El momento churchilliano

Uno de los grandes placeres de la lectura de los libros de viaje, primero de los ilustrados del XVIII y luego los románticos del XIX, es la perspectiva oblicua, la visión desacostumbrada, con la que conseguían un retrato por inesperado más verídico de un determinado país. Curiosamente, España era foco acostumbrado de esos retratos a veces despiadados, pero nunca exentos de ironía.

Intentemos el experimento contrafactual. ¿Qué es lo que se ve de España desde fuera, cuál es el resultado de la observación de uno de esos viajeros que recorriera a estas alturas del año 2012 nuestra sufrida piel de toro?
Ortega era experto en estos análisis del ánima colectiva. Tantas veces sus geniales intuiciones filosóficas surgían de una mirada atenta al estado del alma hispánica, y desde ahí se elevaban propuestas casi siempre regeneradoras, mayormente optimistas. A pesar de que vivió en tiempos convulsos, de que tanto España como Europa, sus dos grandes entusiasmos juveniles y de madurez, parecía que insistían en transformarse en monstruos enajenados, capaces de la mayor violencia y destrucción, permaneció confiado en que, más allá de los maremotos de la superficie, los sedimentos de densidad histórica que conformaban la realidad biográfica tanto de España como de Europa, iban a ser capaces de superar las dificultades de una travesía tormentosa. La filosofía de Ortega —y de su discípulo, Julián Marías— es una filosofía del ser histórico. Detrás de los naufragios colectivos del siglo XX, Ortega divisaba un horizonte positivo, un renacer de las posibilidades de España y de Europa. El náufrago contaba con dos posibilidades, nadar o dejar de hacerlo. Nuestro máximo pensador del Manzanares optaba —liberal e ilustradamente— por lo primero.

También nosotros, ciudadanos del ruedo ibérico del año 2012, venimos de un naufragio. Un naufragio político y social. Con frecuencia se ha utilizado la metáfora del tsunami para referirse a la crisis financiera que comenzó azotando a los mercados financieros y los bancos en 2007 en Estados Unidos, se trasladó como la pólvora a Europa, se hizo fuerte en la economía real, haciendo que el gran juggernautamericano —y luego, gran parte de los países europeos— entraran en recesión, y de una crisis financiera se transformara en la mayor puesta en cuestión de la organización de las finanzas públicas europeas desde la Segunda Guerra Mundial.

La respuesta frente a los profundos interrogantes que la crisis de la deuda ha abierto en Europa solo ha podido venir de la mano de un cerrar filas en torno al euro y de una profundización en el gobierno económico de la Unión, cuyas subsiguientes escenas son ineludiblemente, si se quiere salir de la situación actual, un significativo avance en la federalización de los presupuestos nacionales —esto es, de los ingresos y los gastos— y de la coordinación económica. Como en tantas otras ocasiones en el proceso de integración europea, esa progresiva puesta en común de la gestión de las economías nacionales, lejos de implicar un necesario diktatde algún país miembro, es la mejor garantía frente a proteccionismos y peligrosas escapadas autistas; también frente al irresponsable y suicida manejo de las cuentas públicas.

De esto último venimos. De una ilusoria isla de Barataria donde era posible disfrutar de inacabables fuentes de leches y mieles sin trabajo ni esfuerzo, sin mirar al futuro; de una testaruda negación de la realidad circundante que hubiera obligado a tomar medidas drásticas inmediatas; de un país que estaba siendo conducido al choque frontal, al choque con los mercados financieros, con nuestros socios europeos, con la realidad económica del país, con la profundísima crisis colectiva que hubiera supuesto la intervención.

Y ahí estamos. Todavía luchando con la posibilidad —tan cercana en diferentes momentos— de que España se convirtiera irremediablemente en el enfermo por décadas de Europa. Mejor ni pensar siquiera en el escenario después de la batalla: un nuevo 98, con toda su secuela de quiebra de las aún vigentes —a veces, en demasía escasas— solidaridades territoriales, solidaridades intergeneracionales y de grupos sociales en el conjunto del país.

Es curioso observar cómo la memoria colectiva española es habitualmente de una duración casi instantánea. Por un momento pareció como si la mayoría de los españoles, antes y después de las últimas elecciones generales, hubieran comprendido de qué iba el tan azaroso baile que el país y sus anteriores gobernantes se habían empeñado en zapatear. Existió un momento de lucidez en el cual la mayoría fue bien consciente de que no cabía sino cambiar radicalmente el rumbo, y de que habría que aceptar un no corto periodo churchilliano. Parecía claro que el camino no podía ser sino darle la vuelta a Freud: el principio de realidad frente al principio del deseo. Bien alejado de los vuelos siderales de su antecesor, el nuevo Gobierno desde su toma de posesión dejó claro que la senda iba a ser profunda consolidación fiscal, serio ajuste presupuestario, decidido reformismo. Para cuadrar el imposible sudoku, el Gobierno se vio incluso forzado, haciendo de tripas corazón, a romper sacrosantos compromisos electorales e intocables principios ideológicos.

Recurro a Madariaga, otro de nuestros grandes del siglo XX. En su Guía para leer Don Quijote, don Salvador describió el proceso por el cual Cervantes describe la sanchopancización de Don Quijote y la quijotizaciónde Sancho, y con ello de modo elíptico un fenómeno acostumbrado en las oscilaciones de la psique hispánica.

El Gobierno prometió sanchopancización —vuelta al principio de la realidad—, y los españoles compraron la idea. Pero tras los primeros episodios, no exentos de esforzamientos y alguna que otra magulladura, y sobre todo con la perspectiva de un largo caminar, a algunos de aquellos españoles parece que les vuelven a sonar más placenteros los cantos de sirena de la quijotización.

Reformismo como vía para la regeneración democrática; transparencia y estabilidad presupuestaria como condiciones para el reformismo. El Gobierno se comprometió con el principio de realidad y la gestión pragmática de la crisis; no puede ni debe prometer lo que no debe, pero a la vez debe de apelar a los sentimientos y a la capacidad de volver a generar ilusión, allí donde la crisis aprieta, a no pocos hasta casi ahogarlos. Nos estamos jugando el presente y el futuro, nuestro y de nuestros hijos, personal y como país. ¿Cabe en esa coyuntura no ejercer la grave responsabilidad que ha recaído sobre todos? Sobre el Partido en el Gobierno y la oposición, sobre empresarios y sindicatos, sobre cada una de las Comunidades Autónomas, cuyo comportamiento es vital para el cumplimiento de los objetivos; sobre cada uno de los ciudadanos. No cabe sino mantener la mirada hacia adelante y esperar de la sensatez de los ciudadanos, y del sentido de responsabilidad común. Tan necesaria como la crítica es no usar la piqueta a diestro y siniestro, ni perder el ánimo en los primeros repechos.

Ortega, Madariaga, Unamuno, pero también Jovellanos, y tantos otros, pensaron y lucharon por una realidad común, más grande y amplia que ellos. Vivían un patriotismo a flor de piel, casi como una segunda naturaleza. No en vano, como escribiera María Zambrano, glosando una metáfora de su maestro Ortega, la luz al alba es más límpida si antes ha atravesado la penumbra de las sombras. Ahora bien, si el patriotismo de nuestros mayores no consigue movilizar los afectos como antes, apelemos al menos a algo tan esencial como asegurar la garantía de nuestro futuro.

Por José María Beneyto, catedrático y diputado al Congreso.

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