El movimiento de mujeres está haciendo una Argentina mejor

Nelly Minyersky, al centro, quien se considera una feminista de 90 años, celebra con otras mujeres la aprobación en la Cámara de Diputados en Argentina del proyecto de ley que despenaliza el aborto. Credit Jorge Sáenz/Associated Press
Nelly Minyersky, al centro, quien se considera una feminista de 90 años, celebra con otras mujeres la aprobación en la Cámara de Diputados en Argentina del proyecto de ley que despenaliza el aborto. Credit Jorge Sáenz/Associated Press

La mañana del jueves 14 de junio, minutos antes de que empezara el Mundial de Fútbol, la Argentina tenía los ojos puestos en un único objetivo. No era deportivo. En la Cámara de Diputados estaba por definirse el futuro de un proyecto de ley que despenaliza el aborto hasta la semana catorce de embarazo, y no quedaba claro cómo se iba a definir la votación.

En la calle y en las casas flotaba esa sensación de suspensión del tiempo que se experimenta en una final de campeonato que debe saldarse por penales. Hasta que después de una sesión que duró veintidós horas, el proyecto se aprobó con 129 votos a favor, 125 en contra y una abstención. Y, con ese saldo, el presidente Mauricio Macri obtuvo un rédito político que no le pertenece del todo.

Si bien es cierto que Macri fue el primer mandatario en habilitar un debate por la despenalización del aborto en la historia argentina —Cristina Fernández no lo hizo en ninguna de sus dos gestiones—, y también es cierto que dio a los legisladores de su partido —la coalición Cambiemos— libertad suficiente para el disenso, el sentido heroico cae sobre un actor político que, de ahora en más, será mirado con mayor respeto: el movimiento de mujeres.

Cerca de un millón de personas —mujeres en su mayoría— estuvieron la noche previa a la votación en la Plaza de los dos Congresos copando las calles y esperando novedades detrás de un sistema de vallado puesto para proteger al Palacio Legislativo y para separar la “marea verde” —el movimiento en favor del aborto no punible— de los grupos “provida”. Vista desde arriba, la imagen era de una sencillez pedagógica: se veía a las dos corrientes de manifestantes separadas por un vacío en el que parecía escribirse una única pregunta: ¿qué Argentina ganaría la plaza? ¿La Argentina laica, plural y progresista o la Argentina oscurantista y anclada en el pasado?

Hoy, esa respuesta está en manos del Senado —que se expedirá en septiembre— y también del presidente Macri, cuyo poder de persuasión ayudaría a inclinar la balanza en favor de la ley. Sin embargo, hasta ahora el presidente no intervino desde su lugar de mandatario. “Estoy a favor de la vida, pero no se lo impongo a nadie”, dijo en febrero, a modo personal. Y desde entonces no volvió a pronunciarse, aun cuando una ley de despenalización del aborto le podría traer réditos políticos en un contexto que es, por donde se lo mire, adverso.

n medio de una crisis económica y del repudio masivo al acuerdo de endeudamiento multimillonario con el Fondo Monetario Internacional, la sola media sanción ya permite que la Argentina saque buenas notas. No en su economía, pero sí, al menos, en lo que toca a salud pública y equidad de género: dos temas recurrentes que serán abordados en el G20, la cumbre de presidentes que este año se hará en la Argentina entre el 30 de noviembre y el 1 de diciembre.

Al margen de la política, de aprobarse también en el Senado estos cambios tendrán un claro beneficiario: las 450.000 mujeres que —según datos del Ministerio de Salud— anualmente se exponen al daño físico y moral de abortar. De ellas, casi 50.000 terminan hospitalizadas y, solo en 2016, 43 murieron. Esta última cifra hace del aborto la principal causa individual de mortalidad materna y centra el origen del problema en la condición de clandestinidad en que esas mujeres interrumpen su embarazo.

