El mes pasado, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, consiguió algo que yo creía imposible: hizo que me sintiera mal por Mark Zuckerberg.
Claro, solo me sentí un poquito mal por él, pero eso no es poca cosa. Mientras pasaba el fin de semana repasando cantos fúnebres para tocar en mi pequeño violín, no pude evitar maravillarme ante la torpeza retórica del presidente en relación con el papel de Facebook en la negativa de los estadounidenses a vacunarse, el obstáculo más importante para que Estados Unidos se recupere por completo de la pandemia.
Al acusar a Facebook y a otras empresas de redes sociales de “matar a la gente” por, según Biden, su laxa vigilancia de la desinformación sobre las vacunas, el presidente redujo el complejo flagelo de la indecisión sobre las vacunas a una cuestión simple y caricaturesca de diseño de producto: si tan solo Facebook pulsara su botón de dejar de matar a la gente, Estados Unidos se curaría.
Peor aún, Biden alimentó la falsa noción de la derecha de que Facebook y otros gigantes de las redes sociales operan ahora como brazos mediáticos del Partido Demócrata, una creencia que solo debilitará cualquier acción mayor contra la insensatez de las vacunas que las empresas puedan tomar. Si el día de mañana Facebook decide prohibir todas las críticas a las vacunas contra la COVID-19, sus acciones se verán socavadas de inmediato por el hecho de que las grandes empresas tecnológicas están censurando “la verdad” para satisfacer a la izquierda radical o algún otro tipo de rechazo reflexivo. Como a propósito, el consejo editorial de The Wall Street Journal declaró que Biden solo criticaba a Facebook porque “Facebook se había doblegado demasiado ante los políticos, invitando a este último ataque”.
Por último, en su torpeza a la hora de enfrentarse a los gigantes tecnológicos, Biden puso de manifiesto los profundos problemas que dificultan los llamados a una regulación más estricta de las redes sociales. Facebook y Twitter, al igual que The New York Times y Fox News, gozan de un derecho protegido por la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense para publicar o difundir —o no publicar o no difundir— casi cualquier contenido legal que deseen.
En una sociedad libre, un presidente que acusa a una empresa de medios de comunicación —incluso a una cuyo director general insiste en que no es una empresa de medios de comunicación— de genocidio por el simple hecho de difundir contenido legal debería hacernos sentir un poco incómodos. Claro que Facebook tiene derecho a expulsarte de su sitio por mentir sobre las vacunas, pero si el presidente ensalza con fervor a Facebook para que lo haga, el argumento de que estás siendo censurado por el gobierno se vuelve mucho más verosímil.
En este caso, podríamos defender la pasión de Biden con motivos de salud pública. Pero quizá ya no sea útil. Los investigadores que estudian la renuencia y las dudas sobre las vacunas coinciden en que las redes sociales desempeñan un papel enorme en la difusión de mentiras peligrosas sobre estas. Quizá hubo un tiempo, hace meses o años, en que Facebook y otras empresas de redes sociales tenían el poder de impedir que el movimiento antivacunas llegara a tantos estadounidenses.
Pero si alguna vez fue así, hay pocas pruebas de que lo siga siendo. Las encuestas muestran que alrededor de una quinta parte de los estadounidenses se niega a vacunarse contra la COVID-19 y la división es muy partidista. Como señaló Philip Bump, de The Washington Post, los estados que votaron por Donald Trump en las últimas elecciones tienen tasas de vacunación muy inferiores a las de los estados que votaron por Biden. Esto sugiere que el movimiento antivacunas ha alcanzado una especie de velocidad de escape cultural.
Después de todo, consideremos el gran alcance que tienen las mentiras antivacunas en la derecha: la desinformación sobre las vacunas se ha convertido en un elemento básico de Fox News, de la radio conservadora, de destacados miembros republicanos del Congreso y de muchas entidades del conservadurismo.
Por fortuna, parece que Biden se dio cuenta de inmediato de que sus comentarios eran inútiles. Después de la declaración de Facebook de que, según una encuesta que patrocinó, el 85 por ciento de los usuarios estadounidenses están vacunados contra la COVID-19 o planean hacerlo, el presidente aceptó que “Facebook no está matando a la gente”, pero dijo que un puñado de miembros de Facebook lo está haciendo al difundir mentiras sobre las vacunas.
Me alegro de que lo haya hecho. Pero me preocupa que, al arrastrar las vacunas al fango partidista, la metida de pata de Biden cause un daño a largo plazo en el esfuerzo por conseguir que los estadounidenses confíen en estas inyecciones milagrosas.
Renée DiResta, directora de investigación técnica del Observatorio de Internet de Stanford y experta en cómo se ha extendido el movimiento antivacunas en la red, señala que una de las principales razones por las que el movimiento se ha disparado es la manera inteligente en que este ha navegado por las nuevas corrientes de los medios de comunicación.
Mientras que la comunidad de la salud pública estadounidense erró una y otra vez en sus mensajes sobre la COVID-19, los influentes de internet entendieron “cómo ganarse la confianza de personas que nunca conocerán, generar contenidos que capten la atención y convencer al público para que actúe”, escribió DiResta en abril. Una contracampaña digna, sugirió, adoptaría el mismo modelo distribuido: requerirá un ejército de médicos de cabecera, líderes religiosos y otros funcionarios locales de confianza para deshacer poco a poco y con determinación las mentiras sobre las vacunas que se han filtrado en la cultura.
En un extenso documento publicado hace poco, Vivek Murthy, director general de Sanidad de Estados Unidos, hizo un llamado similar para realizar un esfuerzo distribuido contra las dudas sobre las vacunas. Claro está que convencer a la gente de iniciar un contramovimiento como ese no será fácil. Es mucho más sencillo culpar a Facebook.
Farhad Manjoo es columnista de Opinión de The New York Times desde 2018. Antes de eso escribía la columna sobre tecnología State of the Art y escribió True Enough: Learning to Live in a Post-Fact Society.