El mortífero sistema penitenciario de Brasil

Familiares de los reclusos fallecidos en el motín de un centro penitenciario en el estado brasileño de Amazonas, el lunes. Reuters
Familiares de los reclusos fallecidos en el motín de un centro penitenciario en el estado brasileño de Amazonas, el lunes. Reuters

Los primeros días de 2017 en Brasil iniciaron con 17 horas de violencia. Miembros de un cartel del narcotráfico llamado Familia del Norte masacraron a miembros de su rival, Primer Comando de la Capital (PCC), una de las pandillas más grandes del país. Los asesinatos ocurrieron en el interior de una prisión de administración privada en la ciudad de Manaos, al norte del país. Al menos 56 personas fueron asesinadas y cerca de 180 pandilleros escaparon, de los cuales 140 siguen prófugos. La policía estatal se mostró renuente a intervenir en el enfrentamiento, por temor a empeorar la situación.

En las paredes grafiteadas de la prisión aparecieron mensajes de advertencia. No es la primera vez que la penitenciaría de Manaos experimenta motines. En los días previos a la masacre del fin de semana, los custodios sospecharon que había contrabando de armas en los pabellones en los que se encontraban grupos de narcotraficantes. Al terminar el motín, la policía obtuvo una colección de armas de fuego.

Los investigadores descubrieron una red de túneles debajo de los pisos ensangrentados de la prisión, lo cual sugiere que el ataque fue premeditado. El cartel de la Familia del Norte estaba enviando un mensaje: los miembros del PCC no son bienvenidos en el norte de Brasil, en el estado de Amazonas. Se pidió la intervención de un juez local para negociar la liberación de rehenes; ahora él enfrenta amenazas de muerte.

Por impresionante que resulte un motín carcelario no es inaudito. El episodio más mortífero de violencia en las cárceles de Brasil tuvo lugar en 1992, cuando 111 presos fueron asesinados en la prisión de Carandiru en São Paulo. Se dieron otros brotes en Rondônia en 2002, Maranhão en 2010, Pernambuco en 2011, Río de Janeiro en 2014 y Roraima el año pasado. En al menos 24 de los 26 estados de Brasil se ha registrado violencia carcelaria durante los últimos diez años.

Históricamente, la violencia estuvo aunada a exigencias derivadas de las pésimas condiciones carcelarias. Sin embargo, la última masacre en Manaos está motivada por una causa distinta. Señala la ruptura de una larga tregua entre los pandilleros del PCC, con sede en São Paulo, y los del Comando Rojo de Río de Janeiro, que trabaja con el grupo narcotraficante de la Familia del Norte. Estas dos pandillas están luchando por el control del sistema penitenciario y el tráfico de cocaína.

Parte de la razón por la que la violencia en las cárceles es tan común en Brasil es que las condiciones en la mayoría de las penitenciarías del país son barbáricas. Se calcula que hay 656.000 personas en las prisiones estatales, donde oficialmente hay espacio para menos de 400.000. Sin embargo, cada mes se suman cerca de 3000 nuevos reos a las cárceles sobrepobladas. La cantidad de presos se ha incrementado más del 160 por ciento desde el año 2000. No por nada hay reportes de que un exministro de Justicia declaró que prefería la muerte a pasar algún tiempo en una prisión brasileña.

Las pandillas de narcotraficantes son las que supervisan los centros penitenciarios de Brasil, donde actúan como jueces, jurado y verdugos. La mayoría de las prisiones están repartidas entre pandillas rivales. La administración gubernamental se queda en meras palabras. Los expertos describen a las facciones del narcotráfico como un “Estado paralelo”. Desde hace tiempo las pandillas reclutan a sus miembros en las cárceles y organizan negocios de tráfico y crimen organizado desde el interior. Las investigaciones han encontrado que el 70 por ciento de los reos que salen de prisión terminan regresando.

Gobiernos sucesivos, Naciones Unidas y grupos de derechos humanos han descrito edificios en ruinas donde la tortura y la violencia sexual están fuera de control. Algunos estudios han encontrado que los brasileños encarcelados tienen cerca de 30 veces más probabilidades de contraer tuberculosis y casi diez veces más de infectarse de VIH que la población general.

La mayoría de los brasileños toleran esta situación, pero su tolerancia es de corto plazo. Las guerras carcelarias de Brasil suelen llegar hasta las calles. En 2006, el PCC desató una ola de ataques contra policías y custodios en protesta por las condiciones en las instituciones penitenciarias. Alrededor de 40 agentes de seguridad perdieron la vida en motines en prisiones y espacios públicos en todo São Paulo. Los ataques más recientes en Manaos seguramente darán lugar a venganzas dentro y fuera de la prisión.

El sistema penitenciario brasileño refleja grandes desigualdades. Básicamente, es elitista. Los criminales con título universitario —ejecutivos acusados de corrupción, por ejemplo— suelen gozar de mejores condiciones y no tienen que compartir celda. El resto, los delincuentes primerizos no violentos, comparten celdas abarrotadas con reos extremadamente violentos. La mayoría de los presos no cuentan con los medios para pagar un abogado y hay una escasez crónica de defensores públicos. No sorprende que quienes tienen la mayor probabilidad de ser asesinados en prisión sean los hombres negros pobres.

Los delitos menores relacionados con las drogas son los más comunes, a pesar de las leyes que recomiendan que los delitos no violentos y la posesión de drogas no deberían privar de la libertad a quienes los cometan. Los jueces y fiscales prefieren la mano dura en las condenas a la rehabilitación o convenios de sentencias alternativas. Los políticos brasileños carecen de determinación política y moral para hacer lo correcto. Tampoco sienten ninguna presión por parte de los ciudadanos brasileños. Una encuesta de 2015 encontró que el 87 por ciento de los brasileños está a favor de disminuir la edad a la que se puede imputar un delito, de los 18 a los 16 años. La autocomplacencia pública garantiza que la violencia penitenciaria siga igual.

Ahora se necesita un liderazgo valiente. Alexandre de Moraes, ministro de Justicia, ya anunció algunas medidas de saneamiento después de la masacre de Manaos. Planea el traslado de los líderes de las pandillas a prisiones federales, que están mejor administradas. No obstante, esta solo es una solución provisional.

Para que Brasil reforme sus prisiones, necesita reducir tanto el número como el flujo de presos. La prioridad es disminuir la enorme cantidad de expedientes de detenidos que esperan juicio. Los jueces federales y estatales, los fiscales y los defensores públicos deberán implementar fuerzas de trabajo para poner fin de inmediato a los casos pendientes. Después, es necesario reestructurar el sistema de justicia juvenil de Brasil, que está igual de podrido que el de los adultos. Los alcaldes deben asumir una mayor responsabilidad en la rehabilitación de los primodelincuentes. El apoyo a los adolescentes en riesgo puede reducir la posibilidad de que se conviertan en pandilleros al llegar a la mayoría de edad.

El gobierno necesita con urgencia recuperar el control de la seguridad pública y en especial del sistema penitenciario. En lugar de imponer leyes más draconianas y construir nuevas cárceles, Brasil necesita hacer cumplir la legislación existente, además de garantizar que los sospechosos tengan una audiencia a las 24 horas de su arresto y expandir la red de defensores públicos.

No se trata únicamente de asegurarse de que a los presos se les dé un trato humanitario. Las estrategias para legalizar las drogas, garantizar sentencias proporcionales y rehabilitar a los delincuentes son mucho más rentables que encerrarlos y tirar la llave.

Robert Muggah is the research director and Ilona Szabó de Carvalho is the executive director of the Igarapé Institute, an independent think tank.

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