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El mundo Mundial 2: España sin cabeza

 El nuevo entrenador de la selección de fútbol de España Fernando Hierro, exjugador del Real Madrid, durante la conferencia de prensa en la que se anunció su cargo Credit Manu Fernández/Associated Press
El nuevo entrenador de la selección de fútbol de España Fernando Hierro, exjugador del Real Madrid, durante la conferencia de prensa en la que se anunció su cargo Credit Manu Fernández/Associated Press

“Ya empieza, todo empieza. O todo, felizmente se termina: a partir de esta tarde, por un mes, millones y millones esperamos que ya nada de lo que nos importa nos importe, que nada nos preocupe de lo que nos preocupa; esperamos el regalo de una vida nueva —provisoria, es cierto, pero nueva— donde nada tendrá más peso que el tobillo de Messi, la pifia de Neymar…”, escribí, hace exactamente cuatro años, y ahora ya empieza, todo empieza. Quien diga que el tiempo no es cíclico, que no vivimos el eterno retorno, que no volvemos a ser los mismos cada cuatro años —a pretender que somos los mismos una vez cada cuatro años— nunca supo qué es el fútbol.

Solían llamarlo Mundial porque participaban equipos de todo el mundo; ahora lo llaman Mundial porque sucede en todo el mundo. Cuando yo era chico, un Mundial en Inglaterra —¡1966!— era algo que llegaba por una radio ruidosa, cargada de distancia; ahora veré partidos desde tres o cuatro países y dará igual, como si en todos estuviera allí, aunque nadie sabe dónde es allí. Que los jugadores corran en Rusia o en Kuwait o en Groenlandia es un azar: el fútbol ya no se juega en canchas sino en televisores. El universo —decía Borges que decía Pascal— es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Así, igualmente extraño, igualmente inquietante, el Mundial.

Que no está en el espacio sino en el tiempo: así como se difumina en los mapas, deja marcas muy precisas en la cronología. Los mundiales son, al fin y al cabo, mojones que te van marcando la vida: yo no sé bien dónde estaba en junio de 2005 o 2007, pero sé dónde en junio de 2006, porque había un mundial en Alemania, el primero de Messi, y lo recuerdo y recuerdo tanto alrededor. Ayer, como cada cuatro años, me puse a revisar esas marcas y descubrí que mis recuerdos mundialistas son mayormente horribles.

Chapoteaba en la melancolía cuando cayó la primera bomba de Rusia 2018: el entrenador de España, Julen Lopetegui, un señor vasco de 51 años con una carrera más que discreta, acababa de ser contratado por el Real Madrid y se sumaría a su nuevo club en cuanto terminase con el engorro del Mundial. El anuncio fue tontamente prematuro: después del campeonato habría sido una anécdota menor. Pero la prepotencia madridista pudo más y lo dijeron ayer martes y enseguida sonaron las voces ultrajadas: que era una afrenta a los españoles, que se cagaba en la selección para irse a un club, que era un vendido y un traidor y merecía todos los males.

Hablábamos de fútbol y ficciones: una de las más potentes se derrumbaba demasiado pronto. La fantasía de que durante un mes la bandera se impone al capital caía en pedazos: el capital ganaba por goleada. Un empleo en uno de los clubes más ricos del planeta le importó al señor Lopetegui más que su puesto de abanderado. Su jefe, el presidente de la Federación Española de Fútbol, un tal Rubiales, contraatacó a golpes de mástil y lo echó a patadas. Ahora mismo, le reprochan que no hizo sino empeorar las cosas: que era mejor tener un entrenador desamorado y fugitivo que improvisar alguno a las carreras. Quizá no entiendan que lo que intenta Rubiales al echarlo es rearmar esa ficción: que con la Patria no se juega, aunque la apuesta sea por millones.

En minutos, España se puso más melancólica que yo. Tampoco la ayudó que, al mismo tiempo, se supo en Madrid real que el nuevo ministro socialista de Cultura y Deportes —seis días en el cargo— fue condenado el año pasado por defraudar a Hacienda en más de 250.000 euros. Màxim Huerta había sido una sorpresa: presentador de tele pero escritor de seis novelas, desdeñoso del deporte pero gay, despertó resistencias y parabienes y ahora es un problema. Para un gobierno que cayó del cielo solo porque el anterior era corrupto, que uno de sus integrantes lo sea es un golpe muy feo: otra ficción que se derrumba, la de que sus contrarios son deshonestos pero ellos no.

Hoy España se quedó sin técnico y quizá, mañana o pasado, sin ministro de Deportes. Hace dos años tampoco tuvo gobierno muchos meses y fue una época amable, mucho más que después cuando sí. Hace tres días era, para muchos, candidata al título, y ahora todos dicen que no, que está acabada. Aunque ahora anuncian que pusieron a Fernando Hierro, un entrenador que nunca entrenó a nadie y que también es del Real Madrid y que es, sin duda, un valiente o un chiflado. Pero que no será, seguramente, un jefe incontestable.

Yo, en esta sencilla pero emotiva ceremonia, me constituyo en el hincha más ferviente de la banda ibérica: ojalá que así, improvisada, acéfala, gane y gane y gane. Si lo hiciera terminaría de demostrar que, para mis compatriotas españoles, los gobiernos son un mal (in)necesario.

Y entonces sí que temblaría la madre de todas las ficciones.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Sus libros más recientes son Todo por la patria y Postales. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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