El momento de parar en Afganistán

«Ayer», reza el correo electrónico de Allen, un marine destacado en Afganistán, «Doné sangre porque otro soldado, mientras estaba de patrulla, pisó el detonador (de una mina) y perdió ambas piernas». Después «fue ingresado otro compañero con una herida de bala en la cabeza. Ambos fallecieron esta mañana».

«Siento el drama», escribe Allen, un entusiasta soldado de infantería dispuesto a morir «para que cada uno de vosotros podáis envejecer». Dice en su e-mail: «Yo he puesto todo en manos de Dios». Y concluye con un «Semper Fidelis».

Allen y otros miles de jóvenes americanos, parte imprescindible del futuro de este país, también están en manos de Washington. Esta ciudad debe de tener fe en ellos invirtiendo el rumbo de la participación estadounidense en Afganistán, un país que, según el comandante neerlandés de las fuerzas de la coalición en una provincia del sur, «lo atraviesas y es como recorrer el Antiguo Testamento».

La estrategia estadounidense -proteger a la población- requiere de un número progresivamente mayor de efectivos, al tiempo que la coalición está cada vez más impaciente por «el deterioro de las condiciones», según explica el Almirante Mike Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto. La guerra ya dura mucho más que la implicación norteamericana en las dos guerras mundiales juntas, y el apoyo de la OTAN es vacilante y a menudo ridículo.

La estrategia norteamericana consiste en «sanear, conservar y construir». Las fuerzas talibanes pueden evaporarse y luego volver, seguras de que los efectivos estadounidenses serán siempre demasiado escasos para conservar los avances. De ahí que la construcción de la identidad nacional sería imposible incluso si supiéramos cómo apuntalarla, e incluso si Afganistán no fuera el segundo peor lugar para intentar hacer algo así: la Brookings Institution coloca a Somalia como la única nación con un Estado más débil que Afganistán.

El historiador militar Max Hastings dice que desde Kabul sólo se controla un tercio del país -«control» es un concepto elástico- y «nuestros afganos no nos brindan mucha más ayuda de la que nos brindaban nuestros vietnamitas del régimen de Saigón». Apenas 4.000 marines disputan con las milicias talibán la provincia de Helmand, que tiene el tamaño de Virginia Occidental. El New York Times cita a un oficial destacado en Helmand diciendo que sólo cuenta con «agentes de policía que roban y un pequeño grupo de soldados afganos que dicen que están aquí 'de vacaciones'».

Los 23.000 millones de dólares del PIB de Afganistán suponen un volumen comparable al de Boise (capital del Estado de Ohio). La doctrina de la contrainsurgencia talibán dice que el desarrollo de un país depende de su seguridad, y que su seguridad depende del desarrollo. Tres cuartas partes de la producción de opio de Afganistán provienen de Helmand. Es decir, se trata de su principal sustento. En lo que debería llamarse Operación Sísifo, los funcionarios norteamericanos instan a los agricultores a sembrar otros cultivos. ¿Escarola, tal vez?

A pesar de que la violencia estalló en todo el país después de - y en parte gracias- a tres comicios electorales, las recientes elecciones en Afganistán se consideran cruciales. ¿Para qué? ¿Para la creación de un gobierno central efectivo? Afganistán nunca ha tenido uno. El embajador estadounidense Karl Eikenberry espera una «renovación de la confianza» del pueblo afgano en el Gobierno, pero The Economist describe el Ejecutivo del Presidente Hamid Karzai -su compañero de lista a la vicepresidencia es un traficante de drogas- como «tan inepto, corrupto y rapaz» que a veces la gente desea la restauración de los señores de la guerra, «que eran menos corruptos y menos brutales que los del ramo de Hamid Karzai».

El almirante Mullen habla de combatir «la cultura de pobreza» de Afganistán. Pero eso llevó décadas conseguirlo en unos pocos kilómetros cuadrados del sur del Bronx. El General Stanley McChrystal, comandante estadounidense en Afganistán, cree que los programas de empleo y los servicios públicos a nivel local pueden persuadir a muchos «guerrilleros accidentales» de abandonar las milicias talibán. Pero antes de iniciar el New Deal 2.0 en Afganistán, la administración Obama debería preguntarse: si las fuerzas estadounidenses están desplegadas para evitar el restablecimiento de bases de Al Qaeda -evidentemente no las hay ya- ¿no habría que invadir para fomentar la construcción de la identidad nacional en Somalia, Yemen y otros vacíos de soberanía?

El número de efectivos estadounidenses se está incrementando de 21.000 a 68.000, lo que eleva el total de la coalición a 110.000 efectivos. Cerca de 9.000 son de Gran Bretaña, donde el apoyo a la guerra está disminuyendo. Las operaciones de contrainsurgencia talibán, en lo referente al tiempo y al número de soldados necesarios para proteger a la población, no podrán llevarse a cabo a no ser que se usen cientos de miles de infantes de la coalición, tal vez durante una década o más. Eso es inconcebible.

El número de soldados debería reducirse para cumplir una política integralmente revisada: Estados Unidos debe hacer sólo lo que se pueda hacer desde la costa, usando Inteligencia, aviones no tripulados, misiles de crucero, ataques aéreos y unidades de las fuerzas especiales pequeñas y contundentes, concentrándose a lo largo de los 2.400 kilómetros de porosa frontera con Pakistán, el país que importa realmente. El genio, decía De Gaulle recordando la decisión de Bismarck de detener a las fuerzas alemanas a las puertas de París en 1870, a veces consiste en saber cuándo parar. El genio no está obligado a reconocer que en Afganistán, el cuándo significa ahora mismo, antes de que más vidas estadounidenses, como la del jóven Allen, se pierdan.

George F. Will, columnista de The Washington Post y Premio Pulitzer.