El miedo

Tres hechos, dos de ellos recientes, me impulsan a escribir este artículo. Tres hechos que muestran, a mi juicio, el miedo que siente la clase dirigente española -incluida, claro está, la clase política- a afrontar debidamente el llamado problema catalán, que no es de hecho tal, sino el problema español de la estructura territorial del Estado o, dicho más claramente, el problema del reparto del poder político. Un miedo que se manifiesta en una triple actitud: miedo a reconocer explícitamente la existencia del problema, miedo a plantearlo en sus justos términos y miedo a resolverlo debidamente.

Miedo a reconocerlo. El pasado lunes día 20 se produjo una singular coincidencia televisiva: el debate entre los cinco candidatos a presidir la Comisión Europea y el debate entre Elena Valenciano y Miguel Arias Cañete, cabezas de cartel del PSOE y del PP. Se celebraron uno tras otro, con pocos minutos de pausa. Finalizada la discusión europea, comenzó la española. El debate europeo no eludió ninguno de los grandes temas presentes sobre la mesa, entre ellos Ucrania, Escocia y, por supuesto, Catalunya. En el debate español, por el contrario, no se hizo ninguna referencia a Catalunya. Lo impidió el pacto de hierro existente entre los dos grandes partidos hasta hoy hegemónicos (¿por qué no decir partidos turnantes?), en virtud del cual se excluye siempre del debate político cualquier tema que pueda desequilibrar de veras el sistema en el que ambos partidos viven, vegetan y medran. En suma, Catalunya estuvo presente en el debate europeo, mientras que en España reinó un espeso silencio. No se juega con las cosas de comer.

Miedo a plantearlo. Percibí este temor al escuchar hace pocos días, a lo largo de un encuentro, las razones de varios políticos madrileños que, sin tener hoy responsabilidades directas de gobierno, sí forman parte de la intendencia ideológica del poder. Estas fueron sus palabras: “No habrá choque de trenes“; “el Gobierno central no se impondrá por la fuerza”; “no vendrá la Guardia Civil”; “ningún presidente de Gobierno español puede ni podrá asumir nunca un trato singular para Catalunya”. Todo lo cual se resume en una frase tremenda: “Este es un problema entre catalanes, que habrán de resolver los propios catalanes por sí mismos”. Una conclusión que tiene claras resonancias de aquel vaticinio según el cual antes se fracturará Catalunya que España, y que no es, en el fondo, más que una enorme maniobra de elusión de las propias responsabilidades por diversas razones que pueden resumirse en una sola: ausencia de coraje político.

Miedo a resolverlo. Un miedo que se manifiesta en la ausencia de propuestas positivas por parte del Gobierno de España, con la finalidad de negociar sobre ellas con espíritu de concordia y voluntad transaccional. En su lugar, ha optado por enrocarse en una posición puramente negativa fundamentada en una interpretación estricta y cerrada de las normas jurídicas. En efecto, mientras que la propuesta soberanista se concreta en un triple objetivo positivo de independencia nacional, defensa de un modelo social y regeneración política -todo lo ilusorio, improvisado e incierto que se quiera-, la respuesta del Gobierno español se condensa en una doble negación: es imposible una consulta sólo al pueblo de Catalunya porque la soberanía está depositada en todo el pueblo español, y es inviable la independencia de Catalunya ya que provocaría su automática exclusión de la Unión Europea. Y, como sabe bien cualquier publicitario, todo mensaje exclusivamente negativo que pretenda enfrentarse a un proyecto sugestivo de futuro, por atrabiliario que sea, está condenado al fracaso.

Este miedo a reconocer la existencia del problema, a plantearlo y a resolverlo hunde sus raíces en una injustificada falta de confianza en la solidez y fuerza de la posición española, siempre que esta se exprese en un proyecto integrador fruto de un pacto de reforma constitucional a todas luces imprescindible y urgente. Y no vale como justificación de la cerrada postura del Gobierno de España la reiteradamente alegada ausencia de una auténtica voluntad negociadora por parte del Gobierno de Catalunya. Porque, aun admitiendo la justeza de alguna de las razones aducidas, la mayor responsabilidad por el bloqueo de la situación actual corresponde a quien tiene una mayor cuota de poder, que es sin duda el Gobierno español. A él le correspondería, por tanto, tomar la iniciativa y, sin abdicar de ninguno de los principios básicos que vertebran a un Estado federal -insinuado en el título VIII de la Constitución-, hacer las cesiones precisas para iniciar una negociación en la que, con unas recíprocas cesiones catalanas, se alcanzase un pacto que nos alejase de la confrontación, nos devolviese la concordia y nos renovase la esperanza de un futuro compartido en paz y justicia. Lo que exige superar el miedo, llamar a las cosas por su nombre, plantear el problema en sus justos términos y asumir riesgos en su resolución. El próximo sábado hablaré de este pacto.

Juan-José López Burniol

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