Las casandras de la economía llevan tiempo advirtiendo que el envejecimiento poblacional en los países industriales y posindustriales es una “bomba de tiempo demográfica”. Es malo para la economía, nos dicen, porque implica menos gente que trabaje y contribuya al crecimiento económico y más personas que cobren pensiones y demanden atención médica.
Naciones Unidas estima que de aquí a 2050, la proporción de la población con 60 o más años de edad aumentará en todos los países. Y si bien la expectativa de vida tiende a ser más alta en las economías avanzadas, está creciendo a más velocidad en los mercados emergentes. La cantidad de personas de 60 o más años en los países en desarrollo ya es el doble que en los desarrollados. Y la ONU prevé que esa relación llegue a tres a uno en 2030 y cuatro a uno en 2050.
En muchos países, el aumento de la expectativa de vida y la reducción de la tasa de natalidad aumentó la edad promedio de la población. En Japón, la mediana de edades pasó de 26 años en 1952 a 46 en la actualidad. En China, subió de 24 a 37 en el mismo período, y se prevé que llegue a 48 en 2050.
El argumento de que el envejecimiento será perjudicial para la economía de esos países se basa en lo que los economistas llaman “tasa de dependencia”: la proporción de personas de más de 64 años en relación con la población en edad de trabajar (entre 15 y 64). Si suponemos que las personas mayores son consumidores improductivos de prestaciones estatales, entonces un aumento de la tasa de dependencia implica una desaceleración del crecimiento económico y más presión sobre el erario.
Pero ¿qué pasa si ese supuesto es errado? A los gobiernos les interesa la edad de las personas no para calcular cuántas velas comprar para el pastel de cumpleaños, sino porque afecta la productividad y el gasto en atención de la salud. Y si los factores que realmente importan son esos, entonces cómo cambian las condiciones de envejecimiento es mucho más importante que cuántas personas dentro de la población llegaron a una cifra arbitraria de años de vida en el planeta.
La buena medida del buen envejecer
El concepto de “envejecimiento” no es tan sencillo como parece. Obviamente, tiene un componente cronológico, expresado en una pregunta sencilla: “¿Cuántos años tiene usted?”. Pero también se puede ver en términos biológicos (“se ve usted bien para su edad”), subjetivos (“uno es tan viejo como se siente”) y sociológicos (“usted no debería estar haciendo eso a su edad”). El énfasis excluyente en la edad cronológica es un remanente de cuando hace doscientos años los gobiernos comenzaron a llevar registros de nacimientos confiables.
Si las diversas dimensiones del envejecimiento se pudieran reducir a un único concepto inmutable, centrarse en un indicador como la edad cronológica no sería un problema. Pero los componentes biológicos, subjetivos y sociológicos del envejecimiento no son inmutables; por el contrario, sus relaciones mutuas han cambiado con el tiempo.
La persona promedio en Estados Unidos se ha vuelto cronológicamente más vieja pero biológicamente más joven. Está más lejos de su fecha de nacimiento, pero también más lejos de su probable fecha de fallecimiento. Y las mismas tendencias pueden verse en otras economías avanzadas, entre ellas el Reino Unido, Suecia, Francia y Alemania.
Dada la reducción de la mortalidad promedio, no se puede decir inequívocamente que estas sociedades hayan envejecido. La tasa media de mortalidad depende de dos factores, de los que sólo uno puede llamarse “envejecimiento” propiamente dicho. Conforme los países se industrializan, atraviesan una “transición demográfica” hacia tasas de natalidad más bajas. Este cambio implica un aumento de tamaño relativo de las cohortes de la población de más edad y con él de la mortalidad general media, porque las tasas de mortalidad son más altas entre las personas mayores.
Pero en las últimas décadas, este “efecto envejecimiento” fue contrarrestado por el “efecto longevidad”. Avances médicos y otros factores (por ejemplo, menores tasas de tabaquismo) redujeron las tasas de mortalidad en todas las edades. En términos actuariales, esto implica que las personas son más jóvenes por más tiempo. El efecto envejecimiento expresa los cambios en la distribución de edades, mientras que el efecto longevidad describe el modo en que envejecemos. Y en un país como Estados Unidos, donde a la par del aumento de la edad promedio se produjo una caída de la tasa media de mortalidad, es evidente que el efecto longevidad superó al efecto envejecimiento.
Crecer demasiado rápido
La relación entre envejecimiento y longevidad tiene amplias consecuencias económicas. El efecto envejecimiento está centrado en todos los aspectos negativos asociados con la idea de la “bomba de tiempo demográfica”. Pero el efecto longevidad es un fenómeno decididamente más positivo. Si las personas tienen vidas más largas y más productivas, pueden hacer un aporte económico mayor a lo largo de toda la vida que el que pudieron hacer los miembros de las generaciones pasadas.
