El mundo de las apariencias

La escasa capacidad de influencia de España en su entorno exterior es un hecho notorio perceptible en los últimos diez años. Tampoco ayuda a la fortaleza de la política exterior la utilización asilvestrada de los medios disponibles al margen de los intereses generales y de la propia Constitución que encomienda al Gobierno de la Nación la dirección de la política exterior (art. 97). La deslealtad y el desprecio al conjunto del Estado ha sido muy ostensible y no lo han protagonizado sólo un par de comunidades autónomas sino otras no gobernadas precisamente por partidos nacionalistas. A ello puede haber contribuido el énfasis exagerado en un eslogan: las comunidades autónomas son Estado. Sí. Son parte de España, del todo. Pero no se debe retorcer esa idea hasta deducir que como «son Estado» pueden hacer lo mismo que el Estado, competir con él o contra él. Las competencias del Estado en la política exterior no pueden ser asumidas o invadidas por las CCAA o la administración local. Tanto el Derecho Internacional como el Europeo distinguen bien ambas entidades y quién asume las responsabilidades exteriores.

Por ello, hacer una ley de acción exterior es una iniciativa positiva: saber porqué se hace la política exterior, cómo se hace y por quién. No inventa nada ni crea competencias nuevas a favor del Estado que no le reconozca la Constitución y la jurisprudencia constitucional, ni creo que sea un proyecto de renacionalización de competencias. El proyecto que debate el Congreso en estos días tiene la intención correcta de utilizar las actuaciones de todos «los sujetos» para fortalecer navegar todos en la misma dirección.

Lo que sucede es que el proyecto suscita desconfianza sobre su eficacia por tener incontables deficiencias técnicas y políticas: mala redacción, sin técnica jurídica, falto de nociones de Derecho Internacional, incluso simplemente de no saber Derecho, e incapaz de buscar soluciones políticas a posibles divergencias entre las administraciones públicas intervinientes en la acción exterior.

La redacción parece como si hubiera sido hecha en la barra del café. El embajador José Antonio de Yturriaga puso de relieve hace tiempo el mal uso del castellano y la falta de técnica jurídica en el anteproyecto. El tiempo de los verbos, en general, debe ser el futuro en la técnica normativa, hay demasiadas expresiones coloquiales, se utilizan sinónimos para un mismo concepto jurídico cuando la regla de oro en la redacción de normas, por razones de coherencia jurídica, es el uso de términos idénticos para expresar un mismo concepto. Se echa en falta en España un comité de juristas-lingüistas que repase las normas tal como se hace en la UE.

Los principios de la política exterior están formal y materialmente mal redactados (art. 2.1); se expresa tibiamente el deber de respetar el Derecho Internacional y se da prioridad al multilateralismo (multilateral fue la agresión a Irak o a Serbia-Kosovo) frente a la construcción europea. Y, por supuesto, no se menciona a la Carta de Naciones Unidas ni a sus principios.

El proyecto se empeña en reescribir normas de la Constitución deformándolas o modificándolas. Una ley, lo ha dicho muchas veces el Consejo de Estado, no debe reiterar lo establecido por la Constitución y menos aún empeorar su sintaxis. Incluso parece privar al Gobierno de las competencias que le reconoce la Constitución.

El confuso e interminable concepto de sujetos de la acción exterior olvida incluir a las propias Cortes, cuyos parlamentarios no desaprovechan viaje a tierras lejanas y también algún presidente de Comisión a fin de barrer para su casa. Hay que inocular trasparencia y rendición de cuentas a la acción exterior de las Cortes y de la Corona como reclama UPyD. Se debería expresar su servicio exclusivo al interés general de España y «elevar a la categoría política de normal» lo que ya es habitual: que las posiciones y viajes del Jefe de Estado requieran la autorización del Gobierno. Así ha sido, es y será. Dado que puede comprometer al Estado y no asume responsabilidad debe tener la anuencia del Gobierno sin ocultar lo que ya sucede.

