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El mundo Mundial 27: La vieja América, la nueva Europa

Lionel Messi, Nicolás Otamendi, Sergio Agüero y Federico Fazio tras la eliminación de Argentina en Rusia 2018 Credit Pilar Olivares/Reuters
Lionel Messi, Nicolás Otamendi, Sergio Agüero y Federico Fazio tras la eliminación de Argentina en Rusia 2018 Credit Pilar Olivares/Reuters

Por una vez nos pusimos de acuerdo. No es fácil: Latinoamérica es una entidad más o menos imaginaria que no suele encontrar puntos comunes —a menudo porque no los busca—. Pero esta vez los sudacas conseguimos acordar en una idea: fracasamos. Quien más, quien menos, también en esto fracasamos. Es notorio: el fútbol latinoamericano es el gran ausente de esta fase decisiva del Mundial; ahora muchos nos preguntamos por qué.

Cualquier explicación general es un abuso: para intentarla hay que limar brutas diferencias entre, digamos, Brasil y México, Argentina y Colombia, Uruguay y Perú. Aún así, vale la pena arriesgar un par de ideas.

Se suele hablar de la improvisación latina, pero hay equipos cuyos procesos, honestos y ordenados, llevan años: Pékerman en Colombia y Tabárez en Uruguay repitieron Mundial; Tite era, hasta hace unos días, el salvador de Brasil con su organización y su sapiencia técnica.

Se suele hablar de la corrupción de nuestros dirigentes y el caos de nuestros campeonatos, pero siempre fueron así y las selecciones ganaban.

Se suele hablar de diferencias físicas, pero la mayoría de los jugadores trabaja en las mismas ligas europeas y tiene la misma preparación que sus rivales. Aunque es cierto —¿mala suerte?— que, por lesiones, Uruguay se quedó sin Cavani y Colombia sin James en sus partidos decisivos.

Se suele hablar del método y el mimo con que los europeos preparan a sus jóvenes, y es probable que influyan. Y se puede hablar de estilos: varios equipos sudamericanos tienden a jugar el fútbol que está perdiendo en este Mundial. Los intentos de tener la pelota y manejar el juego y sostener la ofensiva fueron derrotados casi siempre por equipos que prefieren amontonarse atrás, defender como mastines y contraatacar como galgos. Pero Uruguay y México lo intentaron y también perdieron.

Por eso creo que, más que fracaso latinoamericano, lo que hubo fue un triunfo europeo: no es que los equipos sudacas fueran menos que otras veces; es que los europeos fueron mucho más.

Hace tiempo que se acabó el monopolio regional del fútbol bueno: ese reparto de roles según el cual los americanos jugaban bonito y los europeos, enérgico. La televisión cambió las formas de aprender a jugar: hasta hace unos años un chico de Bremen o Dakar o São Paulo solo podía copiar lo que le veía hacer a su hermano y sus vecinos; por eso, los países con buena escuela futbolística tendían a conservarla y los que no la tenían no la conseguían. Ahora esos chicos de Brno o Uagadugú pueden ver en sus teles e imitar lo mismo que ven e imitan los de Rosario o Río de Janeiro. Ya no hay razones para que no sean parejamente buenos.

Pero creo que la causa central es —como suele— cuestión de economía política. Sabemos que América Latina se convirtió, hace dos o tres décadas, en gran exportador de carne de futbolista. El proceso, que venía de lejos, se precipitó con la apertura del mercado futbolero europeo y el aporte de fortunas de la televisión y los jeques y otros mafiosos rusos.

Así que ahora el fútbol tiene su centro indiscutido en cinco países de Europa occidental: Inglaterra, España, Italia, Alemania, Francia. Cuando el mundo quiere ver fútbol ve al Madrid, el Barcelona, la Juve, el Bayern, el PSG o los Manchester; los mejores quieren jugar allí. Y eso, por supuesto, crea escuela.

Pero hasta ahora ese proceso de concentración de la riqueza futbolística se daba en los privados. Eran los clubes los que podían comprarse a los futbolistas que despuntaban en el sur e incorporarlos y sacarles el jugo, pero el sector público —las selecciones nacionales— seguía manteniendo sus jugadores de siempre. Esto también está cambiando. Por distintos medios, las selecciones europeas ya hacen lo mismo que sus clubes: concentrar la riqueza.

El método más brutal es la cooptación directa: Sterling, el delantero de Inglaterra, nació en Jamaica; Umtiti, el defensor de Francia, en Camerún. Pero el más común es la migración de los padres. Diecisiete de los 23 jugadores de la selección francesa descienden de inmigrantes africanos. En Francia los migrantes no llegan al 7 por ciento: hay diez veces más en la selección que en el país. En la belga, son casi el 48 por ciento de la selección y 12 por ciento del país: cuatro veces más. En la inglesa, el 48 y 9 por ciento: más de cinco veces más.

Parece claro que esta sangre nueva ha renovado sus equipos. Una mezcla feliz: la capacidad física de muchos africanos pobres —cuyas selecciones nunca ganan— con la posibilidad de comer y educarse y prepararse de los países ricos. Y una ventaja comparativa: los que emigran suelen ser los más activos, los más decididos de sus lugares de origen. Ya emigrados, mantienen ese impulso para progresar en sus lugares de destino —y el fútbol es, para muchos, la única chance de cambio de clase—.

Sus presencias renovaron sus equipos y renovaron, también, la idea de patria. La patria se ha vuelto más maleable, un absoluto relativo: “Cuando todo va bien me llaman Romelu Lukaku, el artillero belga. Cuando no va tan bien me llaman Romelu Lukaku, el artillero belga de origen congolés”, sintetizó el artillero belga etcétera. Es, para muchos, una patria incómoda: pocas cosas me dan más placer en estos días mundialistas, que ya no ofrecen muchos, que imaginar a ciertos cerdos racistas gritando goles de Mbappé. Pardon my french: c’est bien fait pour vos gueules.

No está claro que esto vaya a producir más tolerancia en un momento de extrema intolerancia. En 1998, cuando empezaba la tendencia y Francia ganó su Mundial gracias a su equipo “arco iris”, muchos imaginaron que la integración racial había llegado; cuatro años después, un partido racista consiguió casi cinco millones de votos.

Pero este Mundial consolida a estos futbolistas europeos que contribuyen a redefinir la idea de europeo. Hay cambios, sacudidas. Así debían sentirse los habitantes de Lutecia, los viejos galorromanos de toda la vida, en el 389 o el 407 después de Cristo, cuando cada vez más germanos y francos y otros salvajes seguían llegando a su ciudad, que acabarían por llamar, para su horror, París. Así, supongo, tantos ingleses o franceses o belgas desbordados por el miedo a lo nuevo.

La noticia no es que los equipos latinoamericanos fracasaron y triunfaron los equipos europeos. La noticia es que Europa ya no quiere decir lo mismo que hace treinta años. Y eso, mal que le pese a quien le pesa, va mucho más allá que el fútbol.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Sus libros más recientes son Todo por la patria y Postales. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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