El mundo es un mejor lugar, aunque sea difícil de creer

John Brimah, a la derecha, tenía lepra cuando era niño y ahora supervisa el leprosario y el Centro de Rehabilitación de Tuberculosis en Ganta, Liberia. A la izquierda, Bindu Daddah, una enfermera, revisa las lesiones de un paciente llamado John Flomo. Credit Monique Jaques para The New York Times
John Brimah, a la derecha, tenía lepra cuando era niño y ahora supervisa el leprosario y el Centro de Rehabilitación de Tuberculosis en Ganta, Liberia. A la izquierda, Bindu Daddah, una enfermera, revisa las lesiones de un paciente llamado John Flomo. Credit Monique Jaques para The New York Times

Alégrense: a pesar de lo sombrío, el mundo está mejorando. En efecto, 2017 podría ser el mejor año de la historia de la humanidad.

Para explicar el porqué, permítanme contarles una historia. Cada año organizo un concurso con estudiantes universitarios y el premio es un viaje en el que reporteamos los temas sobre los que ellos han escrito. Estoy realizando ese viaje con Aneri Pattani, recién graduada de la Universidad Northeastern, quien es la ganadora de este año. Una de las personas que conocimos fue John Brimah, quien contrajo lepra en su infancia.

A los 12 años, Brimah fue expulsado de su aldea y lo obligaron a vivir en una aislada choza de paja. Todos los días, su padre le llevaba agua y comida hasta un punto intermedio entre la aldea y la choza, después golpeaba el suelo con una vara para hacerle saber a su hijo que ahí estaba.

Durante año y medio vivió en completo aislamiento mientras se le agravaba la lepra hasta que un misionero de Ohio llamado Anthony Stevens, casualmente pasó cerca de ahí. “Él me oyó llorar e investigó”, recuerda Brimah. Stevens lo llevó a un centro de lepra donde recibió tratamiento y, desde entonces, Brimah no ha vuelto a ver a su familia.

Brimah se curó, recibió una educación misionera y llegó a ser enfermero. Ahora está a cargo del hospital de lepra en Ganta, en la frontera entre Liberia y Guinea. Allí atiende a hombres y mujeres mutilados, a muchos les faltan los dedos de los pies y las manos, entre otras lesiones graves que son un terrible recordatorio de por qué esta enfermedad ha aterrado a la gente desde los tiempos bíblicos.

Pero estamos venciendo a la lepra. En todo el mundo, el número de casos se ha reducido en un 97 por ciento desde 1985, y ahora es fácilmente tratable. Un plan global estableció el año 2020 como la fecha límite para que ningún niño sea deformado por la lepra.

El progreso contra la lepra refleja los grandes avances en la lucha contra la pobreza y la enfermedad, que yo creo que es la tendencia más importante en la actualidad. Ciertamente es la mejor noticia que cualquiera pueda escuchar.

Quizá el optimismo se sienta fuera de lugar. El lector quizá esté alarmado por el presidente Donald Trump (o Nancy Pelosi), por el terrorismo o el riesgo del aumento del nivel del mar, si es que antes no somos incinerados por las bombas nucleares norcoreanas. Esas son buenas razones para preocuparse. Pero hay que recordar que a lo largo de la historia, el ser humano se ha preocupado por algo más elemental: ¿Podrán sobrevivir mis hijos?

Desde 1990 se les ha salvado la vida a más de cien millones de niños gracias a las vacunas, una mejor alimentación y la atención médica. Los niños ya no mueren de malaria, diarrea o causas terribles como la obstrucción intestinal causada por los gusanos (aunque esta columna está dedicada a las buenas noticias, no deja de ser algo asquerosa).

“Ahora hay campañas de desparasitación, así que es mucho más raro que lleguemos a una operación por obstrucción y veamos una gran masa de gusanos”, explica Agatha Neufville, directora de Enfermería del hospital Metodista Unido de Ganta.

Nueve de cada diez estadounidenses dicen en las encuestas que la pobreza global se mantiene igual o está empeorando. Aclaremos los datos.

Ha habido una asombrosa reducción de la pobreza extrema —definida por un ingreso de menos de 2 dólares por persona al día, ajustados a la inflación—. Durante la mayor parte de la historia, probablemente más del 90 por ciento de la población mundial vivió en pobreza extrema; en la actualidad ese índice se ha reducido al 10 por ciento.

Cada día 250.000 personas abandonan la condición de pobreza extrema, según cifras del Banco Mundial. Unas 300.000 personas reciben electricidad por primera vez en su vida. Unas 285.000 cuentan con agua potable por primera vez. Cuando yo era niño, la mayoría de los adultos eran analfabetas, pero ahora más de 85 por ciento sabe leer.

La planeación familiar permite que los padres tengan menos hijos y le dediquen más tiempo a cada uno. El número de muertes globales en guerra es mucho más bajo de lo que estuvo desde los años 50 hasta los 90, por no hablar de las mortíferas décadas de los treinta y cuarenta.

Aneri y yo estamos investigando en un país cuyo nombre, Liberia, evoca el ébola y las guerras. Eso se debe en parte a que los periodistas se inclinan más por las malas noticias: hablamos de los aviones que se estrellan, no de los que despegan sin problemas.

En Liberia vimos a niños que no van a la escuela o que sufren de penosísimos padecimientos. Pero, en general, pasa lo opuesto: hay menos muertes y más alfabetización.

Los periodistas y las organizaciones de ayuda necesitan destacar los conflictos, las enfermedades y los sufrimientos pero también es necesario reconocer el progreso. De otro modo, la gente considera que la pobreza global no tiene remedio y se desentiende del problema.

La verdad es que el mundo actual no es deprimente, sino inspirador. Conocimos a un hombre llamado Fanha Konah, que perdió los dedos de los pies y las manos a causa de la lepra. Sin embargo, es un maestro tallador: sostiene el trozo de madera entre las rodillas, toma el cincel con los muñones de las manos y así produce obras de arte.

Konah encarna la tenacidad y resistencia de tantos sobrevivientes en los países más pobres del mundo. Las repercusiones serían enormes si contaran con mejor salud y educación.

Aneri y yo conocimos a un chico de 18 años que nunca había ido a la escuela, pero que construyó un asombroso ventilador eléctrico básicamente con desechos de cartón. Tenía un pequeño motor impulsado por una batería, y funcionaba. Si chicos como él recibieran educación, imagínense lo que podrían hacer por el bien de sus países.

Así que hagamos una pausa en nuestro pesimismo y por un nanosegundo celebremos que el mundo está mejorando. La fuerza histórica más importante del mundo actual no es el presidente Donald Trump ni tampoco son los terroristas. Más bien son los asombrosos avances en el combate a la pobreza extrema, al analfabetismo y las enfermedades. Son todos esos chicos de 12 años que no se enferman de lepra y sí van a la escuela.

Nicholas Kristof

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