El mito del retorno. El mercado de lo simbólico

Primero fue Donald Trump, prometiendo la expulsión de millones de inmigrantes sin papeles. Ahora es el comisario europeo de Migración, Dimitris Avramopoulos, instando a los estados miembros a deportar con mayor celeridad. El mensaje de uno y otro es el mismo: “mano dura” contra los sin papeles. En el contexto europeo, dos argumentos son esgrimidos: esta política permite restablecer el orden tras la mal llamada “crisis de los refugiados” y es condición necesaria para garantizar la protección de los otros, aquellos que finalmente sí recibirán el estatuto de refugiado. ¿Por qué tanto énfasis en las expulsiones, llamadas eufemísticamente retorno, si los datos muestran que es una política de difícil aplicación?

La respuesta es clara: porque, como en toda política simbólica, aquello que se dice perseguir no necesariamente coincide con aquello que se persigue. El retorno de los sin papeles se presenta como la mejor manera para “luchar” contra la inmigración irregular. La experiencia demuestra, sin embargo, que es una política de resultados limitados: expulsar no siempre es fácil, detener y deportar resulta extremadamente caro y el miedo a ser deportados no tiene necesariamente un efecto disuasorio sobre los que están por venir o los que, habiendo sido deportados, esperan poder volver a entrar. La política de expulsiones sí sirve, en cambio, para restablecer la figura del Estado como guardián de las fronteras externas y garante del orden interno. Alimenta, además, una creciente industria en torno a las expulsiones, desde el mantenimiento de los centros de detención hasta los vuelos de retorno.

Más expulsiones, ya hace tiempo

Aunque Trump y Avramopoulos insistan en la necesidad de deportar más y más rápido, ya hace tiempo que las expulsiones han ido en aumento a un lado y al otro del Atlántico. En Estados Unidos, fue Bill Clinton quien en 1996 (con la Illegal Immigration Reform and Immigration Responsability Act) reforzó el control fronterizo, criminalizó a los inmigrantes en situación irregular y facilitó los procedimientos de expulsión. Esta política llegó a su máxima expresión bajo la presidencia de Barak Obama. Aunque es conocido por su discurso humanitario hacia los sin papeles, Obama expulsó alrededor de 3 millones de personas entre 2009 y 2017. Esta cifra representa un incremento del 38% respecto a la presidencia de George W. Bush (2001-2009) y del 73% respecto a la de Bill Clinton (1993-2001).

¿Cómo se explica este aumento de las deportaciones en Estados Unidos? Si bien Obama defendió la regularización de los sin papeles “ejemplares” y “buen ciudadanos” (por ejemplo, buenos estudiantes, buenos trabajadores o miembros del Ejército), al mismo tiempo amplió la definición de los indeseados, aquellos que podían ser deportados en cualquier momento. Así, faltas menores u ofensas leves bajo las leyes de inmigración (por ejemplo, usar un número falso de la seguridad social) pasaron a ser categorizadas como delito y, en consecuencia, se convirtieron en causa de expulsión. También se criminalizó a aquellos que cruzaran la frontera irregularmente. Mientras que hasta entonces eran devueltos sin más, con la Administración Obama pasaron a ser registrados y a recibir formalmente una orden de expulsión, con lo que engrosaron la cifras oficiales de deportados.

Aun así, el número de expulsiones es mucho más alto en Europa. Sólo entre 2011 y 2015, los estados miembros de la Unión Europea expulsaron a 1,9 millones de personas. Según Eurostat, en 2015 533.395 órdenes de expulsión han sido emitidas, lo que representa más del doble que en Estados Unidos. De éstas, la mayoría corresponden a Grecia (24%), Francia (18%), Reino Unido (16%) y Alemania (12%). España consta como el quinto país con más deportaciones de la Unión Europea, con 33.495 órdenes de expulsión en 2015. No hay que olvidar, sin embargo, que una cosa son las órdenes de expulsión y otra las expulsiones realmente ejecutadas. En Estados Unidos, el 56% de las órdenes de expulsión no llega a ejecutarse. En la Unión Europea, esta cifra supera el 60%. En otras palabras, son cifras administrativas, no reales. En la práctica, la mayoría se quedan. ¿Por qué?

