Quizá el lector no se acuerde, porque fueron meses trepidantes y deprimentes y porque la pandemia la olvidamos a una velocidad asombrosa, pero en abril de 2020 hubo una pequeña tormenta mediática cuando el entonces Jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, el general José Manuel Santiago, dijo en una rueda de prensa sobre desinformación y bulos que su objetivo era «por un lado, evitar el estrés social que producen estos bulos, y por otro, minimizar el clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno». Poco después, Santiago aclaró que su trabajo se hacía siempre «con escrupuloso respeto al derecho a la libertad de expresión y a la crítica», pero su comentario tenía demasiadas subordinadas como para ser un desliz.

La pandemia fue un test de estrés institucional enorme, también un caldo de cultivo para la desinformación: el activista ultraderechista Alvise Pérez, que hoy es eurodiputado, surgió a su calor, igual que otros proyectos como Estado de Alarma, de Javier Negre. Fue también una época de desinformación institucional y arbitrariedad: desde el comité de expertos inexistente hasta el abuso de la Ley Mordaza (en los meses de confinamiento se multó a más de un millón de ciudadanos con la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana), que hoy sigue sin ser derogada a pesar de que fue una promesa electoral de Pedro Sánchez desde 2018.
Cuatro años después de la pandemia, en abril de 2024, el Gobierno anunció definitivamente que era hora de combatir institucionalmente los bulos. Su plan coincidía con la apertura de una investigación judicial sobre la esposa del presidente y con una ley europea de medios de obligado cumplimiento para los países miembros. No era, por lo tanto, casualidad. Durante meses, el presidente fue insinuando algunas de las medidas que aplicaría. Su idea no era simplemente anunciar la transposición de la Ley Europea de Libertad de Medios de Comunicación, sino una estrategia más ambiciosa que denominó «Plan de Acción por la Democracia». En ese tiempo, redactó varias cartas a la ciudadanía en las que habló de la «máquina del fango» y de los «pseudomedios digitales» y promovió una retórica iliberal contra el periodismo crítico. Finalmente, a finales de julio anunció en qué consistiría su plan para salvar a la democracia de la desinformación. Consistía en... lo ya aprobado en el Parlamento Europeo. No había rastro, por ejemplo, de la modificación que anunció de la Ley Orgánica sobre el Derecho al Honor y la del Derecho a la Rectificación, que los expertos consideran que ya cumple su cometido. No especificó qué reformas haría sobre la publicidad institucional. Sí anunció algo concreto. A pesar de atacar específicamente a los medios digitales durante meses, y de criticar a aquellos que supuestamente tienen más dinero público que lectores, anunció una ayuda de 100 millones para la digitalización de los medios. Se entiende, obviamente, que no caerá ni un euro en aquellos medios que lo critican tanto. Ya están suficientemente digitalizados.
La verdadera estrategia mediática de Sánchez no es legislativa sino ideológica. Su primera carta a la ciudadanía fue un ataque a la prensa que había investigado a su mujer. Su dimisión en diferido fue una sobrerreacción melodramática para convertirse en mártir de una prensa malvada. Cuando dijo que quería «acabar con la impunidad de algunos pseudomedios financiados en buena parte por gobiernos de coalición de ultraderecha entre el PP y Vox», sabía que su propio Gobierno es igual de opaco y arbitrario con la publicidad institucional. Son aspavientos que muestran su impotencia: no puede legalmente hacer nada contra los medios críticos. Por eso su estrategia va por otro lado y consiste en agitar las aguas, polarizar y, sobre todo, trazar una línea clara que determine la legitimidad o ilegitimidad de los medios. Busca simplemente deslegitimar a la oposición, que no son solo las «tres derechas» sino sus voceros y representantes en la judicatura y la prensa, desde el altavoz más privilegiado: la Presidencia del Gobierno. Parece que también quiere establecer un reparto de la publicidad institucional más arbitrario e ideologizado, porque el problema no es la opacidad del sistema sino que sus enemigos también reparten.
