El miedo que no cesa

Se ha convertido en frecuente entre nosotros, por aquello del aumento de la esperanza de vida, que a los más mayores no les cuiden jóvenes o personas maduras, sino hijos e hijas con la lógica diferencia de edad, pero también con años a sus espaldas. Estos últimos oyeron mucho a los primeros hablar de la guerra. Para ellos haber vivido aquel espanto, aunque fuera con ojos de niño, constituía su más indeleble seña de identidad generacional. Para sus hijos, en cambio, lo fue precisamente la lucha contra la omnipresencia de aquel relato tanto en el espacio público como en el privado y, muy en especial, contra la sombra de miedo que proyectaba sobre el conjunto de nuestra sociedad y su futuro.

Pero, por más que haya aumentado la esperanza de vida, ya van quedando pocos supervivientes en condiciones de recordarnos qué significó todo aquello, qué similitudes y diferencias hay entre los refugios antiaéreos de entonces y nuestros confinamientos domésticos actuales, entre la intensa punzada del miedo, bien concreto, que les atravesaba cuando oían sonar las sirenas que avisaban de un bombardeo y el difuso temor al extraño que pueda contagiarnos, entre los severos problemas de desabastecimiento de lo más elemental, y el engorro de que nuestra compra online se pueda demorar unos días o que no pueda incluir las cápsulas de café expreso que habíamos puesto en la lista. Y de esos pocos que quedaban, todavía encaramados en la última y frágil ramita del árbol de su vida, una buena porción de ellos ha ido cayendo, abatidos por el virus, como pajaritos sobre el frío asfalto de la muerte.

En las últimas semanas a estos recién llegados a la vejez, de salida ellos también (aunque no tengan la menor prisa), les da por evocar todo aquello que, cuando eran jóvenes, les resultaba casi insoportable escuchar de sus mayores. Debe ser cosa de la edad y de la tendencia a la recapitulación que, al llegar a ciertas alturas de la propia existencia, suele invadir a los seres humanos. En su momento estaban muy ufanos por haber conseguido romper amarras con aquel pasado de sus mayores y de haber elaborado su propia épica, la de la Transición y la llegada de la democracia. Fue una épica que no solo tuvo un largo recorrido en el tiempo sino que, además, se vio elogiada por todas partes, incluso más allá de nuestras fronteras. Hasta que, casi sin darse cuenta, casi de un día para otro, se encontraron con que a su alrededor empezaban a proliferar las voces que la ponían en cuestión y desdeñaban su valor. Uno de los argumentos más reiterados para la descalificación era precisamente el de que aquella formidable empresa se había llevado a cabo tutelada por el miedo. Por el miedo, sobre todo, a que se pudiera repetir un conflicto civil que volviera a enfrentar a unos españoles con otros y a hacer que nos desangráramos, por enésima vez, como sociedad.

A ellos siempre les pareció que era un ejercicio de prudencia pagar dicho precio, que no tenía sentido avergonzarse por hacer alguna concesión a ese miedo, en gran parte heredado de sus mayores, porque lo que importaba era inaugurar la posibilidad de vivir juntos en libertad y reconciliados. Pero, ya maduros, empezaron a escuchar a su alrededor que su miedo no solo les descalificaba a ellos sino también a todo lo que llevaron a cabo, y que más valía que se hicieran a un lado y dejaran paso a otros.

El viejo que ahora cuida a su más viejo considera que se tiene ganado el derecho a la melancolía, a la añoranza de lo que pudo haber sido y no fue. No lamenta el grueso de lo que hizo, sino algo, de íntima importancia, que dejó de hacer. Probablemente sea esa la sabiduría de la edad de la que apenas nadie habla. A fin de cuentas, la otra cara de la moneda de vivir largos años —la cara oscura de la supervivencia— es haber visto partir sin remedio a demasiados seres queridos. Ese fue siempre el señuelo de las religiones que prometían una vida ultraterrena: garantizar el reencuentro con todos ellos. A quienes nunca confiaron en tal reencuentro solo les queda añorar, melancólicamente, lo que no se le dijo a quien ya se fue, los detalles, las atenciones y las caricias que no se le dispensaron al definitivo ausente. O, puesto que también la omisión es una forma de acción, las palabras a las que, por fastidiosas, no se les prestó la menor atención.

Aquellos, los que se fueron para siempre, pasaron miedo, mucho miedo. Quizá no tenga demasiado sentido entrar a comparar el suyo con miedos posteriores, incluido el del presente. Pero precisamente porque ahora todos estamos experimentando uno deberíamos recapacitar sobre muchas de las actitudes que se han mantenido hasta ahora y aprender a respetar los miedos ajenos, dejándolos al margen del debate público. Quienes desdeñan los miedos de los demás y realzan los suyos suelen estar más preocupados por pasar cuentas que por tener en cuenta.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y senador por el PSC-PSOE en las Cortes Generales.

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