Por qué es difícil expulsar

La principal dificultad radica en que las expulsiones se hacen en contra de la voluntad de las personas afectadas y a menudo con la resistencia de los países de retorno. Lo primero implica que las personas con órdenes de expulsión acostumbran a no colaborar, con lo que, en muchos casos, desaparecen sin más. Para asegurar su deportación, muchos países recurren a períodos de detención. Sin embargo, el tiempo de privación de libertad solo puede ser limitado. Por ejemplo, la Directiva Europea del Retorno establece un máximo de 6 meses, alargándose excepcionalmente a 18. En España, el periodo máximo es de 60 días. Al cabo de este tiempo, si no se ha podido ejecutar la expulsión, los afectados quedan de nuevo en libertad.

La otra gran cuestión es la colaboración de los países de retorno. Para proceder a la deportación, se necesita un documento de viaje expedido por el país a donde se los retorna. Su colaboración es pues imprescindible. El Plan de Acción sobre Retorno, aprobado por la Comisión Europea en septiembre de 2015, ya identificaba la cooperación con terceros países como una cuestión fundamental. En octubre de 2015, con tal de incrementar la efectividad de las expulsiones, el Consejo Europeo aconsejó condicionar la ayuda al desarrollo o los acuerdos comerciales a la cooperación con la Unión Europea en materia de control migratorio. En la misma dirección van los nuevos Marcos de Asociación propuestos por la Comisión Europea en junio de 2016: ofrecen apoyo financiero e instrumentos de desarrollo y de política de vecindad a cambio de que desde estos países se refuerce el control de fronteras, los procedimientos de asilo, la lucha contra el tráfico de personas y la reintegración, es decir, el retorno.

Aunque los estados miembros y, más recientemente, la propia Unión Europea tienen un largo historial de acuerdos de readmisión con países de origen y tránsito, muchos no llegan a firmarse o, simplemente, no se aplican. En febrero de 2017, la propia Comisión Europea reconoció dificultades para avanzar en estos acuerdos con países como Marruecos, Argelia, Túnez y Jordania. De hecho, el acuerdo de readmisión entre la UE y Marruecos es el cuento de nunca acabar: desde 2000 hasta la fecha, no se ha podido llegar a ningún tipo de acuerdo específico. Pero incluso cuando éste se da, los países de retorno no siempre colaboran en la práctica. Mientras que la tasa de aceptación ronda el 80% en los procesos de readmisión con países como Rusia, Ucrania y Moldova, esta tasa baja en torno al 36% con Pakistán y por debajo del 20% con Cabo Verde.

¿Por qué los gobiernos de los países de origen y tránsito se muestran tan reticentes a colaborar? Según Sergio Carrera (2016), que analiza el caso del (no)acuerdo entre la UE y Marruecos, la oposición a los acuerdos de readmisión tiene que ver con cuestiones de política interna e internacional. En clave interna, la población de estos países tiende a ver con recelo lo que consideraría una división desigual de la responsabilidad, es decir, aceptar el retorno de aquellos que la Unión Europa rechaza recibir. Además, la deportación de tus propios ciudadanos (en contra de su voluntad) es siempre un tema políticamente espinoso. En clave internacional, aceptar la deportación de los ciudadanos de otro país puede suponer también un alto coste político, esta vez en las relaciones internacionales entre estados. Por último, cabe añadir que la Unión Europea no siempre cumple con su parte del acuerdo. Cuando las promesas de liberalización de visado no se concretizan o los fondos de cooperación al desarrollo no son otros que los que ya estaban asignados previamente e incluso así no siempre se acaban de materializar, ¿por qué deberían los países de retorno cumplir con su parte del acuerdo?

Más expulsiones significa más control

Aumentar el número de órdenes de expulsión, conseguir la detención y deportación de todos aquellos millones de indocumentados señalados tanto por Trump como por Avramopoulos, exige mucho más control. Sin embargo, los estudios sobre el día a día de las políticas de inmigración señalan importantes resistencias (Garcés-Mascareñas y Chauvin, 2017). En Estados Unidos, por ejemplo, la policía local hace tiempo que se niega a cumplir funciones de control migratorio. Argumenta que no dispone de tiempo y que el miedo a ser detenidos puede disuadir a los inmigrantes sin papeles a denunciar posibles crímenes. Se da pues prioridad a la seguridad ciudadana, sobre la securitización de la inmigración. Más control migratorio implica también más control para todos, con medidas altamente controvertidas como la obligación de identificarse en el espacio público. Son además identificaciones que a menudo se aplican de forma claramente discriminatoria, por ejemplo sobre la base de los rasgos físicos.

