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El mundo Mundial 3: La injusticia poética

En el estadio de La Bombonera en Buenos Aires, la selección argentina disputó un partido amistoso contra Haití el 29 de mayo de 2018. Lionel Messi lo jugó. Credit David Fernández/EPA, vía Shutterstock
En el estadio de La Bombonera en Buenos Aires, la selección argentina disputó un partido amistoso contra Haití el 29 de mayo de 2018. Lionel Messi lo jugó. Credit David Fernández/EPA, vía Shutterstock

Suelo pensar que el comunismo no era malo por sí mismo: que lo arruinó el hecho bastante fortuito de haber triunfado en Rusia —y no en algún país menos brutal—. Pero también es cierto que triunfó en Rusia: que fue en Rusia donde millones de obreros y soldados y campesinos echaron a un déspota y creyeron que hacían un mundo nuevo, que fue en Rusia donde más millones todavía murieron para que aquellos asesinos alemanes no pudieran quedarse con el mundo, y después los trucos de la historia consiguieron convencernos de que los malos son los rusos.

Rusia es el país más ambiguo. Ahora es un hervidero de mafias y magnates, y su jefe creyó que, para lavar esa cara tiznada, les convenía hacer un Mundial de fútbol, así que lo compraron. El Mundial todo lo puede; como la Real Academia Española, limpia, fija y da esplendor. Ahora mismo, sin ir más lejos, hay miles y miles de personas que lamentan no estar en Moscú; no sucedía desde diciembre de 1917. Y esta tarde va a haber cientos de millones que van a ver un Rusia-Arabia Saudita, penúltimo en la escala de partidos, justo por encima de un Moldavia-Fiji, por ejemplo, pero no por mucho.

Hoy se abre ese mes en que todo es lo mismo, pero nada es igual: la pausa que refresca, la rutina que nos hace creer que nos cargamos todas las rutinas. Y un cambio fuerte: durante un mes estaremos más que pendientes de un conjunto de hechos que no importan en sí, sino por sus consecuencias. Un Mundial es pura teleología, con perdón: esos procesos donde lo que cuenta no es el proceso sino su resultado. Nos vamos a pasar un mes considerando todo en función de lo que podrá pasar o no pasar un día, el 15 de julio, en que dos de esos 32 —¿equipos?, ¿países?— estarán donde todos pretendían.

Por eso, este mes repleto de intrigas y tensiones se resume casi fácil: ¿conseguirá Brasil su sexto título y se vengará del 1-7, en ese orden? ¿Demostrará Alemania una vez más que el fútbol es un deporte donde juegan once contra once y ganan ellos? ¿Logrará Francia, lujo del mestizaje, imponer sus individuos que no parecen grupo? ¿Podrá España prosperar en la anarquía? ¿Alcanzará por fin nuestro héroe lo que todos esperamos?

Una de las paradojas futboleras más curiosas es que, de los 211 países que juegan en la FIFA, solo ocho han ganado Mundiales, y no parece que vaya a haber pronto muchos más. El deporte más popular es el más aristocrático: un club privado con pocos socios verdaderos y multitud de socios aparentes, que los miran comer con la nariz pegada al vidrio.

La otra paradoja, en esa línea, es la facilidad con que se puede decir que alguien es el mejor de todos. Nadie podría asegurar que fulano o mengana es la mejor escritora o el mejor actor del mundo; nadie, que zutana o perengano es el mejor cirujano o la mejor ingeniera; todos, en cambio, sabemos que Messi es el mejor futbolista y solo se discute si es el mejor del mundo o de la historia, de vuelta espacio y tiempo.

Messi es un fenómeno que excede a Messi. Terminé de entenderlo hace poco, una mañana en Mali: veía más y más chicos con la camiseta del 10 del Barcelona e intenté hacer cuentas. “Supongamos: en África hay unos 300 millones de chicos de menos de diez años. Y yo diría —sin arriesgar ni un poco— que uno de cada veinte lleva una camiseta del Barcelona que dice, a sus espaldas, 10 y Messi. O sea que hay, en cada momento, en todo momento, solo en África, unos 15 millones de messitos. Va de nuevo: hay, en cada momento, en todo momento, solo en África, más messitos que habitantes tienen Madrid, Barcelona y Valencia juntas”.

Y entonces me preguntaba si él sabría —si sabe en serio, de esa forma en que uno sabe las cosas que realmente sabe— que en cada rincón del mundo hay un chico con una camiseta con su nombre, un chico que quiere ser como él. Y cómo será, en tal caso, vivir con esa gloria y esa carga.

Y además están los que lo apoyan más allá de himnos y banderas. “Que gane Messi aunque juegue con Irán”, me dice un amigo bastante catalán y muy culé. Los messistas son así: vienen de los países más diversos y tratan de abstraer el hecho de que Messi juegue con Argentina —o lo toman como un mal menor—. Porque lo que ellos quieren es que se repare esta injusticia poética y que el mejor de la historia se convierta en un monumento indiscutible. Para eso le falta, sabemos, ganar un Mundial.

Así que ese va a ser, para tantos de nosotros, el gran tema. ¿Triunfará la justicia? ¿Logrará por fin el mejor jugador —del mundo o de la historia— la única victoria que le falta? ¿O se instalará en su monumento como un personaje dramático, aquel que consiguió todo salvo lo que realmente quería? Quizá para su historia sea mejor: si gana nadie tendrá más nada que discutir, si no lo gana lo seguiremos debatiendo, hablando de él por los tiempos de los tiempos. Dudo que sea un argumento que hoy, 14 de junio, consiga convencerlo.

Leo Messi, en estos días, se juega su leyenda.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Sus libros más recientes son Todo por la patria y Postales. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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