Japón y Estados Unidos han tenido disminuciones significativas de las tasas medias de mortalidad por el efecto longevidad, en paralelo con aumentos de las tasas de mortalidad por el efecto envejecimiento. Pero mientras en Estados Unidos dominó el efecto longevidad, en Japón sucedió lo contrario. Desde 1980, Japón ha tenido un aumento simultáneo de las medias de edad y mortalidad, pese a que la mejora acumulada debida a la longevidad es mayor que en Estados Unidos.
Esta diferencia se originó después de la Segunda Guerra Mundial. El veloz crecimiento de Japón durante la posguerra produjo una transición demográfica igualmente veloz. Pero esto llevó a una caída acelerada de la tasa media de natalidad y a una reestructuración radical de la distribución de edades, con lo que en poco tiempo el efecto envejecimiento superó al efecto longevidad. En cambio, Estados Unidos tuvo un crecimiento económico sostenido pero más lento, y con él una transición demográfica más lenta.
Sin embargo, hay que señalar que la mortalidad media en Estados Unidos ha comenzado a crecer de nuevo, a la par de la edad promedio. Esto puede deberse a un aumento (identificado por los economistas Anne Case y Angus Deaton) de la mortalidad entre estadounidenses blancos con menor educación situados en la franja media de edades.
En cualquier caso, la diferencia demográfica entre Estados Unidos y Japón tiene implicaciones obvias para las economías en desarrollo. Los países que han crecido a mayor velocidad también tuvieron transiciones demográficas más repentinas, y es posible que sufran un fuerte efecto envejecimiento, que tendrán que compensar con un aumento de la longevidad.
Los “nuevos 65”
El efecto longevidad es en esencia una medida de cómo cambió la edad biológica en relación con la edad cronológica. Una consecuencia de este cambio es que las medidas cronológicas habituales para la edad tienen menos sentido que nunca.
La divergencia entre la edad biológica y la cronológica nos habla de un problema muy conocido en economía: la confusión entre variables nominales y reales. Una pinta de cerveza, que en 1952 costaba 0,65 dólares, hoy cuesta 3,99 dólares. ¿Se encareció la cerveza? En cierto sentido, la respuesta ha de ser afirmativa: en 2018 hay que pagar más dinero para comprar una pinta que en 1952. Pero no es la respuesta que daría un economista. Para una correcta comparación intertemporal de precios hay que descontar el efecto de la inflación. Y al hacerlo resulta que en realidad la cerveza se abarató: el precio real (deflactado) de una pinta en 1952 equivaldría a 5,93 dólares en dinero actual.
Un problema similar ocurre si uno se basa exclusivamente en los años calendario y en un concepto cronológico de la edad. En Estados Unidos, la tasa de mortalidad entre personas de 75 años hoy es igual a la que había entre personas de 65 años en 1952. En Japón ocurre algo similar: los 80 son los “nuevos 65”. De modo que desde un punto de vista actuarial, quienes hoy tienen 75 años de edad no son más viejos que los que tenían 65 años en los cincuenta.
Lo mismo que con el precio de la cerveza, podemos usar los cambios en las tasas de mortalidad para descontar la “inflación etaria” y determinar una edad promedio real. Al hacerlo, vemos que en esencia la edad promedio “real” según la tasa de mortalidad no aumentó en Reino Unido, Suecia y Francia, y apenas aumentó en Estados Unidos. Pero en Japón, tomando el año 2000 como base, pasó de 31 a 44 años, un salto importante (aunque considerablemente menor al aumento nominal, de 26 a 46 años).
Los indicadores ajustados por la tasa de mortalidad nos dan una visión radicalmente distinta de lo que está sucediendo con la tasa de dependencia en las economías avanzadas. Si uno se basa en la edad cronológica, la tasa de dependencia en Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Suecia viene creciendo; pero cuando las cifras se ajustan por la tasa de mortalidad, en realidad disminuyó en todos los casos. Una vez más, la excepción es Japón, donde el predominio del efecto envejecimiento llevó a un aumento de la tasa de dependencia real.
Una política para todas las edades
Esta perspectiva permite ver los supuestos errados de la idea convencional de “bomba de tiempo demográfica”, que no distingue entre los efectos envejecimiento y longevidad. Suponiendo que sólo existiera el primer efecto, sería verdad que a una sociedad que envejece velozmente no le espera nada bueno. Pero cuando se tiene en cuenta el efecto de la longevidad, el panorama se ve mucho mejor.
La edad nominal no incluye la información en la que se basa la reducción de tasas de mortalidad. De modo que se necesita una metodología más completa, que tenga en cuenta la multidimensionalidad del envejecimiento. Y aunque la tasa de mortalidad provee información adicional, tampoco tiene en cuenta la morbilidad, la expectativa de vida saludable (los años de buena salud) y el aumento de la desigualdad sanitaria. Lo mismo que con la edad cronológica, la relación entre estos diversos conceptos está cambiando.
