Muchas felicidades. Ayer hablábamos de la felicidad en sus versiones brasileña y tica; hoy los que están felices son los mexicanos. Es raro imaginar la felicidad en modelo mexica: el lugar común propone gritos, tragos, gestos estentóreos; es fácil pensarle agitación, bastante fuerza, un júbilo de machos demasiado masculino; me gustaría suponerle otras maneras.
Hoy los mexicanos están felices porque todo fue banal, nada distinto a lo esperado; el domingo pasado lo estaban por todo lo contrario. Son maneras distintas de la felicidad: aquella, sacudida, que nos ofrece la sorpresa; esta, más serena, que viene de la confirmación de lo supuesto.
Lo del domingo pasado, queda dicho y redicho, fue una hazaña; hoy, lo normal apenas. Es una hazaña que México resista y termine ganándole a Alemania; es normal que le gane, sin tanto esfuerzo, a una Corea. Es normal, también que —casi— se clasifique para los octavos de final de una Copa del Mundo: lleva seis haciéndolo sin falta. Lleva seis, también, cayendo en los octavos; allí es donde este equipo, que despierta ilusiones, debería conseguir lo extraordinario. Llegar a lo anormal: producir esa felicidad desbocada que solo las sorpresas.
Hablamos de sorpresa: hay un fantasma que recorre Rusia. Lo vemos aparecer en ese gesto extraño, las dos manos con índices en punta dibujando en el aire un cuadrado. El mundo se ha enriquecido con un gesto nuevo.
El gesto quiere decir televisor y significa, en realidad, Video Assistant Referee; el VAR debe ser la técnica que más rápido consiguió un gesto propio, una mueca de última esperanza, por favor, mireló, debe haber otra chance. Y es que el lenguaje de los muchachos dentro de una cancha es puro gesto: con esos movimientos —VAR si es cuadrado, pelota si es redondo, denuncia del contrario si el cuerpo se derrumba y rueda— los futbolistas se comunican con los espectadores, les dicen lo que quieren que escuchen. Porque, en general, intentan que no escuchen lo que quieren: cuando hablan, cuando se dicen algo, se tapan la boca con la mano.
Las palabras en una cancha son extrañas: no están ahí, no pertenecen. México, esta tarde, por ejemplo, peleaba temeroso contra puto. Hace unos años, ciertas hinchadas argentinas descubrieron que si cantaban cantitos xenófobos, el árbitro, por orden del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo, paraba el partido. Encantados con su nuevo poder, se dedicaban a pararlo cada vez que su equipo estaba en problemas o simplemente se aburrían. No se cómo se resolvió aquel entuerto, pero parece que ahora la FIFA cayó en la misma trampa: darles a los de afuera el poder de arruinar el esfuerzo de los que están adentro.
Ahora podrían hacerlo los hinchas mexicanos —aunque con ese matiz de autocastigo que, también, cierto lugar común asocia a su cultura—: si lo dicen, la FIFA los amenaza con sacarle puntos a su equipo.
Es, de algún modo, un signo de los tiempos: hay escándalo porque los mexicanos gritan puto cuando el arquero contrario saca la pelota, pero en cambio la televisión nos muestra con orgullo y cada vez más detalle el momento en que los jugadores, estrellas sin palabras, gritan por ejemplo que “a las armas ciudadanos” o que “al grito de guerra, el acero aprestad”.
Los himnos nacionales son los únicos momentos en que ellos nos hablan: lo que nos dicen entonces son palabras muy fuera de lugar cuyo sentido no escuchamos, conjuros rituales, viejas memorias de la infancia. También así, con esos himnos, el fútbol nos lleva de vuelta al patio de la escuela. A esa felicidad que traen las cosas simples, las primeras ficciones: la patria por supuesto, nosotros contra ellos, ganamos o perdemos, sabemos exactamente qué queremos. Esa forma de la felicidad tan difícil de encontrar en una vida.
Aunque los más curtidos, últimamente, no parecen conformarse con esa. Ahora practican una forma más ardua, más sofisticada, que consiste en llegar al borde del abismo y adelantar el pie: alpinismo de grieta, inmersión sin reparo. Parece que cuando se ha ganado casi todo, la felicidad consiste en llegar a punto de perderlo —y no perderlo—. Brasil ayer, hoy Alemania; quién sabe, el martes, la Argentina.
Felicidad, para ellos, es ganar a la ruleta rusa.
Martín Caparrós es periodista y novelista. Sus libros más recientes son Todo por la patria y Postales. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborador regular de The New York Times en Español.