El misterio del general McClellan

No logro explicarme cómo ninguno de los grandes columnistas norteamericanos ha aprovechado hasta el día de la fecha la significativa metedura de pata de Sarah Palin en su debate con el senador Biden, cuando se trata de uno de esos balones inconscientemente chutados sobre el área de la Historia ante los que basta poner el pie para marcar un gol en la portería de la actualidad.

La fogosa «pittbull con pintalabios» estuvo mucho mejor de lo que se esperaba, pero confundió reiteradamente el nombre del comandante en jefe norteamericano en Afganistán, rebautizando al general David McKiernan una y otra vez como «general McClellan».

Fue un patinazo con doble delito pues no sólo se trata de que la candidata a vicepresidente del partido republicano es una de las pocas personas a las que se les puede exigir que tengan claro quién es quién en la cúpula de las Fuerzas Armadas, sino que resulta que cualquier mediano conocedor de la historia norteamericana sabe muy bien que, efectivamente, existió un general McClellan y no pasó, por cierto, desapercibido entre sus contemporáneos.

Es más, en relación al fondo del asunto que se discutía en el televisivo debate -la conveniencia de desarrollar en Afganistán una intensa escalada contra los insurgentes como la aplicada por el general Petraeus en Irak-, el que la decisión dependiera de un virtual general McClellan, trasladado siglo y medio hacia delante en el túnel del tiempo, podría muy bien llevar a una pauta de conducta opuesta a la verosímilmente atribuible al muy real general McKiernan.

Y es que George B. McClellan, joven prodigio de West Point en 1850, observador norteamericano en la guerra de Crimea, ingeniero jefe y vicepresidente de una compañía de ferrocarriles a los 30 años y número dos del escalafón del Ejército a los 34, reunía todas las cualidades imaginables como organizador, líder carismático y estratega para ser un gran jefe militar, menos una: no era combativo o, para ser más explícitos, eludía la batalla con la misma contumacia con que los gatos huyen del agua escaldada.

Tras los primeros reveses sufridos por el Norte en la Guerra de Secesión, el presidente Lincoln recurrió a McClellan para poner en pie el que pronto sería conocido como Ejército del Potomac. En cuestión de semanas, el recién nombrado desarrolló una actividad frenética reclutando, formando y entrenando hasta hacer de una chusma un disciplinado conjunto de soldados y de un aluvión de caóticas aportaciones una máquina de guerra.

Le apodaban el pequeño Napoleón no sólo por su baja estatura sino también por su tendencia a mimetizar muchos de los tics -mano embaulada en la guerrera incluida- del ya legendario corso. Según el corresponsal del Times de Londres, McClellan entró en Washington como el providencial «hombre a caballo» destinado a salvar la maltrecha Unión. El mismo se lo escribía a su esposa: «No te puedes imaginar cómo se les ilumina la cara a todos cuando me muevo entre ellos. Creo que me adoran. Dios ha puesto un gran trabajo en mis manos».

Era cierto que sus dotes pedagógicas y su aire de competencia, seguridad y autoestima le ganaron pronto una aureola casi mítica entre sus hombres, pero a la vez fue quedando patente que tan impresionante arquero jamás disparaba sus flechas. Pese a acumular también el mando supremo del ejército yanqui, McClellan nunca lanzaba una ofensiva digna de tal nombre, pretextando siempre que las tropas sudistas le sobrepasaban en número y que su deber era preservar las vidas de sus soldados.

Cuando Lincoln empezó a impacientarse y comentó que tenía la sensación de que ese «magnífico ingeniero» era un «especialista en máquinas inmóviles», McClellan la emprendió con el presidente, refiriéndose a él en privado como «el macaco bien intencionado» o «el gorila primigenio» e incluso sometiéndole a desplantes como el de la noche en que el primer mandatario y su secretario de Estado William Seward se presentaron en su casa para despachar asuntos urgentes, siendo informados primero de que «el señor aún no ha llegado» y más de media hora después de que «el señor ya se ha acostado».

En varias ocasiones McClellan anunció a Lincoln su decisión de ponerse en marcha, obedeciendo las órdenes del Gobierno, pero siempre encontraba excusas para abortar la maniobra o darle una intensidad muy limitada. Poco a poco, Lincoln fue dándose cuenta de que con aquel «auriga perezoso» no ganaría la contienda. En una ocasión, comoquiera que el general reclamara caballos de refresco para lanzar la anhelada ofensiva, el presidente explotó: «¿Quiere decirme, general McClellan, qué es lo que han hecho sus caballos desde la batalla de Antietam que justifique su cansancio?».