De hecho, las condiciones del envejecimiento moderno son asombrosamente variadas. Si bien hoy la vida de la persona promedio es más larga y más sana, eso no se traslada a todas las personas. Detrás de las cifras sanitarias promedio hay diferencias notorias que dependen de los ingresos, la educación, la genética, el estilo de vida y el entorno. Y estas disparidades se volverán cada vez más obvias conforme las personas vayan sumando años.
Para manejar las tendencias demográficas actuales, los gobiernos tendrán que diseñar políticas que tengan en cuenta el envejecimiento y la longevidad. Todos los países siguen necesitando programas para apoyar a las personas que envejecen en el sentido tradicional; pero también hay una creciente necesidad de políticas más flexibles que ayuden a los trabajadores de más edad a cosechar los beneficios de vidas más largas y más productivas. Aumentar la edad oficial de retiro (una de las respuestas políticas más habituales al problema de la “sociedad senescente”) no ayuda al logro de estos otros objetivos. Y para los que no tienen el beneficio de una vida más larga y saludable, es una intervención cruel y retrógrada.
Para capitalizar los beneficios de la longevidad, los gobiernos deben desarrollar políticas que ayuden a los ciudadanos de más edad que siguen siendo productivos a encontrar empleo a tiempo completo o con esquemas laborales más flexibles. A diferencia del envejecimiento, la longevidad da una oportunidad para diseñar políticas que trasciendan las cuestiones relacionadas con el final de la vida. Como observó el historiador del siglo XX Peter Laslett, el aumento considerable de la expectativa de vida nos invita a trazar “un nuevo mapa de la vida” misma.
Así como los cambios producidos en el siglo XX crearon etapas vitales nuevas con características propias en los años de la adolescencia y la jubilación, la expectativa de vida del siglo XXI hace posible la aparición de todavía más etapas vitales. Para maximizar las ventajas de la longevidad, tenemos que repensar las trayectorias educativas y laborales tradicionales, mientras garantizamos que las generaciones más jóvenes de hoy vivan por tanto tiempo y con tanta salud como sea posible.
El futuro ya no es lo que era
A medida que haya más investigación y desarrollo en relación con el envejecimiento, la longevidad se convertirá en un tema cada vez más central en el debate político. Hoy la mayoría de las discusiones sobre el futuro giran en torno de la Ley de Moore y el ascenso de los robots; pero avances revolucionarios en la investigación del envejecimiento pueden tener efectos igualmente profundos en las vidas de las personas y la organización de la sociedad. Como señala David Sinclair, genetista de la Escuela de Medicina de Harvard: “Es posible que a fines de este siglo la gente pueda vivir hasta los 150 años, porque habrá una combinación de investigaciones que permitirán desarrollar píldoras que uno podría comenzar a tomar a los 30 años para reforzar las defensas del cuerpo contra las enfermedades y la edad”.
Los avances en tecnología antienvejecimiento pueden resultar particularmente útiles para los países que sufren el efecto envejecimiento, así que los gobiernos deberían apoyar la I+D en esta área. A diferencia de Estados Unidos y los países de Europa occidental, que probablemente podrán ayudar a sus baby boomers a adaptarse a vidas más largas y más productivas con reformas inteligentes, los países en desarrollo cuyas poblaciones envejecen rápidamente necesitarán inversiones significativas en longevidad que compensen los efectos del envejecimiento. Japón, Singapur y Corea del Sur ya hicieron grandes inversiones en automatización y robótica para compensar la pérdida de productividad de sus fuerzas laborales senescentes, y no pasará mucho tiempo antes de que también se involucren intensamente en la investigación de la longevidad.
Todos los países verán un aumento de la edad promedio en las próximas décadas, pero el equilibrio de fuerzas del que depende esta tendencia no será el mismo en todos. En aquellos que pasaron por una transición demográfica veloz, es posible que el efecto envejecimiento predomine sobre la longevidad y plantee graves desafíos económicos y sociales. En cambio, los países donde ya predomina el efecto longevidad tendrán amplias oportunidades económicas y sociales. En cualquier caso, se necesitará una amplia variedad de políticas nuevas.
Pero antes, debemos abandonar las medidas de edad nominales que tratan a las personas mayores como un problema. Es hora de dejar de preocuparnos por el “envejecimiento de las sociedades” y empezar a concentrarnos en la clase de cambio demográfico que realmente importa. Los gobiernos deben dar a quienes pueden cosechar los beneficios de vidas más largas y saludables oportunidades para hacerlo, y reducir al mínimo la cantidad de personas que tengan negada la longevidad. Invertir en las ventajas de la longevidad nos permitirá reducir la amenaza de una sociedad senescente.
Andrew Scott es profesor de economía en la Escuela de Negocios de la Universidad de Londres y miembro del Centro de Investigaciones en Política Económica, es coautor (con Lynda Gratton) de The 100-Year Life: Living and Working in an Age of Longevity [Una vida centenaria: vivir y trabajar en una era de longevidad].