El mensaje soy yo

Ada Colau lleva un tiempo presentándose como una política bisexual. No es la primera figura política que usa algún rasgo de su identidad —en este caso, sexual— como un arma política. Sin ir más lejos, Gabriel Rufián, que hizo de la caricatura del charnego independentista su credencial política, o Pablo Iglesias y Rodríguez Zapatero, que insinuaron alguna vez que su condición de nietos de represaliados les otorgaba una virtud política, también apelaron a la idea de que, políticamente hablando, “el mensaje soy yo”.

Por su parte, Colau habló hace unos meses de una novia italiana que había tenido con veinte años. Unos pocos meses después, se autodefinió como una alcaldesa “bisexual”. Y hace sólo unas semanas, especificó que había tenido varias relaciones con mujeres, pero que si había mencionado sólo a la italiana era porque había sido más importante. ¡Ah, cuando se trata de la vida, Italia siempre deja huella!

Si entiendo bien, la pretensión de Colau, al desvelar con quién se iba a la cama, es la de normalizar el hecho de que un político pueda no responder al canon heterosexual. Hasta aquí, perfecto. Sin embargo, no son pocos los políticos de quienes sabemos, porque ellos mismos nos lo han contado, que no son heterosexuales. La diferencia es que no sabemos si tuvieron una pareja, o varias, o si fue italiana, o si su experiencia fue en 1994 o en 2018. Hay, en las declaraciones de Colau, una impudicia a mi juicio innecesaria para visibilizar la marginación del colectivo no-heterosexual. Es “el mensaje soy yo” con una pequeña dosis de morbo.

Yo diría que lo normal, en todo caso, es que haya políticos abiertamente gais, o bisexuales, no que esos políticos nos cuenten, cada vez que se les pregunta o incluso cuando no se les pregunta, detalles de sus relaciones. Las declaraciones de Colau mezclan cierto exhibicionismo y esa voluntad de hacer política no con acciones, ideas o argumentos, sino con el ejemplo; lo progre no consistiría tanto, o no sólo, en hacer políticas favorables a la emancipación de colectivos marginados, sino en mostrarse como un miembro más de ese colectivo, dando a entender que hace falta tener pedigrí de marginado para hacer genuinas políticas contra la marginación, o sea, una suerte de pedante aristocracia política por abajo.

Pero si nos tomamos en serio la idea de “el mensaje soy yo” y la sometemos a un escrutinio diacrónico, ¿cuál sería, en realidad, el mensaje de normalidad que estaría intentando transmitir Colau? Siendo joven, tuvo una novia que la marcó mucho y ahora ya no tiene ninguna novia, sino un marido con el que ha tenido dos hijos. Así las cosas, el mensaje político, si éste es analizado de forma diacrónica y sin quedarse en lo superficial, es el siguiente: lo que vendría a ser normal es ser bisexual de joven y luego terminar formando una familia de lo más convencional y heteronormativa; algo así como: “De joven, hice cosas locas, pero luego me he estabilizado”.

¿Pero hay algo más heteronormativo, prejuicioso y fingidamente progre que relacionar las experiencias gais con los momentos de mayor fervor sexual y de más inmadurez de la vida, o sea, con la juventud y, en cambio, conectar lo heterosexual, la familia tradicional y el deseo sexual menguante con la madurez de la vida adulta? ¿No estaría Colau sugiriendo que la homosexualidad es un juego romántico posadolescente, pero que lo normal, cuando uno se desarrolla como persona, es la heterosexualidad y la familia convencional?

Si la biografía de Colau, con todo su arco narrativo, es el mensaje político, entonces el contenido del mismo sugiere que se trata de una persona conservadora para quien las relaciones gais fueron básicamente un destello de confusión juvenil enamoradiza —y más tarde una frívola manera de acumular capital político— pero no una posibilidad adulta seria.

Juraría que el proyecto político de Colau no guarda ninguna relación con tal noción de “normalidad”, así que me acuden dos posibles respuestas para deshacer semejante incoherencia: o bien hay algo erróneo en la manera en la que Colau ha conducido su vida íntima o bien hay algo erróneo en la estrategia de “el mensaje soy yo”.

El juicio contenido en la primera respuesta se me antoja inaceptable, así que ¿por qué no abandonar de una vez esa insistencia en ponerse como ejemplo de lo moralmente admisible y volver a articular un discurso político en el que lo importante sean las ideas y no el “yo” omnipresente?

Pau Luque es profesor de Filosofía del Derecho en la UNAM. Acaba de publicar La secesión en los dominios del lobo (Catarata).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *