El misterio de la democracia liberal

Hace casi dos décadas, el analista político Fareed Zakaria escribió un artículo profético llamado “El surgimiento de la democracia no liberal”, en el que expresaba su preocupación por la aparición de autócratas populares que no respetaban el Estado de derecho ni las libertades civiles. Escribió que aunque los gobiernos se elegían en procesos libres y justos, sistemáticamente violaban los derechos básicos de sus ciudadanos.

Desde que se publicó el artículo de Zakaria, las democracias no liberales se han convertido más en la regla que la excepción. Según cálculos de Freedom House, más del 60% de los países del mundo son democracias electorales – regímenes en los que partidos políticos compiten para llegar al poder en elecciones programadas regularmente – en comparación con el 40% a finales de los años ochenta. Sin embargo, la mayoría de estas democracias no ofrecen una protección igual bajo la ley.

Habitualmente son los grupos minoritarios (étnicos, religiosos, lingüísticos o regionales) quienes  sufren la peor parte de las políticas y prácticas no liberales. No obstante, los opositores de cualquier signo corren el riesgo de ser censurados, perseguidos o encarcelados sin motivo.

La democracia liberal se basa en tres conjuntos distintos de derechos: los derechos de propiedad, los derechos políticos y los derechos civiles. El primer conjunto protege a los propietarios e inversionistas de la expropiación.  El segundo garantiza que los grupos que ganen los procesos electorales puedan asumir el poder y elegir las políticas que deseen, siempre que esas políticas no infrinjan los otros dos conjuntos de derechos. Por último, los derechos civiles aseguran un trato igual bajo la ley y un acceso igual a servicios públicos como la educación.

Los derechos de propiedad y los derechos políticos tienen beneficiarios poderosos. Los derechos de propiedad interesan principalmente a la élite – los propietarios y los inversionistas. Comparativamente son pocos pero pueden movilizar recursos materiales si no obtienen lo que quieren. Pueden llevarse su dinero a otro lugar o decidir no hacer inversiones, lo que representa costos sustanciales para el resto de la sociedad.

Los derechos políticos interesan en primer lugar a las masas organizadas –la clase trabajadora o la mayoría étnica, según la estructura y las divisiones de la sociedad. Los miembros de la mayoría son comparativamente pobres pero son numerosos. Pueden amenazar a la élite con levantamientos y expropiaciones.

En cambio, los beneficiarios de los derechos civiles son generalmente las minorías que no son ni ricas ni numerosas. Los kurdos en Hungría, los gitanos en Hungría, los liberales en Rusia y la población indígena de México no suelen tener mucho poder en sus países. Por lo tanto, sus demandas para obtener derechos iguales no tienen el peso que las demandas para obtener derechos de propiedad o derechos políticos.

Las teorías que pretenden explicar los orígenes históricos de la democracia han ignorado esta asimetría entre los demandantes de los distintos tipos de derechos. Estas teorías giran principalmente en torno a un contrato entre la élite acaudalada y las masas trabajadoras: ante la amenaza de una revuelta, las élites amplían los derechos y permiten que las masas voten. A su vez, las masas –o sus representantes – acuerdan no expropiar las propiedades de la élite.

Naturalmente, la élite prefiere una autocracia en la que gobierne sola y proteja sus propios derechos, pero los de nadie más. A lo largo de gran parte de la historia de la humanidad, se han salido con la suya.

Un contrato democrático solo es factible cuando las masas pueden organizarse y movilizarse en torno a intereses comunes. Esto da credibilidad tanto a sus amenazas de insurrección antes del trato como a sus promesas de proteger los derechos de propiedad después. Históricamente, esas movilizaciones han sido producto de la industrialización, la urbanización, guerras o luchas anticoloniales.

No obstante, estos contratos, por su misma naturaleza, producen democracias electorales, no democracias liberales. Las minorías desposeídas que son los principales interesados en los derechos civiles no tienen ningún papel durante la transición democrática por la simple razón de que no tienen nada que ofrecer en las negociaciones. Así pues, el trato democrático de lugar a derechos de propiedad y derechos políticos, pero solo en raras ocasiones a derechos civiles también.

Desde este punto de vista el misterio no es por qué la democracia resulta tan a menudo no liberal, sino que la democracia liberal pueda siquiera producirse.

Una circunstancia que favorece la democracia liberal es la ausencia de divisiones étnicas o de identidad claras entre las personas que no son miembros de la élite. La homogeneidad cultural y social significa que no hay una minoría identificable que la mayoría pueda discriminar. Históricamente, los países escandinavos y, más recientemente, Japón y Corea del Sur se aproximan a este prototipo.

Una situación diferente que produce un resultado similar es la existencia de divisiones múltiples y sobrepuestas. Si no hay una distinción clara entre mayoría y minoría, cada grupo en el poder puede estar dispuesto a reconocer los derechos de los demás por temor a que en el futuro pueda quedar fuera del poder. Este es el tipo de equilibrio precario en el que se basaba la democracia “asociativa” en Líbano – hasta que el crecimiento diferencial de la población y la intervención externa acabaron con él.

Una tercera posibilidad es que la diferencia étnica o racial más distintiva de una sociedad coincida con la división que separa a las masas de la élite acaudalada. En Sudáfrica, por ejemplo, los blancos eran tanto la élite como la minoría racial. Cuando el gobierno de apartheid negoció con el Congreso Nacional Africano antes de la transición democrática de 1994, exigió (y obtuvo) derechos de propiedad y derechos civiles para la minoría blanca a cambio de derechos políticos para la mayoría negra. El trato ha sobrevivido sorprendentemente bien, a pesar de los tiempos difíciles que ha experimentado la democracia sudafricana desde entonces.

O tal vez la democracia liberal no se relacione tanto con el equilibrio de poder entre los grupos sociales y sus motivaciones estratégicas. Tal vez necesite, en cambio, el desarrollo con el tiempo de una cultura de tolerancia y libertades civiles. O quizá ambas sean necesarias para sostener instituciones que defiendan los derechos de propiedad, los derechos políticos y los derechos civiles a largo plazo.

Cualquiera que sea el motivo del surgimiento de la democracia liberal, no debe sorprendernos lo poco común que es en la práctica. Solo en raras ocasiones las fuerzas políticas se alinean para crear una versión sostenible de esa democracia.

Dani Rodrik is Professor of Social Science at the Institute for Advanced Study, Princeton, New Jersey. He is the author of One Economics, Many Recipes: Globalization, Institutions, and Economic Growth and, most recently, The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy.
Sharun Mukand, a member of the Institute for Advanced Study, is Professor of Economics at the University of Warwick.
Traducción de Kena Nequiz.

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