El monte como metáfora política

La foto de algunos líderes del PNV en la cima del monte Gorbea, proclamando que Euskadi es la patria de los vascos, y homenajeando a la ikurriña en desagravio al atrevimiento de los militares de colocar en la cruz del Gorbea una bandera constitucional al finalizar unos ejercicios militares, estaba acompañada en algún medio por el siguiente pie de foto: el PNV se echa al monte. Todo el mundo entiende la metáfora: el PNV se radicaliza.

El carlismo era conocido por su tendencia a las partidas rebeldes que se echaban al monte, para desde allí preparar emboscadas contra las tropas liberales. Hay quien incluso dice que algunos dirigentes radicales actuales del PNV acostumbran a citar a sus fieles en algún claro del bosque para impartirles la verdadera doctrina radical del nacionalismo contra las tendencias moderantistas que otros líderes pudieran propagar.

El monte –o, en su defecto, el desierto– ha sido lugar privilegiado de la revelación de la verdadera fe religiosa. Y también de la verdadera fe nacionalista. El monte es lugar que permite una visión amplia y, sobre todo, una visión unitaria de la geografía: mientras que quien está en el valle solo posee una visión perspectivista del entorno, quien se encarama a la cima del monte más alto domina todo el panorama.
La cima de los montes es metáfora de limpieza, de radicalidad, de unidad de visión. Arriba el aire es limpio; la visión, libre; el entorno, impoluto. Abajo se encuentran los problemas, la pluralidad y la complejidad, el mestizaje, el ir y venir de la gente, los cruces de caminos, la ida y venida de ideas, de creencias, de usos y costumbres.

En la cima del monte Gorbea es más fácil proclamar que Euskadi es la patria de los vascos, especialmente cuando todos los que en ese momento están en la cima son nacionalistas. Lejos queda la ciudad con sus demandas permanentes de compromisos, con sus seducciones, con su mezcla abigarrada de usos y costumbres. En la cima se puede ser radical, se puede gritar a los cuatro vientos, se puede dar rienda suelta al sentimiento, se puede celebrar la total concordancia de uno consigo mismo.

El problema de toda radicalidad, de toda ortodoxia, de toda pretensión de pureza es que siempre hay alguien que se reclama más radical, más ortodoxo, más puro. La liturgia de proclamación de pureza nacionalista subiendo al monte Gorbea para purificar la cruz de la cima mancillada por la presencia de la bandera extraña –pues ya proclama la letra del himno del PNV: sobre el roble tenemos la santa cruz, siempre nuestra meta–, nace de la necesidad de mirar de reojo a la pretensión de ortodoxia que plantea el nacionalismo de la izquierda nacionalista radical.

Como este otro nacionalismo, la Némesis del nacionalismo burgués del PNV, sigue siendo un nacionalismo revolucionario, no tiene inconveniente alguno en plantear exigencias que parecen fuera de toda realidad: la territorialidad, por ejemplo. El nacionalismo pudiera tener como objetivo ser mayoritario en la comunidad autónoma vasca sin que nadie lo considere pura ilusión, pero condicionar su futuro a lo que digan los navarros y los vascofranceses está totalmente fuera de la realidad. Pero esa exigencia cumple para el nacionalismo radical revolucionario la función de lo extremadamente radical por inalcanzable, la medida en la que puede juzgar al resto de nacionalismos.

Y el PNV tiene que responder una y otra vez a esa medida de radicalidad, de pureza, de ortodoxia. Y se echa al monte. Sube al Gorbea para proclamar la pureza y radicalidad de su ortodoxia nacionalista. Expresa su sentimiento de que la bandera constitucional supone mancillar la tierra y el pueblo vascos.

Esta metáfora del monte pone claramente de manifiesto el problema de todos los nacionalismos. Siempre llegan a un punto en el que se desata lo que alguien ha denominado la dinámica de las comunidades autodestructivas: siempre aparece alguien con un sentimiento más puro, alguien que es más de la comunidad que los demás, alguien que sabe mejor que nadie qué significa pertenecer a la comunidad, alguien que entiende mejor la unidad que requiere la comunidad.

Y en ese momento comienza el proceso de autodestrucción de esa misma comunidad: comienza a romperse por dentro, porque la pureza y la radicalidad solo viven de su propia radicalización.

Los nacionalismos están condenados a la melancolía: el ideal al que tienden es inalcanzable, es imposible. Los nacionalismos se ven forzados a formularse de forma que su meta siempre está más allá. Le ha sucedido al PNV: los que crecieron en el nacionalismo teniendo como meta tener un lendakari vasco, un Gobierno vasco y el Estatuto que hacía falta para ello –alguno de los grandes líderes que conectaron la república con la transición decía que lo que pedía era el concierto económico, la competencia de carreteras y la Capitanía General del Ejército de Burgos en Bilbao–, no podían, de repente, conformarse con la autonomía estatutaria y comenzaron –siempre mirando de refilón a su Némesis radical– a pedir otro marco.

Pero la melancolía no tiene cura. Se trata de una enfermedad mortal. El único remedio consiste en bajar del monte, de la cima pura, y mezclarse en la complejidad de las ciudades modernas, ejemplo de mestizaje, de negación de unidades míticas.

Joseba Arregi, presidente de Aldaketa.