¿Acabará la "extensión indeseada de la misión" de la intervención de Occidente en Libia por crear sin querer un baluarte yihadista a las puertas del sur de Europa?
Por supuesto, se debe aplaudir a las potencias occidentales por sus esfuerzos, con el apoyo de Catar y los Emiratos Árabes Unidos, por evitar una masacre de civiles en Libia. El mundo democrático no debe quedarse de brazos cruzados mientras un tirano utiliza la fuerza militar para masacrar a la población civil. Pero, si se ha de evitar a los déspotas carezcan de límite alguno para sus actividades represivas, toda intervención - ya sea militar o en la forma de sanciones económicas y diplomáticas- debe pasar la prueba de imparcialidad.
La agitación política actual en el mundo árabe podría transformar Oriente Próximo y África del Norte de la misma manera que la caída del Muro de Berlín en 1989 significó un cambio fundamental para Europa. De hecho, 1989 marcó un hito de un periodo en el que se produjeron los más profundos cambios geopolíticos mundiales en el marco temporal más comprimido de la historia. Sin embargo, en las décadas posteriores los gobernantes, regímenes y prácticas del mundo árabe parecieron haberse establecido firmemente .
En 1989, Francis Fukuyama proclamó en un famoso ensayo que el fin de la Guerra Fría marcó el final de la evolución ideológica, "el fin de la historia", con la "universalización de la democracia liberal occidental como forma final de gobierno humano". No obstante, dos décadas más tarde la propagación mundial de la democracia se ha visto enfrentada a vientos en contra cada vez más fuertes. Sólo una pequeña minoría de estados de Asia, por ejemplo, son verdaderas democracias.
De hecho, ha surgido una nueva brecha bipolar e ideológica al estilo de la Guerra Fría. El surgimiento del capitalismo autoritario - cuyo mejor exponente es China, pero abrazado también por países tan dispares como Malasia, Singapur, Kazajistán y Catar- ha creado un nuevo modelo que compite con la democracia liberal (y la desafía).
El levantamiento popular en el mundo árabe muestra que el desarrollo del poder democrático depende de dos factores internos clave: el papel de las fuerzas de seguridad y la sofisticación tecnológica de la capacidad represiva del estado. En las últimas semanas, las fuerzas de seguridad han dado forma a los acontecimientos de maneras diferentes en tres estados árabes.
El levantamiento popular de Yemen ha dividido el sistema de seguridad, haciendo que diferentes facciones militares estén ahora a cargo de diferentes barrios de la capital, Sana. En Bahréin, por el contrario, la monarquía ha recurrido a mercenarios suníes extranjeros que predominan en su policía para disparar contra los manifestantes, que son en su mayoría chiíes.
En Egipto, la negativa de los militares a ponerse del lado del ex presidente egipcio, Hosni Mubarak, ayudó a poner fin a su dictadura de 30 años. Acostumbrado a ejercer el poder, el ejército se había vuelto cada vez más suspicaz ante los intentos de Mubarak de preparar a su hijo como su sucesor. Sin embargo, los discursos y análisis sobre la libertad no pueden ocultar la realidad de que la "revolución" popular hasta ahora ha producido sólo un golpe militar directo. La ley de emergencia, que se lleva aplicando por décadas, sigue todavía en vigor y la dirección política del país es incierta.
En cuanto al segundo factor interno clave, la capacidad de un estado de vigilar las comunicaciones móviles y electrónicas y el acceso a Internet se ha vuelto algo tan importante como las botas y las porras. China, por ejemplo, es un modelo de eficiencia despótica: su sistema de seguridad interna se extiende desde la más moderna vigilancia y centros de detención extrajudiciales hasta un ejército de informantes pagados y patrullas de barrio que detectan a los alborotadores.
En respuesta a las llamadas de algunos chinos que residen en el extranjero para que la gente se reúnan los domingos en sitios específicos de Shanghai y Beijing para ayudar a lanzar una revolución molihua (jazmín), China ha revelado una nueva estrategia: repletar de policías las plazas donde se pretende protestar para no dejar espacio a los manifestantes. Más importante aún, como líder mundial de la censura estricta y en tiempo real de las comunicaciones electrónicas, China se encuentra en una sólida posición para impedir cualquier contagio de las revueltas árabes.
Los factores externos son especialmente importantes en países más pequeños y débiles. Nada ilustra esto mejor que Bahréin, donde Arabia Saudita -que ha contribuido más que cualquier otro país a la propagación mundial de la yihad- envió fuerzas bajo la bandera del Consejo de Cooperación del Golfo para aplastar las protestas pacíficas. De hecho, el esfuerzo de Arabia Saudita de apuntalar el régimen de Bahréin tiene paralelos con la intervención de la Unión Soviética en Afganistán en 1979 para reforzar un régimen aliado acosado: una invasión que condujo al multimillonario proceso de armamento de los rebeldes afganos, tras el cual se encontraba la CIA, y el consiguiente ascenso del terrorismo islámico trasnacional.
Libia también es un país débil y dividido. En efecto, el hecho de que la CIA esté llevando a cabo operaciones encubiertas dentro del país y ayudando a los rebeldes locales crea el riesgo de que Occidente pueda estar creando otro centro yihadista. Después de todo, la ampliación de la misión dirigida por la OTAN desde un objetivo limitado y humanitario a un asalto total sobre el ejército libio hace pensar a algunos árabes que esta guerra gira en realidad en torno a asegurar que la región no salga de control occidental. La intervención parece haber sido impulsada por un imperativo geopolítico de derrocar o eliminar al coronel Muammar Gadafi para que su régimen no pueda explotar el vacío político de sus vecinos Egipto y Túnez.
Si bien es claro que gran parte del mundo árabe está en transición, no está todavía claro el punto final. Sin embargo, al parecer, la administración de Barack Obama ha concluido que los monarcas árabes probablemente sobrevivan, mientras que los presidentes árabes son más propensos a caer, y que es aceptable para los Estados Unidos seguir mimando reyes tiránicos.
Por desgracia, este doble rasero transmite el mensaje de que el empoderamiento democrático en cualquier sociedad sólo es posible si beneficia los intereses de las grandes potencias. Nadie tiene mayor interés en la amplia aceptación de esta nociva idea -el que la promoción de la libertad humana no es más que una herramienta geopolítica- que la autocracia más grande, antigua y poderosa del mundo, China.
Por Brahma Chellaney, profesor de Estudios estratégicos en el Centro de Estudios de Políticas de Nueva Delhi y autor de Asian Juggernaut: The Rise of China, India and Japan, publicado por Harper Paperbacks, 2010, y Water: Asia’s New Battlefield, publicado por Georgetown University Press, 2011. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.