El miedo de la UE a la gente

Uno se acostumbra a todo, hasta a la crisis. Desde hace un año, los países europeos lo comprueban casi a diario. Primero era el dinero para Grecia; luego, las sucesivas oleadas de refugiados; y, para terminar, los deseos particulares de los británicos. Suiza ha estado especialmente atenta a estos tres asuntos, ya que, debido a nuestras estrechas interrelaciones comerciales, estamos expuestos, para bien y para mal, a las decisiones que toma la UE en relación con el euro. En cuanto a la inmigración, nuestro vínculo con la UE es más fuerte que el de Reino Unido, ya que Suiza forma parte del espacio Schengen. Asimismo, nuestra relación con Bruselas está permanentemente en crisis, aunque no seamos miembros de la Unión.

Mientras que la crisis griega (aunque no esté ni mucho menos resuelta) ha desaparecido de los titulares por arte de magia, la de los refugiados y el temido Brexit todavía tienen para rato. En los dos casos, el quid es básicamente el mismo: el temor de los ciudadanos europeos a una “avalancha de extranjeros” provocada bien por los solicitantes de asilo, bien por la indeseada afluencia de extracomunitarios, sobre todo del este de Europa. La libre circulación de personas, ya sea en forma de “cultura de acogida” a los refugiados al estilo alemán, o de libre intercambio de mano de obra conforme la normativa de Bruselas, ha dejado de contar con un apoyo mayoritario en Europa. Antes bien, suscita temor entre la gente y desemboca en excesos xenófobos que ya se creían superados desde hace 70 años.

Parece como si la clase dirigente de las capitales de la vieja Europa occidental hubiese perdido prácticamente todo contacto con la realidad. De ahí el pánico actual al electorado. Solo así se puede explicar que la Comisión Europea, con Donald Tusk en la presidencia del Consejo, se permita reconvenir al Gobierno austriaco por establecer un tope para la entrada de refugiados. Eso a pesar de que es de dominio público que Austria es uno de los pocos países que todavía los acogen en cantidades significativas. Y solo así se puede explicar que se acuse a Victor Orban de populismo por querer celebrar un referéndum sobre el reparto de demandantes de asilo, también en este caso a pesar de que todo el mundo sabe que, con su rechazo público a las directivas europeas sobre refugiados, Orban solo está expresando en voz alta lo que seguramente piensan todos los países de Europa del Este. Únicamente el miedo a la gente puede explicar que los jefes de Gobierno de la UE se reúnan expresamente en una cumbre urgente para satisfacer los deseos particulares de Reino Unido.

Pero, en lugar de escuchar a la gente y perseguir de una manera un poco más pragmática el sueño de una Europa unida, se presentan sin parar aparentes acuerdos que, en su mayoría, son papel mojado. Es el caso del reparto de 160.000 refugiados entre los países de la UE, que, sencillamente, no se ha traducido en hechos. O de los 3.000 millones de euros (¿en concepto de soborno?) prometidos a Turquía para que custodie a los refugiados en su territorio con el fin de que dejen de presionar para llegar a Europa Occidental. Hasta ahora, en los campos de refugiados no se ha visto ni uno solo de esos millones. Al primer ministro británico, David Cameron, se le envía a casa con unas minúsculas reformas sociales que, en la práctica, apenas tendrán efecto. Cameron, que se fue con el compromiso de que se atajaría el flujo de emigrantes en dirección a Reino Unido, responde con vagas promesas sobre una cláusula de garantía que ni siquiera puede activar por su cuenta.

A los tres proyectos —la pertenencia de Grecia al euro, la afluencia masiva de refugiados y la libre circulación de personas dentro de una UE en constante crecimiento— les falta la legitimación democrática. Es posible que el objetivo de los tres sea proporcionar beneficios mayores, pero cada uno por separado acarrea perjuicios a los ciudadanos en forma de costes, paro e inestabilidad social. ¿Y qué se puede hacer? Probablemente haya que hacer una pausa en el proceso de unificación europea. La política de lo factible y los beneficios claros para los ciudadanos tienen que volver a ser prioritarios. Seguramente se requiera una política de excepciones y de soluciones pragmáticas que transmita a los afectados la sensación de que se están tomando en serio sus preocupaciones, y no unos principios dictados por Bruselas que ya nadie quiere. Solo entonces la élite de la UE no tendrá que prepararse para una crisis cada vez que haya elecciones europeas, ya sea en Reino Unido, en Hungría o incluso en Suiza.

Arthur Rutishauser es director de Tages Anzeiger.

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