En su biografía novelada del presidente emancipador, Gore Vidal describe el momento en que la paciencia de Lincoln se agota y toma su gran decisión, tras visitar el campamento del Ejército en compañía de su amigo el congresista por Illinois Elihu Washburne:

«-¿Sabes qué es todo esto?- Lincoln señaló las hileras de tiendas que llegaban casi hasta donde llegaba la vista.

-Supongo que el Ejército del Potomac.

-No, hermano Washburne. La guardia personal del general McClellan.

-Entonces, ¿no tiene arreglo?

-Para nuestros fines, no. Tiene buenas cualidades. Es un excelente organizador. Pero no puede pelear.»

El 7 de noviembre de 1862, cuando al fin el Ejército del Potomac empezaba a cruzar parsimoniosamente el río que le había dado su nombre, Lincoln destituyó a McClellan. Los hechos demostraron que fue la premisa imprescindible para cambiar el curso de la contienda, pero muchos de sus contemporáneos no lograron entender el ocaso de tan rutilante estrella. Incluso el que terminaría ocupando sucesivamente el puesto de ambos -primero como general en jefe, después como presidente-, el esforzado y curtido en mil avatares Ulysses S. Grant, definiría el desencuentro entre Lincoln y McClellan como «el gran misterio de nuestra guerra civil».

De acuerdo con las memorias de su secretario y confidente John Hay, Lincoln creía que «retrasándolo todo con pequeños pretextos de que quería esto y lo otro, McClellan estaba practicando un doble juego porque no quería dañar al enemigo». El tiempo no tardó en avalar esa teoría, pues McClellan fue dos años después el candidato del Partido Demócrata a la presidencia con un programa cuyo primer punto era negociar la paz y la reunificación con el Sur, renunciando a la emancipación de los esclavos. Los triunfos militares de los sucesores de McClellan premiaron la tenacidad de Lincoln en defensa de sus convicciones y el viejo Abe ganó en todos los estados menos en Delaware, Kentucky y New Jersey.

Desde entonces la figura histórica de McClellan ha ido forjándose como una especie de paradigma del hombre público que no cree en lo que hace y que por eso, en el mejor de los casos, lo hace sólo a medias. Si Sarah Palin no fuera tan simple como lo que parece y tuviera alguna cultura histórica, incluso podría haber malintencionados que pensaran que su lapsus fue una forma subconsciente de expresar su disgusto con la falta de agresividad de la campaña de un McCain que acababa de renunciar a dar la batalla en Michigan.

¿Está teniendo el hombre que siempre ha practicado en el Senado la política de colaboración con los demócratas la determinación suficiente para entrar ahora en combate frontal y poder derrotarlos? Con toda su aureola de héroe de guerra, nadie diría que McCain -vacilante y dubitativo ante la crisis económica- esté siendo un candidato realmente aguerrido. Anteanoche fue incluso abucheado por sus propios seguidores cuando defendió a Obama de los ataques exagerados estimulados erráticamente por sus equipos de campaña.

En España, hace tiempo que a la estela de McClellan le llamamos «arriolismo» en referencia al adjudicatario de la subcontrata de estrategia del PP que sistemáticamente viene aconsejando primero a Aznar y luego a Rajoy que rehúyan el cuerpo a cuerpo con el PSOE ya se trate de la corrupción y el GAL o la negociación con ETA y el 11-M. De hecho, nada frustra tanto a buena parte de los cuadros y la militancia del PP como la cantidad de veces que su actual líder -más propenso a la contemplación que a la acción- aplica la receta de que lo mejor es sentarse a la puerta de casa y esperar a ver pasar el entierro de tu rival. Pocos episodios reflejan tan bien esa galbana como su lapsus de ayer.

Pero para mí un político McClellan no es tanto un perezoso o un pusilánime como un inconsecuente, incapaz de llevar a término sus propósitos a causa de la oculta yuxtaposición entre lo que predica y sus más íntimos sentimientos. Por eso el misterio del que yo llevo varias semanas hablándoles es el de cómo es posible que un presidente como Zapatero, que se ha presentado tantas veces como adalid del diálogo, la deliberación y el buen talante para acercarse a las razones de sus antagonistas, no haya rematado aún, en cinco años de Gobierno, ni un solo gran acuerdo con la oposición. Aquí pasa algo raro, toda vez que Mariano Rajoy no es la Hiena del Serengeti.