La palabra “clandestinidad” tiene demasiada historia a cuestas en la Argentina. En los setenta, miles de mujeres secuestradas con un embarazo en curso fueron reducidas a la categoría de incubadoras humanas. Eran mantenidas vivas hasta parir en los sótanos de un centro clandestino y, una vez que eso ocurría, los hijos eran llevados a las casas de los militares —o de familias relacionadas con ellos—, mientras que las parturientas seguían confinadas o eran tiradas al río o a fosas comunes. Fue el caso de Patricia Roisinblit, aún desaparecida, quien dio a luz atada a una mesa en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Y el de María Hilda Pérez, también desaparecida, quien parió en la ESMA a Victoria Donda.

uarenta años después, Donda es una de las diputadas que más militan la causa de la despenalización del aborto. “Tenemos un gen autoritario que pone a la mujer en un lugar de encierro para criar sus hijos”, dijo Donda en su alegato durante el debate. “Si queremos hablar del aborto clandestino, yo les puedo decir lo que es la clandestinidad. La clandestinidad te pasa por el cuerpo. Te sentís sola aunque tengas plata para pagarlo. Acá no hablamos de aborto sí o aborto no. A mí me pesan los embriones que no van a nacer. Pero también me pesa la cara de las mujeres que gozan plenamente de todos sus derechos y no pueden acceder a la salud pública por la clandestinidad. Quienes voten que no, están votando por la clandestinidad: no están votando por las dos vidas”.

El discurso de la diputada Donda desarmó, entre otras cosas, la argumentación esgrimida por legisladores y grupos antiabortistas que se centra en defender tanto la vida de la madre como la del embrión, y que encierra una contradicción. Desde 1922 la legislación argentina incluye, en el artículo 86 del Código Penal, dos casos de aborto no punible: aquellos en los que la vida de la madre está en riesgo y aquellos en los que el embarazo es producto de una violación.

Si se brega en favor de las dos vidas, el embrión que es fruto de una violación también es una vida a defender. ¿Por qué, entonces, no se presentó en 96 años un proyecto de derogación del artículo 86? Porque, en realidad, las posturas provida buscan penalizar a las mujeres que pasaron por el placer para luego, accidentalmente, quedar embarazadas. Y penalizarlas con algo que es más probable que la cárcel (casi ninguna va presa): el miedo a la muerte clandestina y a la condena social.

La aprobación de la ley va en dirección a desarmar esa trama, que en rigor aún sigue vigente. Tras la votación en la Cámara de Diputados quedan varios pasos por delante. El principal de ellos es el de la votación en el Senado, cuyos miembros están en mayor sintonía con la Iglesia católica (una institución que, de acuerdo con el presupuesto previsto de 2018, recibe del Estado laico poco más de 7 millones de dólares) y podrían prestarse a repetir sus argumentos más risibles. Durante el debate en la Cámara Baja, los legisladores provida estuvieron afilados: advirtieron que si un perro tiene cría se regala la cría, y que las mujeres de bien podrían hacer lo mismo; e incluso abrieron la posibilidad de un destino religioso: un diputado dijo que tenía una hija monja y que ella era feliz.

En la calle, sin embargo, rondan otras frases y otros argumentos. “Menos misa y más miso”, decía un grafiti en la Plaza de los dos Congresos en alusión al misoprostol, la droga que se receta para el aborto farmacológico. Si los senadores y Macri saben leer esta demanda, este año podría tomarse una medida histórica que acabaría con una forma de violencia que ya lleva demasiadas décadas. Sancionar una ley de despenalización del aborto ayudará a cerrar un círculo que abrieron cientos de miles de mujeres. Y hará de Argentina un país más laico, más razonable y más equitativo.

Josefina Licitra es editora de la revista Orsai y escritora. Su libro más reciente es El agua mala. Crónica de Epecuén y las casas hundidas.

1 comentario


  1. Fuerza camaradas, juntas podemos con todo. Yo hace tiempo que no ando alla, pero me tenés con vosotras.

    Responder

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *