El México de López Obrador

Quien quiera saber algo de las extrañas aguas en que México navega hacia el futuro debe leer el libro de Andrés Manuel López Obrador, el hombre que trata por tercera vez de ganar la presidencia y va adelante en las encuestas.

El libro se llama 2018: La salida. Decadencia y renacimiento de México. El retrato de la decadencia carga las tintas al describir los males del país. La promesa de renacimiento es de una simpleza que desarma. Pero la mezcla del relato indignado y de la promesa utópica toca parte de las “ganas de creer” que hay en el fondo de la incredulidad mexicana.

Según López Obrador, desde que se implantó en 1983 el “modelo neoliberal”, México es “una “república simulada, no un gobierno del pueblo para el pueblo”. Desde entonces, afirma, el “Estado ha sido convertido en un mero comité al servicio de una minoría rapaz”.

Tolstoi ha dicho: “Un Estado que no procura la justicia no es más que una banda de malhechores”. Desde 1983, asegura López Obrador, México está gobernado por una banda de malhechores : una “mafia en el poder”. Los instrumentos de esa mafia son “privatizar, sinónimo de robar”; el “contratismo voraz”; “la delincuencia de cuello blanco”; y haberle torcido “el pescuezo a la gallina de los huevos de oro”: la renta petrolera monopólica de Pemex.

El recuento es eficaz y deja al lector colgado de la memoria de sus propias iras. Lo que uno espera a continuación es la promesa de limpia. Pero lo que sucede a continuación es que López Obrador otorga el perdón a los malhechores.

Escribe: “Les decimos a los integrantes del grupo en el poder que a pesar del gran daño que le han causado al pueblo y a la nación no les guardamos ningún rencor y les aseguramos que tras su posible derrota en 2018 no habrá represalias, persecución o destierro para nadie” (página 102).

Si prometiera esto otro candidato, López Obrador diría que tanta magnanimidad no puede ser sino complicidad. Y tendría razón.

Pasado el trago del perdón, López Obrador se desborda en su propuesta. Cree, con el general Francisco J. Múgica, amigo del presidente Lázaro Cárdenas, paradigma histórico de López Obrador, junto con Fidel Castro y Salvador Allende, que para lograr la prosperidad de México hacen falta sólo “la simple moralidad” y “algunas pequeñas reformas”.

López Obrador no ha ido muy lejos para encontrar al personaje que encarna la reserva de “simple moralidad” que Múgica soñaba. Le ha bastado verse en el espejo: la reserva de “simple moralidad” que le falta a México es él mismo. Él es el instrumento capaz de poner fin a la corrupción que agobia a la república. Bastará hacerlo presidente, y la limpia vendrá desde arriba.

Explica: “Los comportamientos corruptos, aparentemente estructurales, se van a eliminar con relativa facilidad porque, entre otras cosas, el presidente de la república no será parte de esos arreglos y, por el contrario, se convertirá en el principal guardián del presupuesto y en promotor decidido de la nueva cultura de la honestidad dentro del Gobierno y en la sociedad” (página 151).

La suspensión de la corrupción, según López Obrador, permitirá al Gobierno un ahorro de 500.000 millones de pesos cada año, con los cuales el Estado podrá recobrar la iniciativa destruida por el neoliberalismo, hacer las inversiones necesarias para que haya crecimiento económico y equidad social, y atraer la inversión privada en proporciones de 1 a 16: por cada peso invertido por el Estado, los privados pondrán 16, como fue el caso, según López Obrador, durante sus años de gobierno de la Ciudad de México (2000-2005).

Mediante estas sencillas fórmulas, México crecerá al 4% en los primeros cuatro años del Gobierno de López Obrador, y al 6% en los dos últimos. Para entonces “los trabajadores habrán recuperado cuando menos el 20% de su poder adquisitivo. Ningún mexicano padecerá hambre y nadie vivirá en la pobreza extrema. Los adultos mayores gozarán de pensiones justas y vivirán sin preocupaciones materiales y serán felices”.

Porque López Obrador no sólo quiere traer a México prosperidad y bienestar, también quiere implantar una “república amorosa para promover el bien y lograr la felicidad” (página 261).

Dejamos aquí los linderos de la política y entramos en los del delirio o la fe. La agenda se vuelve evangelio, el proyecto político, camino a la felicidad.

No he visto nunca en López Obrador sino a un político profesional. Soy incapaz de penetrar o de creer en su dimensión ética o moral. Lo que veo en su evangelio es sobre todo el propósito político. Creo que lee bien la revuelta moral (contra la corrupción, contra la impunidad, contra la ineficacia del Gobierno) que recorre México. Para subirse a esa creciente marea ha decidido ir un paso más allá del discurso de la indignación, hasta el discurso religioso.

Creo que actúa en esto con pragmatismo absoluto, subiendo las apuestas: si tenemos que hacer promesas incumplibles, que sean gigantescas; si tenemos que dar soluciones difíciles, que sean absolutas; si tenemos que estimular la fe, prometamos el cielo en la tierra.

El llamado a creer puede ser la pieza más potente de la propuesta de López Obrador, porque está leyendo algo sencillo y profundo de las emociones que dominan el desencanto mexicano.

Ese algo podría resumirse de la siguiente manera: ahí donde todos dicen ya no creer en nada, debe haber unas ganas enormes de creer en algo que rompa con todo.

No hace falta que las ganas de creer ganen las emociones de todos los mexicanos. Basta con que un tercio de los votantes se disponga a creer que la promesa de López Obrador se hará realidad. Entonces López Obrador ganará la presidencia y los mexicanos pagaremos por partida doble: por no haber creído en nada y por haber creído de más.

La república amorosa de López Obrador quiere volver al México anterior a 1983. Busca la restauración del viejo Estado grande y el viejo presidencialismo populista. Es la versión mexicana del oleaje de utopías regresivas que bañan al mundo.

No es una casualidad histórica que vaya ganando.

Héctor Aguilar Camín es escritor y director de la revista Nexos.

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