Sánchez no solo es un líder experto en las medias tintas y el papel mojado. Y, a juzgar por declaraciones recientes, parece que el Gobierno también quiere endurecer el Código Penal para perseguir delitos de odio en redes. Esta semana el fiscal contra los Delitos de Odio y Discriminación, Miguel Ángel Aguilar, defendió acabar con el anonimato en redes y prohibir el uso a «aquellas personas que se han servido de utilizar internet o redes sociales para la comisión de un delito». Si resulta ambiguo es porque lo es: el objetivo es el de siempre, deslizar la idea de que si hay discursos odiosos es porque el Código Penal no es suficientemente estricto.
El presidente también convierte causas legítimas e importantes en batallas culturales y plebiscitos sobre su gestión. El problema de la desinformación es uno de ellos. Es un problema mucho más amplio que la publicidad institucional o los «bulos». Hay un problema de deslegitimación de los medios tradicionales, que pierden lectores y, sobre todo, han perdido el relato: hay muchos ciudadanos que no entienden bien la función del periodista, por qué tiene que ser independiente y por qué es importante su rol de fiscalización. Es una deriva análoga a la de la democracia liberal, que para las nuevas generaciones es una especie de capricho elitista innecesario.
Pero no solo ha cambiado el modelo de negocio de los medios y su recepción; también ha cambiado la censura. Hoy la censura estatal, prácticamente desaparecida en las democracias liberales, palidece ante la censura empresarial de las grandes plataformas. Considerarlas simplemente empresas privadas con «derecho de admisión» es estar ciego ante su carácter sistémico: Google, Facebook o Twitter no ofrecen un servicio cualquiera, sino la infraestructura sobre la que se crea la gran mayoría del contenido en internet. Hay también un enorme problema de politización de los medios públicos, desde RTVE y Efe a Telemadrid o TV3. No es un problema limitado a las «derechas», algo tan obvio que resulta ridículo recordar.
La idea, por lo tanto, de que «hay que hacer algo» para adaptarse o reformar este nuevo ecosistema es correcta. Sánchez, en cambio, realmente no quiere hacer nada. Ha convertido una causa legítima (la desinformación que amenaza las democracias y mina la confianza en las instituciones) en una causa personal. Si de verdad estuviera preocupado por la desinformación, empezaría dando ejemplo. Es uno de los roles principales de los presidentes. Consiste en demostrar que el esfuerzo que exige el líder empieza por él mismo y los suyos. Una buena manera de luchar contra la desinformación es recuperar la neutralidad de RTVE (su directora era militante del PSOE cuando fue elegida), despolitizar el CIS (que es un gran promotor de desinformación), no echar a un periodista prestigioso de la dirección de la Agencia Efe para colocar a un ex secretario de Estado de Comunicación que en una charla en 2019 dijo, a pesar de ser periodista, que «los periodistas son insaciables» y que «no debe haber un derecho a obtener respuestas». La mejor manera de luchar contra esos supuestos medios que tienen más dinero público que lectores es ser transparente en el reparto de la publicidad institucional, algo que este Gobierno no es. Un ejemplo más del presidente actuando como si estuviera en la oposición. Desde el poder... ¡critica al poder por financiar a medios afines! Otra buena manera de luchar contra los bulos es no producirlos: ya cansa el de los desaparecidos y Camboya, por ejemplo. Otra es ser fiable y consistente. Nada crea más inseguridad informativa (¡y jurídica!) que la táctica de luz de gas, los cambios radicales de opinión solo para permanecer en el poder, la estrategia de acusar al adversario de aquello que uno hace... Y, sobre todo, nada hace más por la higiene democrática y la libertad de información que el respeto a la prensa crítica. Como ha escrito Daniel Gascón, «la preocupación por las noticias falsas la han generado las noticias verdaderas sobre la esposa del presidente del Gobierno». Igual que habla de las «tres derechas» para referirse a tres partidos radicalmente distintos (PP, Vox y la plataforma minoritaria Se Acabó La Fiesta), el presidente engloba en una constelación de pseudomedios ultraderechistas a todos los medios críticos, desde los serios a los que claramente tienen poco aprecio por la verdad y las fuentes. Al Gobierno, en el fondo, no le preocupa la desinformación sino la competencia: quiere tener el monopolio del enfangamiento.
Ricardo Dudda es periodista y autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide).