¿Qué tiene La Moncloa que acaba con la salud psíquica de sus inquilinos? El único que salió de ella relativamente normal fue Leopoldo Calvo Sotelo, y no sabemos si atribuirlo a su corta estancia o a ser un hombre de sólida formación intelectual, ausente en el resto. González acabó mal, Aznar peor, y Zapatero lleva camino de batir el récord. Tanto es así que, a diferencia de sus antecesores, puede acabar también con el país. Aunque, más que de un «síndrome de La Moncloa», puede tratarse de un problema de personalidad.
¿Quién es este hombre que nos gobierna, joven, atractivo, simpático, maestro del regate corto y excelente polemista? Sobre él han corrido ríos de tinta y vertido las más distintas opiniones. La última, considerarle un Maquiavelo autóctono, lo que advierte de lo poco que sabemos de Maquiavelo, ya que su «Príncipe» nunca hubiese llevado a su reino al calamitoso estado en que se encuentra el nuestro. Solo en el sentido más peyorativo que aquí le damos —el de alguien «sin palabra mala ni obra buena»— puede aplicársele, pues Maquiavelo, como Gracián en su «Héroe», intentó reflejar un verdadero hombre de Estado, algo muy lejos de nuestro actual presidente del Gobierno.
Lo primero que choca de José Luis Rodríguez Zapatero son los contrastes que ofrece. Segurísimo de sí mismo, parece estar siempre huyendo de algo. Cordial en apariencia, se percibe a primera vista que intima con pocos, si alguno. De grandes ideas generales, naufraga estrepitosamente en las concretas. Fuertemente ideologizado, no tiene el menor inconveniente en tirar por la borda sus principios. Y así sucesivamente, lo que le lleva, no ya al bipolarismo, sino a un multipolarismo ininterrumpido en su gestión: pide coherencia, siendo incoherente consigo mismo; pide sinceridad, sin practicarla; pide planes a largo plazo, y solo piensa en las próximas elecciones; pide sacrificios, pero no está dispuesto a hacerlos; pide pactos, y es el primero en querer borrar al adversario. Como si su cabeza fuese una olla de grillos, y su corazón, una hoja que va y viene según sopla el viento.
¿Cuál es el secreto de este hombre que en seis años ha enfrentado a los españoles más que ningún otro gobernante desde la Transición, que ha hecho retroceder a España política y económicamente al nivel más bajo en su nueva etapa democrática, y, sin embargo, ha sido reelegido? Va ya para dos años que en otra Tercera de ABC apunté lo que me parecía el rasgo fundamental de su política y la clave de su éxito: Zapatero gobierna apoyado no en las virtudes sino en los vicios españoles: la envidia, la improvisación, el instinto cainita, el no reconocimiento de las culpas propias para descargarlas en los demás, el prestar más atención a lo secundario que a lo principal, la falta de un conocimiento profundo del mundo moderno y el disparar primero para apuntar después. Todo ello nos lleva, primero, a equivocarnos con frecuencia, y luego a una huida de la realidad, por resultarnos desagradable, que a su vez conduce a nuevos errores. Si se fijan, son los rasgos característicos de la política de Zapatero, que se mete en tremendos berenjenales, para costar luego Dios y ayuda salir de ellos, si se sale. Recuerden la negociación con ETA, el estatuto catalán, la crisis económica o el reciente respaldo a Trinidad Jiménez. Siempre por no haber calculado las consecuencias y confundir los deseos con la realidad. Pero eso es algo común a la mayoría de los españoles, lo que nos trae una empatía irrefrenable hacia esa política de irresponsabilidad e improvisación ininterrumpidas. Un político que nos dijera: «No pidas a tu país lo que puede hacer por ti, sino piensa en lo que tú puedes hacer por tu país» no tendría mucho éxito entre nosotros.
