El Ministerio de la Soledad

La soledad, tal vez la más inefable de cuantas cuestiones atañen al ser humano, ha inspirado canciones muy hermosas en la historia de la música, como aquella de los Beatles en que Eleanor Rigby recoge los granos de arroz esparcidos a las puertas de una iglesia donde acaba de celebrarse una boda. “All the lonely people, where do they all come from?” (Toda la gente solitaria, ¿de dónde viene?). Más allá de la lírica, sin embargo, la cuestión está convirtiéndose en un mal contemporáneo: en el Reino Unido ya tiene categoría de asunto de Estado con la creación del Ministry for Loneliness (el Ministerio de la Soledad). Aunque pueda parecerlo, no se trata de un chiste de los Monty Phyton.

Fue el pasado 17 de enero cuando la premier Theresa May creó el cargo con el objetivo de hacer frente al aislamiento que sufren los ancianos, sus cuidadores y aquellas personas que han perdido a un ser querido, después de que un informe indicara que la soledad afecta a nueve millones de personas en ese país; esto es, al 13,7% de la población total; cerca de 200.000 ancianos británicos no habían tenido conversación alguna con un familiar o un amigo por espacio de un mes. La nueva cartera ministerial, por cierto, es la cristalización de una idea de la diputada laborista Jo Cox, asesinada por un ultraderechista en junio del 2016, apenas una semana antes del referéndum en que salió victorioso el brexit.

El problema no se circunscribe a la isla, a Gran Bretaña y sus interminables tardes de lluvia y té con leche tras la ventana. Un artículo reciente del Harvard Business Review revela que el 40% de los adultos norteamericanos confiesan sentirse solos. En Japón, el aislamiento de los ancianos es ya un fenómeno reconocido. Y en Suecia, un país referente en la forja del Estado del bienestar, una de cada cuatro personas se encuentra en la más completa soledad en el momento de la muerte, según aireó el polémico documental La teoría sueca del amor (2015), de Erik Gandini.

Aquí, en casa, también saltan a la palestra de vez en cuando informaciones que encogen el corazón y las tripas. Faltaban pocos días para las Navidades, cuando el magistrado Joaquim Bosch, exportavoz de Jueces para la Democracia, colgó un mensaje en Twitter que arrancaba así: “Cada vez me pasa más, como juez de guardia, encontrarme con cadáveres de ancianos que llevan muchos días muertos”. El tuit arrastró consigo una cola de comentarios porque, de repente, cobraban un sentido nuevo esas noticias deshilvanadas en los informativos, esos abuelos con braseros desatendidos.

¿Qué diablos está sucediendo en la era de la hiperconectividad? ¿En qué sociedad vivimos? Dónde se encuentra la fisura, ¿en los lazos familiares o bien en la degradación de las políticas sociales? En una combinación de ambos factores, supongo. Desde luego, en la moda occidental del individualismo, de barrer todo lo que estorba alrededor de la mismidad. Pero no es menos cierto que, desde finales de los años 80 para acá, la eclosión del neoliberalismo y la falta de ideologías colectivas solidarias han venido aposentando una suerte de darwinismo social… La directora del FMI, Christine Lagarde, ya sugirió en su día cepillar las prestaciones “por el riesgo de que la gente viva más de lo esperado”. ¿Dónde quedó el anhelo de una distribución más igualitaria de la riqueza?

Probablemente, a la primera ministra Theresa May no le habría hecho falta crear el Ministerio de la Soledad si ella y su antecesor en el cargo, David Cameron, no hubiesen puesto tanto empeño en dinamitar aquellas pequeñas instituciones sociales que palían la soledad. Las bibliotecas, por ejemplo: cerca de 500 han cerrado durante los últimos años de Gobierno tory, cuando es bien sabido el paraíso de evasión que propician los libros. El brexit también ha afectado la afluencia de trabajadores extranjeros que nutren el sistema público de salud (NHS).

Aquí tampoco salimos muy bien parados desde que los recortes convirtieron la ley de la dependencia en papel mojado. En este sentido, es interesantísimo el trabajo titulado La soledad de María, que le ha valido al fotoperiodista madrileño Carlos de Andrés el Premio Internacional Luis Valtueña de Fotografía Humanitaria. María se llamaba su madre, y el hijo se dedicó a retratarla durante los últimos cinco años de su vida: María tiende la colada con sus manos huesudas; María duerme la siesta con la boca abierta en un sofá inmenso. La vejez en blanco y negro. La anciana falleció el día de Reyes, a los 95 años, atendida por sus hijos, ambos con trabajos de los que no dejan respirar, y con la ayuda de cuidadores. Pero en cinco años no consiguió plaza en una residencia pública. ¿Por qué? Porque María podía ir al baño por su pie y comer con sus propias manos.

Olga Merino, escritora y periodista.

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