Estamos viviendo el test definitivo que es el de cuando a la fuerza ahorcan. Zapatero necesita de forma imprescindible el apoyo del PP para sacar adelante su plan de rescate preventivo de la banca, equívocamente presentado como una iniciativa destinada a devolver el oxígeno de la financiación a las familias y a las medianas y pequeñas empresas. El plan es tan discutible en sus fundamentos filosóficos, tan complejo de ejecutar en sus detalles y tan propicio a todo tipo de chanchullos durante su recorrido que sólo un gran consenso político podrá hacerlo digerible para la opinión pública. Pues bien, pese a la constructiva reacción inicial de Rajoy -no habría nada tan sencillo como oponerse de plano a la entrega de dinero público a la banca-, el rotundo fracaso de la reunión entre Solbes y Montoro, las propias declaraciones de Zapatero reclamando un apoyo «sin peros ni condiciones» y finalmente el ordeno y mando de anteayer en forma de decretazo, indican que el presidente no está poniendo nada de su parte para construir tal pacto.

Zapatero debería haber contado de antemano con que el PP le pediría lo mismo que le pidió Obama a Bush: garantías de que ese fondo de 50.000 millones desemboca en la economía real y no sirve simplemente para tapar los agujeros de aquellos gestores de cajas y bancos que han actuado, como mínimo, de forma irresponsable. La respuesta no puede ser tan banal como que eso es imposible de controlar, puesto que si bien es cierto que no es realista compartimentar el saneamiento de un banco y su capacidad de generar liquidez, también lo es que -como exponen hoy los cinco gurúes consultados por nuestro suplemento MERCADOS- existen mecanismos tanto por la vía de la imposición como por la de los incentivos para que el objetivo finalista de este plan se cumpla.

Incluso si no existiera otra alternativa para seguir la pista del dinero -Jordi Sevilla habla con tino de «trazabilidad»-, sería preferible optar por la vía en la que parecen estar convergiendo británicos y norteamericanos y convertir las aportaciones del plan en acciones de los bancos, de forma que el Estado pudiera contribuir desde dentro de cada entidad al correcto uso de esos fondos e ingresar en el Tesoro una parte del beneficio que, cuando cambie el ciclo, tal vez haya generado su inversión. Pero, claro, una solución tan excepcional y heterodoxa en un sistema liberal nunca sería aceptada si se percibiera como una operación de partido y no como parte de un proyecto nacional -e internacional- de recuperación de la Economía. ¿Se entiende ahora por qué llevamos cuatro meses bombardeando desde estas páginas con la insistente propuesta de unos nuevos Pactos de La Moncloa?

Después de llamarnos «nostálgicos» a los partidarios de reeditar ese histórico consenso, Zapatero envió el lunes algunas señales de que al fin daba su brazo a torcer. Pero, como cuando McClellan decía que iba a poner en marcha a su Ejército y no terminaba de hacerlo, su conducta posterior ha vuelto a suscitar enormes dudas sobre si realmente desea el pacto o más bien prefiere seguir cocinando su ego en la caldera de la confrontación entre su presunta política social y el imaginario capitalismo salvaje del PP.

La noche en que McClellan les dejó plantados en el vestíbulo de su casa, Lincoln contuvo la indignación de Seward ante tal grosería, fijando con claridad sus prioridades: «Con tal de que nos condujera al éxito, sería capaz de llevar la brida del caballo de este hombre». ¿Sabe Zapatero lo que de verdad quiere? ¿Está dispuesto a poner todos los medios a su alcance para conseguirlo? ¿A hacer al menos algún sacrificio en el culto a su propia personalidad en aras de la eficacia?

No es, desde luego, ésa la impresión que causó a los miembros del comité editorial de The New York Times durante su reciente viaje a la Gran Manzana. Si Nicholas Kristof ya desveló la semana anterior su falta de tacto y perspectiva al presentar a McCain como un potencial reanimador de la Guerra Fría, ha sido ahora Roger Cohen quien se ha referido a él como «un político irónico, suave y refinado... a quien todo le divierte sin comprometerse casi con nada» y cuyo «relativismo moral» le lleva a adoptar una actitud contemporizadora hacia «el totalitarismo y la tiranía».

Cohen se refiere a la invasión de Georgia por Rusia -a algunos se nos ocurrirían ejemplos mucho más cercanos- y define el planteamiento de nuestro presidente como «mealy mouthed». La traducción literal de esta expresión coloquial inglesa es «camandulero» y los cuatro significados que el diccionario de la Academia atribuye a tan castizo término castellano son «hipócrita, astuto, embustero y bellaco». Al menos dos de ellos me parecen algo exagerados pero, como en el caso de la negociación con ETA, en este asunto de la banca ya tenemos otra vez a Zapatero ofreciéndoles una cosa a sus interlocutores y contándoles otra muy distinta a los españoles.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.