Las resistencias al control migratorio son tal vez más fundamentales en el ámbito laboral. Cuando se obliga a médicos, asistentes sociales y todo tipo de funcionarios del Estado a exigir la documentación de los usuarios como requisito para ser atendidos, se les convierte automáticamente en agentes de control migratorio. Según Joanna van der Leun (2003), cuanto mayor el grado de compromiso profesional, por ejemplo de médicos o asistentes sociales, mayor es la resistencia a actuar como agentes migratorios. También los empleadores tienden a oponerse al control migratorio. En un famoso estudio sobre las políticas de inmigración en Estados Unidos, Aristide Zolberg (2009) describe cómo históricamente los lobbies de empleadores han conseguido vaciar de presupuesto cualquier medida destinada a aumentar el control en los lugares de trabajo. Así las sanciones a los empleadores, aunque existan sobre el papel, a menudo no se aplican en la práctica.

Sin embargo, las resistencias al control migratorio son cada vez menores. La criminalización de la irregularidad, como hemos visto, justifica tanto la detención como la deportación de aquellos que, hasta hace poco, eran vistos como casi ciudadanos. Además, las medidas de austeridad y la gestión privada de los servicios públicos (como, por ejemplo, la sanidad) han contribuido a justificar la exclusión de los inmigrantes irregulares en términos de recursos: es su condición de personas no contribuyentes, más que el hecho de no tener papeles, lo que los deja fuera del sistema. A esto se añade el hecho de que, en algunos países, el acceso a los servicios públicos es cada vez más gestionado desde los aparatos administrativos y no desde los propios profesionales del sector. Ahí es donde el “deber profesional” queda sustituido por la “eficacia de la gestión”. Finalmente, el miedo al terrorismo justifica la “excepción”, con una ciudadanía cada vez más claudicante ante medidas de control generalizado.

Una política cara

Más allá de estas resistencias, detener y expulsar es tremendamente caro. Según el proyecto Migrants Files, esta política ha costado 11.300 millones de euros a los estados miembros desde 2000 a 2015. En el caso español, esta cifra alcanzó los 348 millones entre 2007 y 2014. Esto significa que el Estado español pagó 49 millones de euros al año. Equivale a nueve veces más que lo que el Ministerio de Interior gastó en asilo en esos mismos años. En 2015 –año de la mal llamada crisis de los refugiados– el Estado dedicó casi la mitad de los fondos europeos de asilo, migración e integración (FAMI) a las políticas de expulsión. El uso de los FAMI para operaciones de retorno se justificó con el mismo argumento de siempre: “hay que llevar a término expulsiones para salvaguardar la integridad de la política de inmigración y asilo de la Unión”. Más allá de la justificación, lo que vuelve a llamar la atención es la proporción: las operaciones de expulsión, dejando de lado otros costes asociados, costaron más que los programas de acogida para solicitantes de asilo (4,9 y 4,8 millones respectivamente).

Si tanto cuesta, ¿a quién beneficia? En primer lugar, están las empresas de servicios que mantienen los centros de detención. Según el periodista Toni Martínez, que ha escrito un libro sobre los CIEs, resulta difícil en España conocer las empresas contratadas para estos fines. Asegura, sin embargo, que entre ellas está Clece, una empresa cuyo máximo accionista es el empresario y presidente del Real Madrid, Florentino Pérez. En Estados Unidos, una parte importante de los centros de detención son gestionados por empresas privadas. Según el historiador Admir Soko, de la Universidad de Lund, las empresas del sector (como CoreCivic o Geo Group) son las que estuvieron detrás de la decisión del Congreso de aumentar la capacidad de los centros de detención para extranjeros (con 34.000 camas desde 2009). Son también estas mismas empresas las primeras que han visto aumentar su valor en bolsa tras la victoria de Donald Trump.

En segundo lugar, ganan también las compañías áreas que organizan los vuelos de retorno. Aquí el Gobierno español sí publica la información: desde 2013, Air Europa y Swift Air reciben alrededor de 12 millones de euros anuales para vuelos tanto nacionales (muchos con destino a Ceuta y Melilla) como con destino a países como Marruecos, Malí, Senegal, Nigeria, Colombia y Ecuador. Para destinos como Pakistán, Georgia, Macedonia o Albania, el Gobierno español participa en vuelos conjuntos organizados por Frontex. En Reino Unido, todo el proceso de expulsión está en manos de dos empresas: Tascor que se ocupa del servicio de escolta y Carlson Wagonlit que organiza los viajes de vuelta en charters y vuelos regulares. El contrato con Carlson Wagonlit asciende a 30 millones de libras anuales. Sabemos que parte de los costes se dedican a pagar sillas vacías, ya sea porque los vuelos charters no se llenan o por la no colaboración de los afectados y la interposición de procedimientos legales. Así, según el Ministerio del Interior, entre octubre de 2014 y marzo de 2015, el Gobierno británico pagó 2,5 billetes de avión por cada persona finalmente deportada.

