El momento decisivo de 2008

El momento decisivo de 2008

Diez años atrás esta semana, tanques rusos frenaron una marcha de pocas horas cerca de Tbilisi, la capital de Georgia. Esa breve guerra en el Cáucaso bajó el telón a casi dos décadas de hegemonía occidental post-Guerra Fría en Europa. Alentada por la administración del presidente norteamericano George W. Bush, Georgia había iniciado conversaciones para ingresar a la OTAN, incitando al presidente ruso, Vladimir Putin, a defender la línea roja que había trazado el año anterior. Rusia, anunció Putin en la Conferencia de Seguridad de Múnich en febrero de 2007, consideraría cualquier expansión futura hacia el este de las instituciones occidentales como un acto de agresión.

En agosto de 2008, los diplomáticos europeos bregaban por detener el combate. En cuestión de semanas, sin embargo, el estallido de la crisis financiera global capturó la atención del mundo. En Washington, Londres, París, Berlín y Moscú, impedir las quiebras bancarias, no la escalada militar, era el problema más acuciante. A simple vista, la guerra georgiana y la crisis financiera global parecen disociadas. Pero esto es ignorar las corrientes más profundas que impulsaron la confrontación.

La absorción de la Europa post-comunista en Occidente no fue simplemente una cuestión de revoluciones de terciopelo. Lo que el secretario de Defensa de Bush, Donald Rumsfeld, llamó la “nueva Europa” –los aliados post-comunistas de la OTAN y los miembros de la Unión Europea- dependía de una inversión de cientos de miles de millones de dólares. Los préstamos provinieron de los mismos bancos europeos que ayudaron a impulsar el boom de los bienes raíces en Estados Unidos e inflar las burbujas inmobiliarias aún mayores en el Reino Unido, Irlanda y España. La inflación inmobiliaria más extrema en el mundo entre 2005 y 2007 estaba en la frontera este de la OTAN en los países Bálticos.

Además de una garantía de seguridad contra Rusia, los países post-comunistas ansiaban prosperidad. A comienzos de los años 2000, las ex repúblicas soviéticas como Georgia y Ucrania, que no habían ganado acceso ni a la OTAN ni a la UE, temían ser olvidadas. Su deseo de “recuperar terreno” motivó las llamadas revoluciones de colores de 2003 y 2004, lo que reflejaba su idea de que el crecimiento económico, la democratización y una orientación pro-occidental iban de la mano.

Pero no fueron sólo los ex satélites de la Unión Soviética los que se beneficiaron del auge global alimentado por la deuda. La autoridad y el poder del régimen de Putin, también, eran (en gran medida) una función de la globalización –específicamente, la enorme alza de los precios del petróleo-. En 2008 parecía que Gazprom, el gigante energético ruso controlado por el Estado que se beneficiaba de un crecimiento sin precedentes de la demanda en los mercados emergentes, encabezada por China, pronto podría convertirse en la mayor corporación del mundo.

En 2008, dos frentes de presión del capitalismo global iban camino a chocar entre sí en Eurasia. Mientras que la inversión occidental impulsaba el crecimiento económico en Europa central y del este, el boom de los commodities sustentaba el resurgimiento geopolítico de Rusia. Por supuesto, estas tendencias no tienen por qué haber conducido a un choque. Según el mantra de la globalización, al menos, el comercio beneficia a todas las partes.

La UE insiste en la inocencia de su modelo de integración. El objetivo es la paz, la estabilidad y el régimen de derecho, no la ventaja geopolítica, sostienen cándidamente sus representantes sénior. Más allá de si verdaderamente lo creen o no, los nuevos miembros post-comunistas de la UE lo veían diferente. Para ellos, la pertenencia a la OTAN y a la UE era parte de un paquete anti-Rusia, de la misma manera que lo había sido para los países de Europa occidental en los años 1950.

Cada vez que Alemania distendía demasiado la relación con Rusia, afloraban las tensiones. En respuesta al acuerdo de 2005 para construir el gasoducto Nord Stream, el entonces ministro de Relaciones Exteriores de Polonia, Radek Sikorski, denunció que era una nueva versión del Pacto Molotov-Ribbentrop de 1939.

