El mosaico español

Galicia limita al norte con Irlanda, la herencia celta las une, y con Schwawen, ya que los suevos establecieron en ella el primer reino español. Al sur, linda con Portugal, con quien comparte lengua y un estilo de vida mucho más apacible que el español, aparte de su atracción por los horizontes más lejanos. Al oeste limita con América de punta a punta: desde Maine (Estados Unidos) a Tierra de Fuego (Argentina), todas las ciudades importantes tienen una colonia gallega, con su centro y sus servicios, que a menudo superan a los nacionales. Por último, al este, Galicia limita con España, pero dándose la espalda mutuamente, en parte por las barreras naturales (los pasos de Piedrafita y el Manzanal no fueron abiertos hasta ayer como quien dice), en parte porque de allí no venían más que disputas y conflictos. De hecho, los gallegos no iban a Madrid más que a hacerse serenos o políticos, entre otras cosas porque, decía Camba, «era más fácil ir a Buenos Aires que a la capital del Reino».

El mosaico españolEl País Vasco es otra cosa, podría casi decirse, la opuesta. En primer lugar porque nunca fue un reino y ni siquiera una provincia, sino tres, muy distintas entre sí, pero compartiendo una identidad fortísima, un dinamismo sólido y una lengua a la que aún no se le ha encontrado parentesco. Pero que se conserva como uno de sus tesoros más valiosos. Pío Baroja decía que «lo vasco es el alcaloide de lo español», es decir su esencia, y hay muchos rasgos que lo abonan, como la religiosidad y cantar en coro. Otros, en cambio, no encuentran pareja. De lo que no hay duda es de que fueron infanzones vascos, como Fernán González, quienes crearon Castilla, que a su vez se convirtió en la dinamo de la Reconquista en la parte occidental de la Península. Y su protagonismo no hizo más que aumentar una vez que los Reyes Católicos unificaron el territorio nacional e iniciaron la expansión ultramarina hasta los confines del Globo, habiendo nombres vascos en todas las expediciones, el de Sebastián de Elcano uno de ellos. Se les encuentra también en la Corte, la industria, la banca y el comercio, así como en los conflictos: las tres guerra carlistas nacieron allí, aunque se extendieron a otras regiones y tanto en el franquismo como posfranquismo los vascos han interpretado papeles importantes, aunque no siempre lucidos, como en los «años del plomo». Que hayan conseguido quitar a los catalanes el papel de hacedores y deshacedores de gobiernos centrales es un papel que no me atrevo a calificar, al no saber cómo acabará la cosa y montarse en el nacionalismo es como montarse en un tigre: si intentas bajarte, te devora. Hasta ahora, solo les ha traído beneficios, pero, de seguir las cosas así, Urkullu haría bien en comprarse un apartamento en Marbella.

Ambos territorios acaban de tener elecciones con resultados similares y diferentes al mismo tiempo. Vencieron con holgura los partidos en el poder, PP y PNV, con el nacionalismo más agresivo relegando al PSOE al tercer puesto, y haciendo casi desaparecer al PP del País Vasco. No son buenas noticias, pero es lo que hay y tenemos que apechugar con ello. Cuarenta años de dejar la educación en manos de los políticos provincianos no podía tener otro resultado que dos generaciones sin otro horizonte que su «patria chica» como se le llamaba antes, ni otros intereses, que mirarse el ombligo. Las imágenes que hemos visto de multitudes enfebrecidas porque su equipo ha ascendido a Primera división son ya de por sí curiosas, pero si se le añade que nadie llevaba mascarilla ni guardaba las distancias de seguridad requeridas resultan preocupantes, con el Covid-19 al acecho en busca de brotes como los de la pasada primavera. Que ocurra, además, en el año 2020, cuando se practica el sexo por internet con alguien en las antípodas, nos advierte que el progreso es bastante relativo.

Lo que intento decir con esto es que, aparte de los avances y retrocesos de cada formación política, lo más destacado de las elecciones del domingo es que los nuevos partidos que saltaron a la arena tras la última gran crisis, con Podemos y Ciudadanos a la cabeza, dispuestos a comerse el mundo, se han dado tal costalada que puede acabar con alguno de ellos y, desde luego, con sus aspiraciones a ser «número uno». Lo que tampoco quiere decir que los dos tradicionales, PP y PSOE, o PSOE y PP, vuelvan a gozar de la franquicia en su segmento ideológico. Las mayorías absolutas son más difíciles que nunca y serán más la excepción más que la regla. Tendrán que negociar, transigir, arriesgar y a menudo comerse algún sapo para alcanzar el poder e incluso una vez alcanzado necesitarán seguir negociando y transigiendo. Pero la democracia es eso, «el arte de lo posible», según Bismarck, porque lo imposible se hecho inalcanzable, aunque bastantes siguen persiguiéndolo.

A fin de hacernos las cosas algo más fáciles, tanto a los gobernantes como a los gobernados, y para evitar que terminemos todos locos o por lo menos tontos, convendría hacer a la Constitución no algunas reformas, para lo que nunca llegaríamos a un acuerdo, sino clarificaciones de algunos de sus conceptos. Los norteamericanos lo hacen a menudo en forma de «enmiendas». Por ejemplo, el término «nacionalidad» es tan polisémico que se presta a la confusión y a la trampa. Otro tanto le ocurre a «autonomía», que algunos convierten en «derecho a decidir» sin ser lo mismo.

El propio nombre de «España» tiene significados muy distintos para unos españoles y otros. Lo de «monarquía constitucional» define más bien al Estado español. Pero desde «nación de naciones» al «laberinto español» de Brenan pasando por «la España de las autonomías» cabe casi todo. A mí me gustaría hablar de «el mosaico español», algo formado por piezas distintas que forman un conjunto armonioso e incluso lógico, pues se han ido acomodando unas a otras a lo largo de la Historia. Acabamos de tener un buen ejemplo en las elecciones del domingo: entre Galicia y el País Vasco existen notables diferencias. Pero no hay duda de que en su voto ha habido tendencias comunes, como apoyar a partidos «serios», que intentan resolver problemas más que crearlos. No es exclusiva nuestra. Entre un bávaro y un prusiano las diferencias son mayores que entre un andaluz y un catalán. Sin embargo, conviven perfectamente. El «E Pluribus Unum», de los Estados Unidos es un buen lema para definir aquel país, aunque tendrá que coser el roto racial para completarlo. ¿Qué nos falta a nosotros para que no se hable de las dos Españas sino de las diecisiete? Por más vueltas que le doy llego siempre al mismo enigma: mientras España y lo español existen como conceptos perfectamente delimitados en la Historia, en la práctica resultan problemáticos. Se creía que era cuestión económica -«En cuanto tengamos una RPC de mil dólares, empezaremos a funcionar como una democracia»-, se decía. Hemos sobrepasado esa cifra con mucho y estamos más peleados que nunca. Pero un país con una lengua que hablan 500 millones, genios universales en las artes y uno de los seis libros más famosos, existe, por más que los españoles nos empeñemos en negarlo.

José MarÍa Carrascal es periodista.

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