Sigo pensando que ese es el rasgo fundamental de la política de Zapatero y el secreto de su permanencia en el poder, pese a los innumerables fracasos que ha cosechado. El último problema, sin embargo, no es que lo haya hecho mal, sino que no lo reconoce, que sigue instalado en el autoengaño, convencido de que, en el fondo, tiene razón y de que lo que está ocurriendo no son más que perturbaciones pasajeras, tras las que volverá a brillar su proyecto. Es lo que le hace ver luz al fondo del túnel cada poco y adoptar las medidas que le imponen sin ganas, con tantos condicionantes que no surten efecto. O contradecirse continuamente sin darle importancia. Lo que nos lleva a lo que podríamos llamar el sanctasanctórum del zapaterismo, a la clave de su ser y su quehacer: el carácter providencial que se atribuye, el sentirse elegido por una fuerza superior, desde luego no religiosa, pero tan potente o más que la divina, para lograr cosas inaccesibles a los demás. Los fundamentos de tal convicción tienen una base real. Estamos ante un hombre sin apenas méritos destacables. Su carrera fue del montón, profesionalmente no brilló, y como político se limitó a calentar el asiento del Congreso y votar lo que le ordenaban durante varias legislaturas. Hasta que, debido a una serie de circunstancias extraordinarias —descomposición del régimen felipista, gatillazo de Borrell, derrota de Almunia frente a Aznar— surge la oportunidad para este desconocido que, ante la sorpresa de todos, bate al favorito del partido, Bono. Aquello pudo ser pura chiripa y hábil maniobra de José Blanco, pero, cuando la arrogancia de Aznar en su última etapa se dio la mano con los atentados del 11-M y el enorme error de atribuirlo a ETA, se creó una combinación política tan explosiva que hizo saltar por los aires la escena política española y colocar a su frente a un desconocido. ¿Cómo no iba a sentir ese hasta entonces anónimo ciudadano que estaba señalado por el destino? ¿Cómo no iba a creerse un elegido?
«Yo —tuvo que decirse—, que estoy menos preparado que tantos dentro y fuera de mi partido, que he hecho menos méritos y soy menos conocido que ellos, les he ganado a todos. Algo debo de tener, algo superior a todas las facultades intelectuales y morales. Algo que me hace, a la vez, especial e invulnerable».
Fue lo que le empujó a iniciar una política no solo distinta a todas las que se habían llevado en la España democrática, sino también a la de sus antecesores: enfrentarse con Estados Unidos, pactar con partidos claramente independentistas, establecer un cordón sanitario en torno al principal partido de la oposición, prometer a los catalanes lo que no podía darles, reescribir la historia con ánimo revisionista, ofrecer a ETA lo que nadie le había ofrecido, cuestionar la Transición y un largo etcétera que culminó en negar la crisis económica cuando la veían hasta los ciegos y a tomar las medidas erróneas contra ella. Lo peor es que, a estas alturas, sigue instalado en el convencimiento de que el destino vendrá en su ayuda y todo se resolverá por esa fuerza especial que ha llevado a un hombre como él a presidir el Gobierno de un viejo Estado. Su único problema es la realidad. Pero alcanzada la altura que él ha alcanzado, la realidad semeja minúscula y desdeñable, como los pueblecitos desde un avión. Más, cuando ha procurado rodearse de personas que no le contradicen; al revés, le confirman cada mañana, como el espejo de la madrastra de Blancanieves, lo hermoso, inteligente y amado que es. Metido en este «trip» narcisista, Zapatero planea sobre problemas y dificultades, con esa sonrisa entre beatífica y anodina que exhibe cuando le preguntan sobre ellos, mientras abre los brazos, no sabemos si para abrazarnos o para decirnos «a mí, que me registren».
Cuánto tiempo podremos permitirnos el verdadero lujo de un presidente de Gobierno que no sabe nada, no entiende nada y no hace nada, pero que cree saberlo todo, entenderlo todo y poderlo todos, es ya más cuestión de fe que de política. Fe en los milagros, en los que creen incluso los ateos en España.
José María Carrascal, periodista.