Debe haber un paralelismo similar en las obligaciones de comunidades autónomas: su acción exterior no puede ser contraria a los intereses generales. Y sus viajes y otras actuaciones, como los de los diversos ministerios, deben ser conocidas con suficiente antelación por Exteriores y, en caso de perjudicar o disentir de las recomendaciones del Gobierno, debe preverse un mecanismo ágil y eficaz, como también propone UPyD, para limar las divergencias, al igual que en caso de informes desfavorables sobre acuerdos administrativos de la CCAA o sobre apertura de oficinas en el exterior. En todo caso, nunca tales acuerdos administrativos pueden adjetivarse como internacionales. Ni la normativa internacional lo permite ni la jurisprudencia constitucional.

El proyecto oculta la composición básica del Consejo de Política Exterior (ni cita el Decreto que lo creó hace tiempo), del Consejo Ejecutivo así como la del nuevo Grupo de Emergencia Consular (sólo exige que esté el Secretario de Estado de Comunicación, dando a entender que no importa tanto la emergencia como comunicar bien). Varios grupos (UPyD, PSOE) exigen transparencia en la composición de tales órganos.

El Servicio de Acción Exterior se regula de forma asistemática, habida cuenta que disponían del alto nivel técnico de los Convenios de Viena sobre relaciones diplomáticas (1961) y sobre relaciones consulares (1963); el proyecto mezcla las misiones diplomáticas con las representaciones permanentes (ante organizaciones internacionales), las misiones diplomáticas especiales con la diplomacia de conferencias y cuando acierta es porque reproduce artículos completos y en vigor de los convenios citados. No se menciona que las oficinas consulares deban ejercer las funciones que le atribuye el Derecho de la UE. Quien redactó el proyecto no sabe que los tratados no son distintos del Derecho Internacional y que en materia diplomática y consular sigue siendo esencial la norma consuetudinaria -el Derecho Internacional general- (ya lo manifesté en la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso y la enmienda del Grupo Popular evitará que la ley entre en las antologías del disparate en ese punto).

Y SI TANTO le preocupa la diplomacia asilvestrada de las comunidades autónomas más le vale al Gobierno que se preocupe de poner orden en casa; entre los distintos ministerios. El personal procedente de ellos daña mucho más la unidad de acción exterior y su eficacia. El proyecto no refuerza la autoridad del jefe de misión sobre los francotiradores nombrados por los ministerios. Es cierto que algunos de estos consejeros y agregados sectoriales hacen muy bien su papel (los técnicos comerciales, los economistas del Estado) pero con demasiada frecuencia el resto consigue el destino exterior para medrar y servir a sus intereses personales y son premios para satisfacer a las clientelas de los dos grandes partidos: van a hacer caja con sueldos que multiplican varias veces lo que recibe el personal diplomático y pasan del embajador, pues dependen del favor del ministro sectorial. Su dependencia debe ser jerárquica y funcional de su embajador y sólo orgánica respecto de su ministerio. El proyecto no se atreve a poner orden en estos reinos de taifas ministeriales que hacen inútil la acción exterior de España.

También veo con satisfacción algunas enmiendas para rebajar el entusiasmo del proyecto por el mundo de las apariencias. El interés general de España debe ser algo serio y consistente. No se puede igualar la Estrategia de Acción Exterior y el Plan Director con la imagen y la llamada Marca España que no deben figurar en la ley: es una frivolidad y una banalización de España. Ya expresé mi consternación por la obsesión del proyecto por la Marca España al tiempo que evita y niega el nombre de España trucándolo por el de Estado Español. No se crea la imagen de un país con campañas publicitarias o de forma artificial; la imagen exterior de España será el resultado natural del trabajo bien hecho por políticos honrados que buscan el consenso en las cuestiones de Estado (educación, sanidad, reformas estructurales, política exterior) y por sindicatos no mafiosos, fruto de las actuaciones diligentes de las administraciones públicas y las empresas privadas de España, del esfuerzo por el trabajo bien hecho de todos nosotros.

España no es un producto mercantil aunque para los dos grandes partidos nacionales, los sindicatos y los nacionalistas haya sido un gran negocio.

Araceli Mangas Martín es Catedrática de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid.

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