El mundo de ayer

Añoramos el mundo de ayer: la vida sencilla antes de que la inseguridad cotidiana reptase en nuestras vidas y nos hiciese temer acercarnos a los informativos, o incluso el aire recién respirado por nuestros vecinos. Antes de que un único tema dominase nuestras conversaciones y centrase nuestras preocupaciones. No éramos plenamente conscientes -aunque las señales fuesen abundantes- de que la época que nos ha tocado vivir es la de la inseguridad y la disolución acelerada de las certidumbres.

La crisis sanitaria global ha colocado al mundo en una pausa que hace apenas unas semanas nos hubiese parecido el guion improbable de una fantasía distópica. Noticias irreales se suceden ante nuestros ojos, y las cifras -que tienen el raro don de una frialdad distante; casi inhumana- son capaces, con todo, de penetrar hasta lo más profundo de nuestra emotividad, aún endurecida por la continua exposición a la ficción catastrofista del cine y la televisión.

Y están los que todavía, como el príncipe Próspero de Poe, se refugian en la abadía amurallada del día a día, protegidos -no como Próspero por sus bailes y sus banquetes- sino por Netflix y los muebles de espíritu sueco. Pero esta vez somos sabedores de que de el zarpazo del enemigo que nos acecha nos alcanzará, de una forma u otra. Quizás escapemos a la pérdida de alguien a quien queremos, pero temblamos ante la posibilidad de saber que -llegado el caso- la soledad más estrepitosa sería nuestra única compañera en el trance final. E incluso aunque nos salvemos de tener que refugiarnos ante el dolor, y buscar consuelo en la melancólica Nimrod, de Elgar -por que fueron buenos y murieron solos-, percibimos que, de un modo u otro, nada podrá ser igual.

Esta es una herida inédita que sabemos que bajará el telón de su primer acto a fecha fija. En semanas o a lo sumo meses. Y las preguntas se dirigen a cómo será el mundo del mañana. ¿Despertaremos una mañana ufanos, satisfechos con una libertad recobrada, para recorrer las calles, los bares, inundar los estadios y retomar -ya sea frívolos, severos, afanados y ociosos- el deambular de los días como si nada hubiese pasado...? ¿O nos asombraremos ante las complejidades de un mundo que pende de un hilo, que nos ha dirigido -a nosotros, sí a nosotros, y no a otro continente de gente extraña, de la que no sabemos nada y que en el fondo ¡no mintamos! nos importa bien poco- un zarpazo demoledor? Un daño que es incluso venial frente a la percepción recobrada de que el equilibrio de nuestro efímero señorío sobre el espacio y el tiempo que nos ha sido dado es en efecto débil e inestable.

Nuestra civilización se ha alimentado a lo largo de la historia del maná engañoso de la prosperidad siempre en alza. De la idea de que nuestros hijos están llamados a una vida mejor y que -como decía Tolkien- por encima de las nubes cabalga el sol y brilla siempre la esperanza. Y en parte es cierto. La historia de occidente es la de progreso y mejora, pero también la de traumas que nos han sacudido y nos han cambiado profundamente.

Que han levantado interrogantes, agitado a los héroes inesperados hasta activarles su labor y convocado a líderes y sociedades a una acción abonada para la épica. Pero que también han engendrado horrores coevos del miedo, el odio, la exclusión y la ira, para cobrarse la vida de millones.

Esas son las grandes ideas. Bajo ellas, se amontonan las incógnitas. Las prosaicas y las solemnes. ¿Qué podemos esperar de lo más cotidiano el día de mañana? ¿Cambiarán en algo las costumbres y nos volveremos más retraídos al contacto y la convivencia? ¿Será el hombre más humilde y solidario ante la percepción desbordante de que -en último término- estamos juntos en esto? Tras semanas de confinamiento... ¿Domesticaremos la movilidad desbocada de nuestras ciudades; combustible cotidiano de la otra gran amenaza que es el cambio climático? ¿Abatirá la política de la rabia en beneficio de los manidos pero olvidados consensos, y de la cooperación en las grandes cuestiones, o se dispararán unos populismos que ya estaban desbocados, y que muestran ahora su peor cara?

