El mito de una vida tranquila

En los años ochenta, se abrió un McDonald’s en la piazza de España de Roma. Aquel acontecimiento fue una intrusión en la vida sosegada del barrio y tuvo como reacción el movimiento Slow Food, ‘comer despacio’. Esta corriente de pensamiento congenió con la doctrina Slow Life, ‘una vida tranquila’, y ambas filosofías comparten un credo semipolítico, al amparo de un poema de Jorge Luis Borges titulado ‘Instantes’.

Esta composición literaria presupone que si uno viviera nuevamente la vida, trataría de cometer más errores, no intentaría ser tan perfecto, se relajaría más. Sería más tonto de lo que ha sido. Comería más helados. Haría más viajes, contemplaría más atardeceres, nadaría más ríos. No iría a los sitios con termómetro, paraguas o paracaídas: no sería, en una palabra, tan sensato. Si pudiera volver atrás, trataría de vivir solo momentos sublimes.

La esencia de este pensamiento bonachón es que ‘hay que trabajar para vivir y no vivir para trabajar’, si bien Borges nunca afirmó que de volver a nacer hubiese deseado ser pobre y menos aún que creyera lo que escribía. Los discípulos de este credo no preconizan la molicie, se conforman con predicar una vida sencilla con la que todos estaríamos de acuerdo: la imagen de ver llover resguardados en un establo mientras comemos una manzana. Para ellos, desde el turismo hasta el bolero, pasando por el sexo, ha de ser lento; prefieren la pequeña tienda al supermercado, el silencio al ruido, la micromovilidad al coche, el ganado en los prados a las macrogranjas. No digo que la izquierda haya inventado este movimiento, digo que al haber perdido su vis atractiva frente al capitalismo, pretende subirse a este carro.

Ahora bien, ‘la vida tranquila’, aunque desacredita con razón nuestra existencia agobiante, es un concepto efímero. Su virtualidad se concreta en que frenar nuestro ritmo no lleva emparejado ni la casa soñada, ni las calles peatonales ni los jardines bucólicos. Todo lo contrario: nos podríamos encontrar con una pérdida de calidad de vida en los pueblos sin médico, escuela o banco y en las ciudades con altos alquileres, contaminación y paro. De repente, comprendemos la evacuación de los pueblos o los desahucios urbanos. Algunas personas optaron por trabajar solo para vivir o tuvieron mala suerte; ambos se quedaron cortos en sus cálculos y al albur de las ayudas.

Hubo un tiempo en que en los pueblos se vivía igual que en las ciudades, pero el progreso o su añoranza produjo la deslocalización. Ahora bien, solo en los países capitalistas más prósperos -por explorar oportunidades e invertir en ellas- este guion idílico suele ser cierto. Mas para lograrlo, como dice la canción de Julio Iglesias, la mayoría «se olvidó de vivir», al menos durante ‘un tiempo’. La clave reside en cuánto es ‘un tiempo’.

Sobre este particular, he conocido casos de abogados en la City de Londres que trabajaban ochenta horas semanales y personas como Wilson Díaz, un ‘workalcoholic’ cubano de Wall Street, que se levanta a las cinco y media en Connecticut, en un pueblo de ensueño, a sesenta kilómetros de Manhattan, para coger un tren a Grand Central y empalmar con un metro que le posibilite llegar al gimnasio y estar a las ocho en la oficina, antes de que abra la Bolsa a las nueve, que come una ensalada César en su despacho, que entretiene a un cliente invitándole a un partido de la NBA en el Madison Square Garden o a un ‘show’ en Broadway a las siete de la tarde y llega rendido a las diez a casa para quedarse dormido hablando con su mujer…; efectivamente no son vidas tentadoras: adolecen de la falta de reposo suficiente para disfrutar de lo ganado o poder visitar una exposición de Gerard Richter un martes a las once.

Ahora bien, Wilson Díaz cada mes envía doscientos dólares a sus familiares en La Habana, que llevan -según un ministro nuestro- una vida más apacible y sostenible, a pesar de que su cartilla de racionamiento solo provea de alimentos hasta el día 18 de cada mes, y necesite compensar el resto con las remesas de su pariente. Una reciente legislación en Cuba promulga, a raíz del último conato de explosión social, eliminar todo tipo de aranceles y gravámenes para los alimentos y medicinas que les envían del exterior. Pero eso no es una economía sostenible, como decía el ministro, eso es una economía sostenida, que se aleja de la normalidad.

Detectar lo anormal en los comportamientos, por pequeños que sean, está al alcance de cualquiera. En medio de la crisis del año 2010, quise hacer un poco de ‘slow life’ y compatibilizar mi vida profesional con escribir un libro de naturaleza y contraté a un ornitólogo muy conocido, Miguel Rouco, para que me ayudara: él se encargaría de las fotos de los pájaros y yo de los mamíferos. Un día, en una teletrampa, apareció una magnífica foto de tejón, pero por la razón que fuera no se le veía la cola. Encontré un artista en internet que hacia arreglos a retratos antiguos y le pregunté si sabría pintar la cola del tasugo y aquel, un hombre modesto, fotógrafo autónomo de provincias, me dijo en un tono cheli: «Oiga usted, yo se lo hago, pero con la que está cayendo ¿no le parece que se dedica a cosas muy raras?».

Los adictos al trabajo son personas anormales por ausencia de control, al igual que los ociosos por falta de motivación. La vida parsimoniosa es una aspiración difícil de lograr y solo resulta verosímil en el equilibrio acrobático entre hacer o dejar de hacer. Esa dificultad sugiere que lo mismo que todo beneficio acarrea sus costes, la vida tranquila nunca es regalada. Es formidable que se interioricen los momentos sublimes, pero el sosiego no se logra con declaraciones: en España hay ocho municipios que se manifiestan ‘slow’, como hay otros tantos que se han declarado desnuclearizados; pero esas son proclamas ligeras. La vida tranquila de verdad, la no mitificada, la no comercializada, la que se interioriza por la noche en la cama como una dulce gana de dormir, hay que conquistarla a base de superar momentos que pueden ser igual de sublimes, pero de inolvidable intranquilidad, como la experimentan impensablemente en Ucrania.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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