse «africana con los africanos y latinoamericana con los latinoamericanos...» (San Pablo decía que él «se hacía judío con los judíos y gentil con los gentiles»). Las Iglesias locales llevan años perdiendo la autonomía que el Vaticano II parecía atribuirles. La comunión con Roma se traduce, en la práctica y con demasiada frecuencia, en el control de las iglesias locales por la curia romana, lo que se está poniendo de manifiesto en la política de nombramientos de obispos, dirigida por centros de poder eclesiástico bien identificados, que valoran el servilismo y el clericalismo. El episcopado latinoamericano, que ha dado algunas de las grandes figuras del cristianismo contemporáneo (Óscar Romero, Hélder Cámara) y fue pionero en el Concilio, es hoy irreconocible.
La 'opción por los pobres' no es ni excluyente ni deudora de ideologías extrañas. Nacía de la entraña del evangelio e impulsaba unas comunidades cristianas, en las que los pobres no fuesen objeto de la caridad de los ricos sino protagonistas, acogedores del mensaje liberador de Jesús, a cuya luz revertían su situación social en valores alternativos y de superior calidad moral a los dominantes; se convertían así en germen de una Iglesia testigo del mundo nuevo de Dios. Esperemos que los obispos reunidos en Aparecida sean capaces de retomar, purificar e impulsar la más genuina aportación latinoamericana a la catolicidad de la Iglesia.
Rafael Aguirre