Bajo estos interrogantes se percibe la llegada de una crisis económica y un temblor social inevitables. La angustia ya se ha hecho carne. Y no podemos llegar a su encuentro en peores condiciones. Tiemblo ante la falta de un liderazgo autentico y comprometido. Me asombra el gusto casi vicioso por la cámara aquí y allá- combinada siempre por esa insoportable y pastosa vacuidad en el mensaje. Y me lamento al contemplar -como aquellos muros de la patria mía de Quevedo- a una Europa que parece abdicar de su misión como faro moral y de su misión como fuerza integradora de un continente en desbandada. Lo peor que le puede suceder al proyecto europeo es convertirse insignificante a los ojos de aquellos que viven en zozobra y que estos se entreguen a las respuestas fáciles de los que propugnan gestionar esta crisis desde un desalmado darwinismo social, a caballo un supuesto cientifismo carente de calor o compromiso. Temo que los nacionalismos de todo cuño encuentren entre los hombres desorientados presa fácil. Aún ahora -con miles de muertos en una escala que no para de crecer- buscan rédito con consignas demagógicas que nos helarían el corazón, si no fuesen ya conocidos en su iniquidad y su capacidad para el odio. ¿Podremos culpar a los hombres si sucumben a todo ello? Tienen miedo. Tenemos demasiado miedo y muy pocas respuestas.

Nuestra responsabilidad primordial reside ante todo en plantear las preguntas. Estas y otras muchas. Y es que falta en las sociedades occidentales el valor para elevar interrogantes más allá de lo pequeño y de los miedos cotidianos. Hemos olvidado la importancia de las grandes ideas y la necesaria convicción de que el progreso, para ser digno de tal nombre, precisa de un significado trascendente, que ponga al hombre como su centro. En la forma de educar que se ha impuesto en los últimos años hemos despreciado las humanidades, la historia, la filosofía, la cultura y el arte. Lo que hace que seamos capaces de emocionarnos. La sensibilidad que nos permite percibir que, cuando Bruckner compuso el movimiento final de su octava sinfonía, quizás pensaba en tiempos como los nuestros. Y él pudo ver luz al final del túnel. Hoy, sin embargo, afrontamos retos descomunales desde la lógica de lo concreto y estamos desorientados ante el azote del presente. Hemos convertido todo lo pretérito en arqueología despreciable, y con ello perdemos la perspectiva de lo que sí importa. De lo que tiene valor. Sobre todo, los más jóvenes.

Cuando se publicó El mundo de ayer de Stefan Zweig, en 1942, muchos lectores europeos despertaron a todo lo que se había perdido con el colapso de la sociedad previa a la I Guerra Mundial, tal y como la describía un autor que ya se había quitado la vida: aquella Europa frívola y galana, de seguridades recién ganadas, aunque efímeras, cuya paz pendía de un hilo. Al leer a Zweig, al recordar todo lo que pudo ser, y se truncó, es posible que una lágrima recorriese la mejilla de muchos de ellos, hasta fundirse con el papel y la tinta. Mientras, el drama de la II Guerra Mundial se desataba feroz ante aquellos mismos ojos.

No digo que los desafíos sean los mismos, pero sí que temo que en el año 2042 -un siglo más tarde de la muerte de Zweig y de la publicación de su obra póstuma- los que ¡ojalá! volvamos la vista atrás -a nuestro mundo de ayer- recordemos las primeras décadas del milenio como el espejismo de una vida digna de ser vivida. De cómo respondamos a la incertidumbre que genera está crisis, pero sobre todo de nuestra capacidad para hacernos las preguntas pertinentes en este momento de encrucijada, que serán el pórtico de nuevas certezas, dependerá en gran parte todo ello. Ahí reside el futuro. Como decía Anatole France, oculto detrás de la naturaleza de los hombres.

Emilio Sáenz-Francés, de la facultad de Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICAD, es historiador.

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