El mercado de lo simbólico

Las políticas de retorno resultan caras y de difícil aplicación. Los datos demuestran, además, que no siempre son efectivas para reducir la inmigración irregular. Dicho de otra manera, más deportaciones no implican necesariamente menos inmigración irregular. Los números son claros: aunque el presidente Obama ha deportado casi tres millones de personas, el número estimado de inmigrantes sin papeles no ha variado significativamente a lo largo de su mandato (alrededor de 11,3 millones tanto en 2009 como en 2016). Si bien varios estudios demuestran que las políticas de retorno sí pesan implacablemente sobre las vidas de aquellos a los que se imponen, en cambio, el miedo y angustia que generan no parecen tener un efecto disuasorio. Los inmigrantes saben que pueden ser detenidos y deportados en cualquier momento como también saben que van a tener que trabajar más por menos. Pero no por ello dejan de intentarlo o no por ello se van.

Si las políticas de retorno, además de caras y complicadas, no han demostrado su utilidad para reducir significativamente la inmigración irregular, ¿para qué sirven entonces? Aunque pocas veces se explicita, su función es ante todo simbólica. Sirven sobre todo para convencer a la ciudadanía de que todo está bajo control, que aquellos que no queremos recibir se van a tener que ir lo quieran o no. Al igual que las vallas en la frontera, escenifican el control del Estado y la soberanía nacional. A nadie le importa después si fronteras y deportaciones son efectivas o no. En la era de la posverdad, lo que importa son las percepciones de los hechos, lo que uno cree que la mayoría de ciudadanos piensa o espera, más que los hechos en sí. Votos posibles más que hechos demostrados definen cada vez más las políticas. Ante el auge del populismo en Europa, hay que mostrarse duro. Lo importante es seguir aferrados al mito del retorno, aun sabiendo que es pura ilusión.

Pero que sea pura ilusión no significa que sea pura retórica. El mito del retorno genera una maquinaria creciente de medidas de control, regímenes de detención y procedimientos de expulsión. Esto tiene un doble efecto. Primero, la irregularidad es crecientemente perseguida y penalizada. Más que la deportación en sí, lo que marca la experiencia de la mayoría de inmigrantes sin papeles es la posibilidad de la deportación, lo que De Genova (2002) define como deportabilidad, es decir, vidas cada vez más precarizadas e invisibilizadas bajo la amenaza del retorno. Segundo, en un contexto de creciente privatización de los servicios públicos, el mito del retorno alimenta una industria en expansión que, a su vez, por sus propios intereses de mercado, fomenta más necesidad de control. Ya sea por contentar una ciudadanía cada vez más deseosa de “mano dura” o por responder a la demandas de una creciente industria del control, lo cierto es que, de momento, nada hace pensar que hechos y estadísticas nos puedan hacer cambiar de opinión.

Blanca Garcés Mascareñas, investigadora sénior, CIDOB y Neus Arnal Dimas, Master en ciudadanía y derechos humanos, ética y política de la UB


Referencias bibliográficas

Carrera, Sergio, et al. “EU-Morocco Cooperation on Readmission, Borders and Protection: A model to follow?”. CEPS Papers in Liberty and Security in Europe 2016.

https://www.ceps.eu/publications/eu-morocco-cooperation-readmission-borders-and-protection-model-follow

De Genova, Nicholas P. “Migrant “illegality” and deportability in everyday life”. Annual review of anthropology 31.1): 419-447. 2002.

Garcés-Mascareñas, Blanca y Chauvin, Sébastien. “Undocumented immigrants”, in Urban Europe. Fifty tales of the city. Amsterdam University Press, 2017.

Leun, Joanne van der. Looking for loopholes: Processes of incorporation of illegal immigrants in the Netherlands. Amsterdam University Press, 2003.

Zolberg, Aristide R. A nation by design: Immigration policy in the fashioning of America. Harvard University Press, 2009.

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