El ministerio fiscal en la Constitución

El artículo 124 de la Constitución regula el diseño y los principios rectores de la actuación de una institución esencial para el correcto funcionamiento de un Estado de derecho: el ministerio fiscal. Se trata de un órgano “de relevancia constitucional” que se legitima por la relevante función que cumple: “La defensa de la legalidad” con absoluta imparcialidad y al margen de cualquier criterio de oportunidad política. Para cumplir este objetivo está facultado para ejercer las acciones procesales correspondientes ante el Poder Judicial. Entre ellas ocupa un lugar destacado el ejercicio de la acusación pública, esto es el poder de acusar y activar el ius puniendi del Estado (la jurisdicción penal).

El ministerio fiscal ejerce su función “por medio de órganos propios” conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica. La dependencia jerárquica es una nota que lo distingue del Poder Judicial, y se concreta en una estructura escalonada en cuyo vértice se sitúa el fiscal general del Estado. El decisivo párrafo cuarto del artículo 124 establece que “el fiscal general del Estado será nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial”. Este apartado refleja la voluntad del constituyente de vincular la institución al Gobierno en lugar de a las Cortes. Era la posición mantenida por el grupo mayoritario (Unión de Centro Democrático) que fue respaldada por unanimidad. Y es la fórmula que adoptan la mayor parte de los Estados constitucionales. Esto es algo que no cabe discutir. Otra cosa es que fuera la mejor de las opciones posibles.

El ministerio fiscal en la ConstituciónConviene explicar el fundamento y alcance del principio de “dependencia jerárquica”. Implica que los fiscales superiores de cada tribunal pueden dar órdenes a los miembros de las diversas fiscalías, y el fiscal general, a su vez, dar instrucciones a los fiscales jefes. Es decir, a diferencia de los miembros del Poder Judicial que gozan de independencia interna puesto que ningún juez puede dar instrucciones de ningún tipo a otro, la estructura jerárquica de la Fiscalía implica una cadena de mando que está regulada en el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (EOMF aprobado por la Ley 50/1981, de 30 de diciembre). Esa “dependencia jerárquica” es necesaria para garantizar la “unidad de actuación” de la Fiscalía, sin la cual resultaría imposible llevar a cabo defensa alguna de la legalidad. Los fiscales no son —a diferencia de los jueces— libres intérpretes de la legalidad, sino que son funcionarios que deben defender la concreta interpretación de la legalidad que les viene dada por sus superiores jerárquicos, y en última instancia, por el fiscal general del Estado, en circulares e instrucciones de carácter general para evitar que, en Sevilla, por ejemplo, se sigan criterios diferentes que en Lugo.

En este contexto conviene subrayar dos cuestiones. La primera, que el nombramiento gubernamental del fiscal general no significa que el Gobierno pueda dar órdenes o instrucciones al ministerio fiscal. El artículo 8 del EOMF establece únicamente que “el Gobierno podrá interesar del fiscal general del Estado que promueva ante los tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público”. A tal fin, tanto el presidente del Gobierno como el ministro de Justicia pueden dirigirse al fiscal general, quien resolverá sobre la viabilidad de las actuaciones interesadas aplicando —exclusivamente— el principio de legalidad. Estas comunicaciones deben versar sobre cuestiones de política criminal y revestir un carácter general (esto es, no referidas a causas concretas). Hasta 2007, en el caso de que el fiscal general resolviese en contra del Gobierno, se arriesgaba a ser cesado y reemplazado por otro más receptivo a las pretensiones de aquel. Conviene por eso subrayar el gran avance que supuso la reforma del EOMF llevada a cabo en 2007 al establecer en el artículo 31 que el fiscal general solo podía ser cesado por causas tasadas y que entre ellas no se incluyera la pérdida de confianza por parte del Gobierno que lo nombró. De esta forma, la independencia del fiscal general resultó notablemente reforzada.

La segunda cuestión es que el EOMF en su artículo 27 establece un procedimiento para que cuando un fiscal reciba de un fiscal superior una orden o instrucción que considere ilegal o improcedente pueda manifestar su disconformidad. La discrepancia debe ser examinada por un órgano colegiado (las Juntas de Fiscales) cuya opinión no es vinculante para el fiscal superior pero que, en la práctica, tiene una autoridad formidable. En el caso de que las ordenes cuestionadas provengan del fiscal general, este debe convocar a la Junta de Fiscales de Sala, integrado por los fiscales más prestigiosos del país. Aunque su opinión tampoco es vinculante, la auctoritas de este órgano hace muy difícil que el fiscal general se aparte de su criterio.

Si a todo lo anterior añadimos que el fiscal general propone al Gobierno el nombramiento de toda la cúpula de la Fiscalía y que concentra las competencias sancionadoras, podemos concluir que el fiscal general concentra en su persona un poder bastante considerable. Ahora bien, el EOMF contiene mecanismos que garantizan la autonomía funcional de la institución, y la del fiscal general respecto al Gobierno que lo designa.

La máxima expresión del poder del ministerio fiscal es la determinación de acusar o no en un procedimiento concreto, función que ha de ejercer también en el caso de supuestos que afecten a miembros del Gobierno, de su partido o de partidos rivales. En el pasado se han producido controversias notables (desde el caso Banca Catalana hasta el caso Urdangarín pasando por el de Jaume Matas, por citar solo algunos) en las que —con mayor o menor fundamento— se ha visto la influencia del Gobierno de turno en la decisión de la fiscalía de acusar o no, y de hacerlo por unos u otros cargos. Todas esas polémicas —como la que ahora en un juicio de intenciones se hace sobre su futuro comportamiento en los casos relacionados con el separatismo catalán— erosionan la confianza de los ciudadanos en la institución del ministerio fiscal, en particular, y en el Estado de derecho, en general.

En la medida en que el fortalecimiento de esa confianza debe ser una prioridad para todos los poderes del Estado convendría plantearse la posibilidad de realizar algunas reformas en su Estatuto Orgánico. Reformas que, respetando la designación gubernamental del fiscal general prevista en el artículo 124, por un lado, refuercen su autonomía respecto al Gobierno (exigiendo requisitos añadidos para la designación, ampliando la duración de su mandato) y, por otro, limiten su poder, reforzando las competencias de los órganos internos que actúan como contrapeso de aquel (Juntas de Fiscales).

En última instancia, el ministerio fiscal es una institución cuya legitimidad última reside en la función que cumple, la defensa de la legalidad, al margen de cualquier criterio de oportunidad política. Y para el correcto cumplimiento de esa función resulta indispensable que se configure como una institución “neutral”. Esa neutralidad resulta difícilmente compatible con el hecho de que en su cúspide se coloque a un jurista con una fuerte vinculación partidista. El marco jurídico actual lo permite, pero no es la fórmula más conveniente para reforzar su credibilidad y prestigio ante la opinión pública.

Javier Tajadura Tejada es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco.

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