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El mundo Mundial 23: Elogio del gol

El gol del defensor portugués Pepe frente a Uruguay en el partido de octavos de final entre ambas escuadras. Ese 30 de junio de 2018 en Sochi, la escuadra celeste venció. Credit Henry Romero/Reuters
El gol del defensor portugués Pepe frente a Uruguay en el partido de octavos de final entre ambas escuadras. Ese 30 de junio de 2018 en Sochi, la escuadra celeste venció. Credit Henry Romero/Reuters

El Mundial se depura, se descalza; ni hoy ni mañana vamos a ver, por fin, ningún partido. Desear —“desiderare”— es constatar la ausencia, lamentarla. El fútbol, hoy, se hace desear, y ha cambiado de lengua; fútbol ya casi no se dice en castellano. En cuatro días quedaron fuera del Mundial —por riguroso orden— Argentina, España, México, Colombia, los países más poblados de la lengua; nos defiende Uruguay, el más chiquito.

Para muchos, el Mundial empieza a ser una nube de polvo que se va deshaciendo a la distancia, una de tantas cosas que podrían haber sido. Y yo, de pronto, me he vuelto boliviano. O ecuatoriano o nica o gabonés o búlgaro, quiero decir: súbdito de alguno de esos países que saben que la Copa del Mundo se mira y no se toca. Debe ser, en un punto, un privilegio ser de esos para los cuales viajar a un Mundial ya es un triunfo, perder en un Mundial es un empate; en lugar de ser de uno de esos que creen que no ganar es perder por goleada, que hacen de una derrota crisis de la Patria.

Son dos formas distintas de mirar un Mundial: visto sin grandes esperanzas debe ser más lúdico, ver por entretenerse y ver qué pasa; con el deber del triunfo, en cambio, es crispación extrema. Pero, más allá o más acá de las naciones, es muy difícil ver un partido sin tomarlo, sin ponerse de un lado; así nos enseñaron. Por eso ayer gritamos como gritamos, en tantos sitios, ese gol de Mina; por eso ahora busqué algo que escribí hace tiempo sobre el gol, la explicación del fútbol. Fue hace dos Mundiales, cuando lo jugaban en Sudáfrica y con el gran Juan Villoro nos carteábamos para comentarlo:

“La gran diferencia es que el football tiene el goal: el fin, la meta. En otros deportes colectivos, los equipos hacen muchos tantos: un partido de básquet puede terminar 90 a 85, uno de rugby 35 a 15, uno de volley tres veces 15 a 13: el momento supremo —el de la conquista— se vuelve, por repetido, un poco pavo. En cambio el gol sucede tan de tanto en tanto que cada vez es única: un gol no es el resultado de la lógica del juego —como en el básquet o el volley o el tenis— sino un azar, una obra extraordinaria, un acto casi mágico. El fútbol, todo el fútbol, es el contagio de la magia del gol: ese momento que no sucede casi nunca y que, al suceder, hace que todo el resto cobre su sentido.

“El gol es una irregularidad, una excepción extrema, porque el fútbol es fracaso casi siempre. El fútbol ofrece una moraleja que, por suerte, no solemos leer: el 98 por ciento de un partido consiste en intentonas: tentativas fracasadas de aproximación a la única meta decisiva. Una montaña de fracasos y, sin embargo, los jugadores no dejan de intentarlo: eso es el fútbol, pero no lo cuenten, si lo llega a descubrir un cura o un pastor o un novelista malo hacen un desastre. El fútbol es fiasco, desengaño, cabezonería: todo para llegar al gol y el gol no llega.

“Pero a veces llega —incluso la selección mexicana, recuerdo, ha hecho algún gol alguna vez— y entonces el gol es, también, la consagración de un modo de suponer el mundo: que todo es posible de repente, que no importa el proceso sino ese momento, que uno —su equipo— puede haberse pasado toda la tarde colgado del travesaño y peloteado y que siempre cabe la esperanza del zapatazo salvador.

“En la vida las cosas no se definen, como en el fútbol, en un instante extraordinario. Van pasando de a poco, se extienden en el tiempo, no son como aquel gol en el último minuto o el penal atajado que termina de sacarte campeón —de una vez, para siempre—. No son, tampoco, ese momento en que te embocan, que te ponen, que te rompen el orto, que te empoman, ese segundo de incredulidad en que lo terrible está por suceder pero todavía puede ser que no y el segundo siguiente, cuando la pelota ya está adentro de tu arco, la perplejidad, la desazón que no admite respuestas —no se puede gritar, saltar, desgañitarse—, que te lleva a un segundo de una parálisis perfecta, justo antes de la puteada o la extrema desazón. Ese momento en que lo peor acaba de pasar sin que puedas evitarlo de ninguna manera, en que la amenaza acaba de convertirse en realidad, en que ya está —en que nada puede ser modificado pero, al mismo tiempo, todo es demasiado reciente como para haberlo aceptado todavía—. Ese momento de mierda en que te acaban de meter un gol —remember, caro güey, Maxi Rodríguez—.

“O, de nuevo, ese momento extraordinario en que vos lo metés —que tu equipo lo mete—. El momento perfecto, el gozo idiota, pura explosión sin pensamiento: el que te dice que ojalá la vida fuera como el fútbol”.

Que ojalá la vida fuera como el fútbol y no el fútbol como la vida, decíamos ayer. Pero hoy no hay fútbol, solo vida. La frase, me queda claro, es puro disparate.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Sus libros más recientes son Todo por la patria y Postales. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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