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El mundo Mundial 20: El premio consuelo

Jugadores de la selección española, entre ellos Andrés Iniesta, ven la tanda de penales, en la que La Roja perdió ante Rusia. Credit Victor R. Caivano/Associated Press
Jugadores de la selección española, entre ellos Andrés Iniesta, ven la tanda de penales, en la que La Roja perdió ante Rusia. Credit Victor R. Caivano/Associated Press

En 1937, la España republicana, sacudida por la sublevación fascista, mandó a unos tres mil niños en peligro a refugiarse en la Unión Soviética; en 1941, la España fascista, presionada por Adolf Hitler, mandó a unos 47.000 soldados reunidos en una División Azul a pelear contra los comunistas. Desde entonces, las relaciones entre los dos países nunca fueron tan intensas como esta mañana. O quizá sí, pero no lo pasaron por la tele.

Esta mañana, Rusia y España se jugaban todo. El partido fue tenso, enmarañado, al borde de tedioso: España toqueteaba la pelota con la concupiscencia de un quinceañero descubriendo, los rusos esperaban. En los 120 minutos que al final se jugaron, los españoles se dieron 1174 pases, a una media de diez por minuto: hay que tirar diez pases por minuto. La pelota iba y venía, paseaba de pie español en pie español; Rusia, mientras, usaba el mismo sistema defensivo que le dio tan buenos resultados contra Napoleón y contra Hitler: dejar que el enemigo se desgaste en un ataque laborioso con la esperanza de que, ya debilitado, acabaría con él.

Y España entró en la trampa, por pura impotencia. Sin atacantes dignos de ese nombre, le cuesta tanto hacer un gol: la mima, la toca con cariño, pero no encuentra las formas de hacerla entrar en ese sitio recoleto que algunos llamamos arco y otros portería. (Es sorprendente que un arco y una portería puedan ser lo mismo). Así que al final fueron a los penales o penaltis, y el arquero o portero —o golero— De Gea los miró pasar. A David de Gea le patearon, en sus cuatro partidos, doce tiros —incluyendo penales— entre los tres palos: once fueron goles.

Así que España también se quedó afuera. Ayer el gran Besa escribió en El País que “un delantero de verdad que se llama Kylian Mbappé acabó con una selección de mentira como es la Argentina de Leo Messi”; hoy una selección de mentira acabó con un equipo sin ningún delantero de verdad.

Así que España y Argentina se van juntas y, con ellas, Iniesta, Piqué, Mascherano, Agüero, Higuaín, y Portugal y Cristiano Ronaldo, y Alemania. Ya no están ni el campeón ni el subcampeón de las dos ediciones anteriores. Este fin de semana es un cambio de época.

Y Messi está de vuelta en Barcelona. Ayer, cuando todavía estaba donde debía estar —en Rusia, en las pantallas—, congelado por la derrota en el medio de la cancha, sus compañeros lo abrazaban y él no devolvía los abrazos, como si no se sintiera parte, como si le molestaran los toqueteos de esos chicos.

Entre tanta superficie, Messi es —casi— tragedia. El resto son historias menores, muchachos que tuvieron su excursión y la pasaron más o menos bien o más o menos mal y cuando vuelvan a su casa le contarán a su mujer que en Rusia los saleros son cuadrados y las chicas muy feas. Pero él se jugaba su historia. Hace cuatro años y dos semanas, justo antes del Mundial de Brasil, escribí que su situación me recordaba un chiste que contaba mi padre —sí, mi padre, con su acento español—:

“El chiste era malo pero por suerte viejo: empezaba con una multitud que se reunía, esperanzada, escéptica, en aquel coliseo para ver si García cumplía con su bravata de acostarse con cien mujeres una detrás de otra. El desafío empezaba: en la cama instalada en el centro, donde debía estar el cuadrilátero, García superaba obstáculos a un ritmo de poseso. A las 30, el público enfervorizado ya coreaba su nombre. A las 45 le dedicaban cantos: borombón, borombón, para García la selección. A las 60 tiraban papelitos; las 75 habían improvisado banderas, estandartes. El aliento era ininterrupto y muchachos de pelo en pecho gritaban García, haceme un hijo. Cuando llegó a la 91 los gritos de García, presidente asomaron, tímidos, en las plateas más bajas. Cuando terminó con la 98 todo el estadio era un clamor y la suerte del país parecía decidida de una vez por todas.

García, a todo esto, estaba al borde del desmayo y su virilidad cada vez más ahíta, tumefacta, quebradiza. Ante la 99 dejó de responderle; García hizo un gesto que todos entendieron: no iba más. Hubo un momento de silencio y, de golpe, miles se unieron en un grito despiadado:

—¡García, maricón! ¡García, maricón!”.

Messi, ahora, es García. A veces me pregunto si no lamentará aquel día de junio de 2004 en que jugó su primer partido con la selección. Lo había organizado la Asociación del Fútbol Argentino para impedir que lo convocara la española; Messi acababa de cumplir 17 años y metió un gol en aquel sub-20 contra Paraguay, que la Argentina ganó por 8 a 0.

La Patria parece fatal, pero también se elige. A veces, en días como este, me pregunto si Messi no pensará que eligió mal. En 2004, llevaba cuatro años en España, le iba bien, se había hecho amigos; podría haber decidido jugar con ellos en la Roja. Y, si lo hubiera hecho, habría sido recontra campeón del mundo en 2010 y quizá también en 2014. En cualquier caso, habría ganado probablemente más torneos y habría vivido seguramente mucho más tranquilo y quizás hasta le perdonaban sus fraudes a Hacienda, como se los perdonan al rey y a las princesas. Me lo imagino, a veces, en días como hoy, tratando de dormirse, apretando los ojos, preguntándose por qué no lo hizo. Alguna vez lo pensé incluso, con sobredosis de novelería, cantándose aquel pasodoble que decía “yo quiero ser torero…”.

O quizá no. Me dirán que la Patria no se elige. Si así fuera, los argentinos —nietos de españoles, turcos, rusos, italianos— no tendríamos ninguna. Y sí tenemos una, o algo que se le parece. Y debemos dotarla de algo que se parezca un poco más a fútbol. Es el momento: una generación se terminó, y terminó en un fracaso que arrasó lo que había, que permite que los próximos construyan desde abajo, sin la presión de ese grupo de jugadores que, durante diez años, condicionaba todo.

En 1958, hace justo seis décadas, la Argentina fue vapuleada en el primer Mundial del que participaba tras 24 años; lo llamaron el Desastre de Suecia y sus efectos fueron poderosos. Se imponía reformularlo todo para ponerse a tono con los tiempos. Los dirigentes de entonces creyeron entender que lo que le faltaba a aquel fútbol argentino era estado físico y trabajo táctico —más carreras, más tacañería—. Construyeron a partir de esa idea: creo que en ningún momento el fútbol argentino fue tan feo como en esos años sesenta.

Ahora la situación es semejante: construir desde las ruinas. Por eso será tan decisiva la elección de quienes tengan que guiarlo. De eso dependerá qué fútbol intentará la Argentina de aquí en adelante: imaginar un estilo y buscar la gente y el trabajo necesarios para concretarlo. Son raros, muy raros los momentos como este, en que lo viejo cayó y lo nuevo puede crecer sin tanto lastre. En ámbitos más serios lo suelen llamar revolución; aquí, en el fútbol, será el premio consuelo de un Mundial despiadado y una nueva ocasión, inmerecida, de volver a ser lo que quién sabe fuimos.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Sus libros más recientes son Todo por la patria y Postales. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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