El mérito de apellidarse Verstrynge

Los mitos sirven para sustituir una explicación racional o pseudoracional imposible, indeseable o inaceptable. El de la meritocracia no es más que otro mito moderno, utilizado para justificar la injusticia, para legitimar un sistema que abandona a quienes no gozan de privilegios de nacimiento o herencia en pos de quienes en su punto de partida ya gozan de ventajas que serán inalcanzables para el resto.

El mantra ultraliberal del querer es poder, que sitúa al individuo aislado de su contexto social como único responsable de sus designios, ha calado de tal manera en las sociedades modernas que, lejos de crear una corriente imparable de triunfadores, lo que ha generado es culpa, ansiedad, sensación de fracaso y una larguísima lista de problemas derivados de la frustración de no alcanzar tus objetivos. Porque si no lo has conseguido es que no te has esforzado lo suficiente. Si no has cumplido tus sueños es que te han faltado agallas. Si tras matarte a trabajar durante toda tu vida adulta tu final de mes comienza el día 15, algo habrás hecho mal. Todo ello, a pesar de que sepamos por reputados economistas como Branko Milanovic que alrededor del 75% de nuestros ingresos durante la vida adulta se deben a circunstancias que no dependen de nuestro esfuerzo o nuestra elección.

Y no estoy hablando de mí, como es de entender. Yo he tenido la inmensa suerte de nacer en una familia que, aunque muy lejos de ser millonarios —incluso ricos—, ha gozado de una relativa tranquilidad económica que me ha permitido formarme adecuadamente en aquellos ámbitos que más me han interesado. Lo triste, lo grave, no es que yo hable de meritocracia viniendo de donde vengo, teniendo los apellidos que tengo. Lo realmente lamentable es que haya tanta gente —en mi misma posición y en posiciones infinitamente mejores— que sea incapaz de comprender que aquellos que no han tenido un punto de partida favorable merecen exactamente las mismas oportunidades. Lo preocupante es que a nuestras élites económicas, políticas, culturales les falte la sensibilidad intelectual para entender algo tan básico como que un país que forma a su población, un país igualitario con una fuerza de trabajo preparada y en disposición de hacer realmente méritos redundaría en beneficio tanto del país como de sus empresas e industrias.

Sí, la falsa meritocracia es un mito. Y esto no significa que se abogue por abolir el esfuerzo, por castigar a aquellos que destacan en sus trabajos o por no aplaudir al que, honradamente y trabajando duro, ha alcanzado una vida plena. Michael Sandel, profesor de Filosofía Moral de la Universidad de Harvard, en La tiranía del mérito lo explica con claridad meridiana: la movilidad social no es fruto del esfuerzo desde el momento en que padres adinerados, o con gran capital social, aprovechan su situación de privilegio y redes de contactos para dotar a sus hijos de una educación o una cultura más cara o más amplia que se traduce en ventaja para ser admitido en mejores universidades y puestos de trabajo.

Los datos hablan claro: la pobreza y la riqueza son básicamente hereditarias. En España, el 56% de los niños cuyos padres solo alcanzaron la educación primaria permanecerán en bajos niveles educativos. Al menos un 44% de las diferencias de renta se pueden explicar por la desigualdades de origen; casi el 70% de los hijos de padres con bajo nivel educativo no llegan a la Universidad, y el ingreso de los padres influye enormemente en el ingreso de los hijos. El 80% de los niños que nacen en familias pobres mueren pobres.

Por eso, en las últimas décadas, los partidos han preferido hablar de movilidad social y de igualdad de oportunidades en lugar de igualdad de condiciones; es la única forma de justificar los privilegios. Se han desvanecido todos los ideales igualitarios para una parte de la esfera pública, liquidando con ellos la idea de equidad. Ahora, nuestra responsabilidad como sociedad es trabajar para paliar la desigualdad. ¿Cómo? Cuidando y reforzando el Estado en pos de la igualdad real; blindando la sanidad y la educación públicas; ampliando las becas universitarias por ingresos; estableciendo escuelas infantiles gratuitas; redistribuyendo la riqueza con una reforma fiscal que grave a las grandes empresas y los grandes patrimonios; formalizando prestaciones universales o aplicando otras como la herencia universal; fortaleciendo el sistema de protección social; facilitando el acceso a las oposiciones públicas... En definitiva, poniendo los recursos del Estado al servicio de todos para que todos tengamos las mismas condiciones de salida. Una vez conseguido, y solo entonces, podremos hablar de esfuerzo, de mérito.

Sandel también nos advierte de que la retórica del mérito, ajeno a la realidad de las condiciones materiales de las que se parte, nos vuelve insolidarios y soberbios. No estamos, por tanto, ante un problema exclusivo de desigualdad, sino de aquellos valores que impregnan y rigen nuestra vida social.

Es un buen momento para replantearnos qué es el éxito y qué cabida debe tener en nuestras sociedades. Porque el éxito, históricamente, se ha identificado casi exclusivamente con ganar cuanto más dinero mejor y exprimir al máximo el mundo en el que vivimos, pasando por encima, si hace falta, de la ética y la moralidad. Todos conocemos la increíble historia del joven Bill Gates, que forjó un imperio tecnológico desde el garaje de su casa, porque la letanía meritocrática tiene que aprovechar estas excepciones para perpetuarse en el tiempo. Pero nadie te hablará de todas aquellas personas que se han dejado literalmente la vida en sus proyectos, más o menos humildes.

La igualdad de condiciones, la equidad, los factores que determinan la posición desde la que partimos han de ser objetivo prioritario para todos. Objetivo que solo se podrá alcanzar si somos valientes y firmes al aplicar unas políticas de redistribución que contribuyan definitivamente a cambiar el paradigma. Esto no significa estar en contra del esfuerzo ni de los logros conseguidos por mérito propio, sino querer revalorizarlos y resignificarlos. El éxito no es lo que hemos aprendido a fuerza de propaganda. Por eso, debemos reivindicar la libertad de realización personal y no la satisfacción con el sistema.

Lilith Verstrynge es secretaria de Organización de Podemos.

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