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El mundo Mundial 24: Los extremos no se tocan

Los uruguayos Diego Godín y Luis Suárez celebran el pase a los cuartos de final después de la victoria de la Celeste ante Portugal el 30 de junio de 2018 en Sochi. Credit Richard Heathcote/Getty Images
Los uruguayos Diego Godín y Luis Suárez celebran el pase a los cuartos de final después de la victoria de la Celeste ante Portugal el 30 de junio de 2018 en Sochi. Credit Richard Heathcote/Getty Images

Nada les gusta más a los timoratos que manejan el mundo —mientras los bravos y los justos se distraen— que proclamar que los extremos se tocan. Les sirve, por supuesto, para mostrarse impolutos en el medio, alejados de esos toqueteos tan asquito. Pero los extremos, habitualmente, no se tocan: se extreman, se separan, se distancian, se enfrentan. Mañana, por ejemplo, los dos extremos de Sudamérica, Brasil y Uruguay, saldrán a canchas rusas para ganar el derecho de enfrentarse.

Son, está claro, extremos sociales y políticos: el más poblado y el más vacío de Sudamérica, el más silvestre y el más ordenado, el más cristiano y el más ateo, el más dinámico y el más tranqui, el más corruptor y el menos corrupto. Pero son, también, extremos futboleros: la prepotencia de la facilidad, la humildad del esfuerzo.

Brasil, sabemos, ha ganado cinco mundiales pero, sobre todo, es el estandarte del jogo bonito. Se diría que sus jugadores tienen una capacidad innata para hacerle hacer a una pelota esas cosas raras que, en general, solemos considerar belleza: la supuesta belleza.

Siempre quise saber cómo se construyó la idea de belleza futbolística: cómo fue que empezamos a creer que hacer pasar la pelota entre las piernas del contrario era más bello que hacerla pasar por un costado, que pegarle con la parte de atrás del pie era más bello que con la parte de afuera que era más que con la parte del costado que era más que con la parte de la punta, cómo decidimos que simular que uno sale hacia un lado pero va hacia el otro era más bello que correr para adelante.

Vivimos regidos por ideas estéticas que se vienen formando desde hace milenios, con orígenes imposibles de rastrear. La estética del fútbol, en cambio, tiene un siglo y está documentada: sería fácil reconstruirla, ver cómo se fue armando —y eso nos permitiría, supongo, aprender mucho sobre cómo se crean, en general, los cánones estéticos—. Sería curioso ver, por ejemplo, cómo en el Río de la Plata aquel juego inglés hecho de pases largos y cabezazos y corridas se fue transformando en un laberinto de fintas y de engaños: “De por sí solo, aquel fútbol inglés muy técnico pero monótono no habría logrado ejercer la influencia requerida por el espíritu de nuestras multitudes”, diría en los años cincuenta un escritor futbolero decisivo, Borocotó. “Carecía de ese algo típico que nos llega a lo hondo, que nos enronquece la voz en un grito que surge del corazón cuando la pelota es recogida por la red temblorosa, y tuvimos que adornarlo con el dribbling que encandila las pupilas, que es patrimonio de estas tierras”.

Alguna vez habría que rastrear esa invención en su detalle. Por ahora, es obvio que Brasil la simboliza. Y, en el otro extremo, Uruguay representa la garra. Manuel Vázquez Montalbán, gran cronista, dijo hace años que Jorge Valdano le había hablado de un fútbol de izquierda y un fútbol de derecha: “Según me reveló Valdano, el futbol creativo es de izquierdas y el meramente de fuerza, marrullería y patadón es de derechas”, escribió entonces Vázquez y más veces lo dijo Valdano y el concepto quedó fijado, establecido y se repite como se repiten esas cosas.

En esa división, Brasil sería el fútbol de izquierda en todo su esplendor: un fútbol millonario, lujoso, que puede permitirse cualquier vicio. El uruguayo, en cambio, sería de derecha: trabajador, humilde, esperanzado. Más extremos en la división más injusta: para ser de izquierda hay que ser rico y llevarse a los mejores jugadores; la derecha queda para los pobres que, como no pueden tenerlos para crear con elegancia, no tienen más remedio que pelearla. Algo huele a podrido en esta lucha de clases.

Si Brasil y Uruguay ganaran sus partidos esas dos maneras chocarían. No es pura ilusión: los dos sudacas vienen mejor que sus rivales europeos. Francia es un equipo que ha tenido muchos problemas para hacer goles —salvo contra Argentina, por supuesto, tan bueno para mejorar a sus contrarios— y Bélgica estuvo a unos minutos de perder con Japón.

Mbappé se interpone en ese plan. No solo es muy buen jugador; es, además, el gran invento de estos días. El aparato mediático mundial necesita producir su nueva estrella, y su gran candidato es el hijo de un senegalés y una argelina nacido en un suburbio pobre de París que, por ahora, ha hecho en este Mundial los mismos goles que Yerry Mina, defensor colombiano.

Pero si despega muchos ganarán mucho. Las grandes marcas, que tanto han hecho por el “fútbol de izquierda”, que tanto facturan con él, darían fortunas por un duelo Neymar-Mbappé, el aspirante y el subaspirante, los dos posibles reemplazos de uno de los mayores negocios de la historia del fútbol, el dizque duelo Messi-Cristiano, que dio de comer a tantos durante los últimos diez años.

Para eso necesitan que Uruguay se quede afuera. El problema es que hay doce o trece muchachos dispuestos a —casi— todo para que eso no pase. Muchachos que quieren volver a ese punto mítico en que basaron, durante tantas décadas, su mejor imagen de sí mismos: el 16 de julio de 1950, Maracaná de Río de Janeiro, cuando Uruguay le ganó ese partido que Brasil no podía perder. Ojalá mañana los dos sudacas dejen en el camino a la vieja alianza franco-belga y nos den, en unos días, ese choque de extremos. Podría ser el partido más emotivo de un Mundial que, por ahora, no ofrece mucha más emoción que los fracasos de las viejas glorias.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Sus libros más recientes son Todo por la patria y Postales. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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