Si bien Ucrania también se postuló para pertenecer a la OTAN en 2008, no provocó la intervención rusa. Pero la guerra en Georgia dividió a la clase política ucraniana en tres: quienes defendían la alineación con Occidente, quienes favorecían a Rusia y quienes preferían una política de equilibrio. Estas tensiones se exacerbaron aún más con el impacto de la crisis financiera.

Ninguna parte de la economía mundial se vio más afectada por esa crisis que la ex esfera soviética. Cuando el préstamo global colapsó, los prestatarios más frágiles fueron los primeros en desplomarse. Seguido de cerca por una caída de los precios de las materias primas, le asestó un golpe devastador a las “economías de transición”.

Rusia, uno de los mayores exportadores de petróleo y gas del mundo, fue uno de los más afectados. Pero después de la humillación de las crisis financieras de fines de los años 1990, Putin se había asegurado de que Rusia contara con reservas sustanciales en dólares –las terceras más importantes después de China y Japón-. Las reservas de 600.000 millones de dólares le permitieron a Rusia salir de la tormenta de 2008 sin ayuda externa.

No pasó lo mismo con sus ex satélites. Sus monedas se derrumbaron. Las tasas de interés se dispararon. Los flujos de entrada de capital extranjero se detuvieron. Algunos terminaron recurriendo al Fondo Monetario Internacional (FMI) en busca de ayuda.

En verdad, el impacto de la crisis de 2008 dividió a Europa central y del este. El liderazgo político de los estados bálticos resistió, aceptando una austeridad salvaje para seguir en camino hacia una pertenencia al euro. En Hungría, los partidos gobernantes estaban desacreditados, lo que le abrió la puerta al régimen iliberal del primer ministro Viktor Orbán.

Pero ningún país en la región era estratégicamente más importante, más frágil políticamente o estaba más afectado económicamente que Ucrania. En cuestión de semanas, Ucrania recibió un golpe un-dos devastador como consecuencia de la guerra en Georgia y de la crisis financiera. Esto abrió la puerta para la exitosa candidatura presidencial del pro-ruso Viktor Yanukovych en 2010, y puso en marcha negociaciones financieras desesperadas con el FMI, la UE y Rusia, lo que culminó en la crisis de 2013. Dada la cháchara actual sobre guerras comerciales, vale la pena recordar que fue una disputa sobre el acuerdo de asociación de Ucrania con la UE lo que llevó al derrocamiento de Yanukovych y a una guerra no declarada con Rusia.

Allá por 1989, el fin de la Guerra Fría parecía sugerir que el crecimiento económico impulsado por el mercado era una fuerza incontenible que daba ventaja al Occidente liderado por Estados Unidos. Fue un pequeño paso de allí a suponer que extender el capitalismo al mundo post-soviético seguiría cambiando el equilibrio de poder en favor de Occidente.

Los acontecimientos de agosto y septiembre de 2008 enseñaron dos lecciones dolorosas y profundamente desconcertantes. Primero, el capitalismo es propenso a los desastres. Segundo, el crecimiento global no necesariamente fortaleció el orden unipolar. Un crecimiento global verdaderamente integral alimenta la multipolaridad que, en ausencia de un acuerdo diplomático y geopolítico general, es una receta para el conflicto.

Diez años después, Occidente todavía lucha por aceptar estos desenlaces desconcertantes. Hoy todos los ojos están puestos en Asia, el ascenso de China y su creciente influencia en Eurasia, África y América Latina. Pero la Rusia de Putin sigue siendo un saqueador. De modo que no deberíamos olvidar la crisis de Georgia de agosto de 2008, cuando resultó obvio por primera vez lo peligrosa que podía tornarse la nueva dispensación económica global.

Adam Tooze, Professor of History at Columbia University, is the author of The Deluge: The Great War, America and the Remaking of the Global Order, 1916-1931 and a new study of the 2008 financial crisis, Crashed: How a Decade of Financial Crises Changed the World.

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